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05 Jul 2019
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

El lenguaje del claxon

En la calle San Bernardo había una pintada que decía «Bamos vien» y dos chicas caminando de la mano y un tipo demasiado joven sentado en el suelo con un cartel de cartón: AYUDA. TENGO HAMBRE. PROGRAMADOR JAVASCRIPT EN PARO. SE ACEPTA PAY PAL.

Me fijé en estos detalles porque estaba atrapado en un atasco de tres pares de taxímetros, y los dos usuarios de mi taxi hablaban de temas aburridos, de bonos convertibles, y de yenes, y de turbulencias en el mercado asiático. Uno de ellos recibió una llamada y os juro que de repente comenzó a hablar con acento mexicano (“No mames, guey…”) al tiempo que el otro alzaba las cejas y se miraba las uñas. Y todo esto entre sonidos de cláxones por doquier. El atasco, como digo, era monumental, y algunos conductores volcaban su ira tocando repetidamente el claxon. Unos a ráfagas, otros de continuo y otro, el coche de mi espalda, en secuencias de carácter festivo, como de carnaval (pi pi piii pi pi pi piii) mientras ella, la copiloto, meneaba los hombros.

Era posible disociar distintos discursos a través del lenguaje del claxon. El claxon continuado era un canto a la desesperación. El sonido intermitente, un deseo más bien optimista de empujar, ordenar y disolver el atasco. Y el híbrido (intermitente y continuo a intervalos), una mezcla bipolar de ambos. De hecho, parecían hablar entre ellos, sumándose los unos a los otros, y callándose a la vez y volviendo de nuevo en una suerte de sinfonía improvisada. Incluso el gesto de disgusto del vecindario, algunos asomados al balcón pidiendo silencio agitando las manos, parecían hacer las veces de directores de orquesta subidos a su atril.

El lenguaje del caos era esto. La antesala del infierno. Humo y ruido y calor y colapso y dos tipos en mi espalda hablando de créditos subprime.