Hablar en los tiempos del ruido
Las charlas mantenidas en mi taxi varían en función del paisaje y la velocidad.
No es lo mismo dialogar mientras circulas por una calle estrecha, adoquinada, con gente cruzando por doquier y giros imposibles y grafitis y carteles y comercios de proximidad y vendedores ambulantes huyendo de la poli y sirenas de ambulancia a tus espaldas y riadas de vida 360, que hacerlo en una carretera secundaria y solitaria, atravesando un campo yermo a la exacta velocidad del viento y sin música ambiental ni distracciones. En el primero de los casos, el urbano, la charla fluye atropellada hasta el punto de pisarnos las frases, aunque los temas que tratemos tiendan siempre a ser inocuos, apenas sin sustancia; charlas de usar y tirar. En el segundo, sin embargo, podemos permitirnos el silencio y ahondar hasta el delirio en lo que sea que estemos hablando. Normalmente, esa sensación de velocidad de crucero se adecúa como un guante a la cadencia pausada de las palabras. En las rutas sosegadas, se escucha. En los trayectos cortos envueltos en ruido visual, sólo se habla (y cuando habla el otro se aprovecha para pensar en qué decir después).
La prisa, por tanto, no depende en exclusiva del tiempo. Es también, y por encima de todo, un estado mental. El estrés y la ansiedad de las grandes ciudades promueven el apego hacia uno mismo. Crean burbujas de alquitrán que amortiguan el ruido.
Cuanto más juntos, en fin, más solos.