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11 Oct 2019
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Cuando el habla nubla tus prejuicios

Partamos de esta base: en un taxi nadie conoce a nadie.

El taxista (yo) no tiene información acerca del hombre o la mujer con quien acabará compartiendo habitáculo. Los únicos datos que maneja a simple vista pertenecen al incómodo submundo del prejuicio: Su ropa, el color de su piel, su acento al darte los buenos días, la renta per cápita de la zona donde tomó tu taxi, si lleva bolso o bolsas y en tal caso qué tipo de bolsas, qué tiendas, qué marcas. En un simple vistazo el cerebro del taxista (yo) subdivide al usuario en un grupo u otro ya configurado por defecto a partir de su experiencia.

Aunque algunas veces, afortunadamente, los prejuicios fallan.

Sin embargo, obtener ciertos datos a través de tus prejuicios no te salva de enfrentarte al torrente de información que destila cualquier persona. No conoces su pasado, su experiencia, sus deseos o sus frustraciones. Esa información se consigue con el habla. O mediante el lenguaje gestual, o las miradas. Pero sobre todo con el habla.

Anoche un chico subió en mi taxi totalmente noqueado por algo que acababa de conocer. Había descubierto que su padre, aún casado con su madre, tenía una amante. La noticia no sólo hundió el concepto que el chico tenía de su progenitor, sino que además provocó un derrumbe total en sí mismo. Imagina que tu personalidad es un edificio con sus cimientos y sus alturas (construidas una a una desde que naces hasta hoy) y que, de repente, se produce una explosión en uno de los pilares de la planta baja del que depende toda la estructura. Cuando sucede esto tienes dos opciones: bloquearte y no hacer nada aun sabiendo que el edificio entero tarde o temprano acabará desplomándose, o apuntalar deprisa la zona con palos y hierros y tal vez la ayuda del primero que pase por delante.

El chico tomó la segunda opción y ese alguien que pasaba por delante fui yo con mi taxi libre. Levantó el brazo al verme y nada más tomar asiento, antes incluso de indicarme su destino, me contó lo sucedido, y después lo que había supuesto para su psique semejante bombazo. El caso es que hablamos muchísimo, y ahondando en esto me di cuenta que los prejuicios o el subgrupo en el que yo hubiera podido encasillarle por defecto (a partir, como digo, de su aspecto físico, o el entorno, o el acento, etcétera), en casos como el de este chico (o aplicando el zoom a cualquiera), no sirven para absolutamente nada.