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09 Nov 2019
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Dos turistas ideológicos en la Gran Vía

Me apasionan los malabares lingüísticos que hace la gente para tantear la opción política de su interlocutor y obrar en consecuencia.

Aquí en mi taxi nadie conoce a nadie, y es cierto que algunos usuarios necesitan, digamos, desfogarse verbalmente. Y ahora que la política está en boca de todos, esa necesidad de soltar lastre suele venir acompañada de cierta mesura inicial: no es prudente hablar sin trapujos de tal o cual opción política cuando desconoces la postura de tu interlocutor. De modo que primero, quien inicia la charla, tantea al otro. Le habla de cuestiones genéricas a la espera de entrever en tus respuestas si coincides en todo, en parte, o en nada. O aprovecha cualquier escena para arrancarse.

Un ejemplo real. Calle Gran Vía, siete y treinta de la tarde. Congestión brutal. Suenan sirenas de la Policía Local y un grupo de unos ocho o nueve manteros, con sus sacos de mercancía al hombro, corren por delante de mi taxi. El usuario aprovecha y suelta:

—Vaya tela.

Esas dos palabras me sirven para sacar dos conclusiones: La primera, que el usuario tiene ganas de hablar de cuestiones ciertamente sensibles. Y la segunda, que a tenor del comentario («vaya tela» es más bien genérico; no sabes si va dirigido a lo fatal que está el mundo, a la persecución policial, a las condiciones precarias que sufren los manteros, o a qué) me ha lanzado un anzuelo para que pique, comente y me moje al respecto. Sé que, en función de mi respuesta, el usuario optará por ahondar en ello o mantener silencio. Si después de mi respuesta decide no continuar con la conversación o cambiar de tema será porque, obviamente, no está de acuerdo conmigo y considera prudente no discutir con un desconocido. De hecho, esos comentarios, o ganchos, sirven en gran medida para buscar complicidad y retroalimentar su postura sumándola a la del otro.

Ahora bien, si a ese «Vaya tela» suyo le respondo con un «Pues sí; vaya tela» también genérico, le estaré pasando el anzuelo otra vez a él para que diga algo más y se moje, o bien para que aborte la misión. Y él, seguramente, pensará que el gancho suyo no surtió el efecto deseado y atacará de nuevo. En este caso atacó, pero de un modo que no me esperaba:

—Aquí hay tres opciones. O te pones en la piel del mantero, o en la del comerciante agraviado o en ambas. Y si eliges la tercera opción, lo más seguro es que te acabe explotando la cabeza.

Aquello me dejó bastante descolocado, la verdad. Tenía ante mí a un pensador de esos que divagan y dudan de todo, un turista ideológico en estado puro, un rara avis. Y aproveché el regalo del destino para entrar en su juego. Y hablamos. Hablamos muchísimo. Divagamos alrededor del «sólo sé que no sé nada» y ondeamos juntos la bandera de la duda.

Por supuesto, no sacamos ninguna conclusión. Pero él quedó contento, desahogado, y yo también.

En fin, que adoro este curro.