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14 Abr 2023
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Las 1001 razones del taxi frente al coche autónomo

La inteligencia artificial llora píxeles, supongo. Podrá rimar noche con coche, pero carece del sentido intrínseco de cualquier poema: hallar el código puk del alma.

ChatGPT es a la poesía lo que el coche autónomo es a mi función como taxista. A nivel técnico, tal vez podría ser sustituido por un puñado de cámaras y un software de ultimísima generación. Pero el software difícilmente podrá ayudar a Carmen, mujer de 85 recién operada de cadera, a acomodarse lentamente en su asiento, levantándole sus piernas de jilguero para sortear el listón de la puerta y charlando después con ella acerca de sus hijos, o de sus mil dolores pequeños, o de la ausencia de su Paco, que en gloria esté. Por no hablar de esos cuatro alemanes borrachos como cubas, el más fuerte a mi lado tratando de subir el volumen de la radio y yo increpándole: Stop, my friend! Don´t touch it, please! pero buscando, a su vez, empatizar con su particular sensación de fiesta (con el único propósito de evitar males mayores). ¿Se imaginan qué sería de ellos dentro de un coche autónomo? ¿Acaso existe o existirá empatía o deferencia hacia una máquina?

O Manuel y su andador (que habré de plegarlo e introducirlo difícilmente en el maletero), o las siete bolsas de la compra de Teresa, ayudándola después a acercarlas al portal con una sonrisa («¡Gracias, majo!»), o esa chica indispuesta, Patricia, que a punto estuvo de vomitar sobre su asiento (pero logré detener el taxi en el arcén a tiempo y bajar con ella para que arrojara lo suyo junto a unos setos), o esas tantas urgencias con el pañuelo fuera, saltándome semáforos y lo que hiciera falta (algo impensable en un coche autónomo), o el manido «¿Me esperas tres minutitos y vuelvo?», en una calle estrecha, de aparcamiento imposible y buscando huecos, vados, chaflanes, o dando vueltas a la manzana. O qué decir de los tumultos, de las salidas en masa de un concierto, o de un evento deportivo: ¿cómo hará el coche autónomo para encontrar a su cliente asignado de entre miles o viceversa?

O ese golpe tonto contra otro coche: ¿de quién será la culpa si el posible causante es, dios santo, un software? Imagínense qué surrealismo: un rudo contrario cagándose en los muertos pisaos de Bill Gates, lanzando tremendos puñetazos a la cámara frontal del coche autónomo.

Dicho lo cual entiendo que los grandes, los poderosos, podrán testear una y mil veces el taxi autónomo, sopesando mil variables algorítmicas para traducirlas siempre en términos de rentabilidad, pensando solamente en los pingues beneficios de un sector sin convenios colectivos, ni bajas por ansiedad, ni descansos, ni permisos de maternidad. Pero no podrán más que pasar por alto todo lo que os cuento y mucho más, excepciones asumibles que suponen, supondrán, apenas un 2,7% del montante total de los trayectos (por poner una cifra aleatoria).

Pero a mí, qué quieren que les diga. Ese 2,7% es, precisamente, el que me hace sentir tremendo orgullo de mi función en este cada vez más raro y rudo y desesperante mundo. Una pequeña pizca de humanidad a mi juicio imprescindible. E insustituible. He dicho.