PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

21 Feb 2020
Compartir

Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Efecto Fata Morgana

Gracias a un extraordinario fenómeno sucedido ayer en Barcelona, he conseguido ponerle nombre al chispazo que prendió el inicio de nuestra historia de amor: se llama «Efecto Fata Morgana».

La noticia saltó en una playa de Barcelona. Los allí presentes quedaron asombrados al ver de súbito, emergida sobre las aguas, una especie de ciudad flotante. Obviamente, los enormes edificios vislumbrados no eran tales, sino un curioso efecto óptico llamado «Efecto Fata Morgana» debido, por lo visto, a una brusca inversión de temperatura. El término, además, esconde un origen bastante chulo:

«El efecto Fata Morgana recibe su nombre del italiano fata Morgana (es decir: hada Morgana), en referencia a la hermanastra del Rey Arturo (Morgan le Fay) que, según la leyenda, era un hada cambiante. Es un espejismo o ilusión óptica que se debe a una inversión de temperatura. Objetos que se encuentran en el horizonte como, por ejemplo, islas, acantilados, barcos o témpanos de hielo, adquieren una apariencia alargada y elevada, similar a “castillos de cuentos de hadas”.»

[Fuente: Wikipedia]

Nada más leer la noticia y bucear en los orígenes del término, me vino a la mente aquel bar de copas al que hace años, en mi etapa canalla, acudía penitente cada noche. Mi ritual consistía en dar vueltas con mi taxi por el día, buscando historias, y escribir por las noches, hasta altas horas, acodado en la barra de aquel bar. Pero una noche mi rutina cambió. Andaba yo escribiendo, como siempre, y en estas le di un buen sorbo a mi cerveza y de repente, tal vez por la brusca inversión de temperatura entre mi cuerpo caliente y la cerveza fría atravesándome el gaznate, vi al fondo a una mujer emergida como un templo sobre el océano de vasos y cabezas del local. En aquel instante desconocía que semejante efecto óptico tuviera un nombre, pero aun así me eché a la mar y nadé entre holas hacia ella (la «h» no es casual; conocía a todo el mundo) aun sabiendo que nada más llegar a sus dominios, desaparecería de mi vista igual que un holograma. Sin embargo, después de acercarme, aquella suerte de hada Morgana se me antojó tan real en mi cabeza y tan cercana que incluso hablé con ella, y nos tomamos unas copas, y como guinda a una noche perfecta quedamos en vernos otro día en aguas más cálidas.

Y así lo hicimos, y años después el hada de aquel mar de copas acabó convertida en mi flamante esposa y madre de mi hija Aitana. Lo malo de esta historia es que, aún hoy, sigo despertándome en mitad de la noche y la veo ahí durmiendo, tan liviana, y evito tocarla porque temo que ese efecto Fata Morgana, en fin, desaparezca. Porque sigo y seguiré pensando siempre que ella es fruto de un asombroso efecto visual.