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12 Mar 2019
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Leer espejos: la realidad invertida

Reconozco que no puedo evitar leer el espejo retrovisor de mi taxi (los mordidos por la literatura sabrán de lo que hablo).

Un ejemplo: me encuentro en la parada de taxis del Paseo del Prado y acaba de abrir la  la puerta trasera una mujer de unos cuarenta años, coleta castaña y traje de oficina. Son, digamos, las siete de la tarde y la mujer me indica una calle al norte de Madrid (uno de esos barrios nuevos residenciales) que nos obligará a cruzar media ciudad entre un tráfico horrible agravado por la lluvia, pero por suerte (para mí) ha decidido sentarse en el margen derecho del asiento, encuadrando su rostro exactamente en los límites de mi espejo retrovisor, por lo que puedo y podré observarla debidamente aunque, eso sí, con disimulo. De hecho, cada vez que acciono el pedal del freno, salta en mí como un resorte que me lleva a alzar la vista hacia el espejo, como si hubiera un mecanismo inconsciente que conectara mi pierna derecha con mis globos oculares.

La mujer viaja en silencio, observando la calle. Pudiera tratarse de su único momento del día en paz, sin hacer absolutamente nada. Luce un maquillaje nada evidente que amortigua el cansancio de sus ojos, y mi manejo del volante y los pedales procura ser tan suave que ha llegado incluso a cerrar los párpados durante unos segundos. El espejo retrovisor me dice (no de viva voz: lo estoy leyendo) que la mujer acaba de salir de una reunión de trabajo y que dentro de apenas veinte minutos, cuando llegue a casa, lo primero que hará será quitarse los tacones (lleva pensando en ese momento gran parte del día), saludará a su marido y a sus dos hijos de 4 y 7 años, y después ayudará a bañarlos, harán la cena juntos, pondrán la mesa, charlarán un poco, un rato de tele en familia, lectura de sendos cuentos infantiles, crema desmaquillante en el tocador, cama conyugal, etcétera. Mi espejo me dice que, a fin de cuentas, eligió una vida agotadora aunque llena de momentos gratificantes, y que gracias a esa suma de momentos no renunciaría a nada de lo que tiene.

El espejo me dice muchas más cosas, pero la lectura queda interrumpida por el timbre de un teléfono. La mujer rebusca en su bolso, descuelga y dice:

—Hola, sí. Voy para tu casa. Estuve con mi abogado ultimando lo del divorcio. Resumiendo: me ha dicho que como Jaime y yo no tenemos hijos y hay separación de bienes, será todo más rápido. Hoy más que nunca me apetece dormir contigo, vida. Nos vemos en un ratín, ¿ok?

Mi espejo no ha dado una.

Nota: Supongo que la literatura consiste en moldear la realidad a nuestro antojo. O también pudiera ser que los espejos reflejan fielmente la realidad… pero invertida.