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02 Jun 2022
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Entre el bien y el mar

El habla avanza en mi taxi a un ritmo mareante. La inmensidad del mar anda cerca y se nota: supone una vía de escape que no estaba presente en mi vida taxial de Madrid.

«Madrid era una trampa, la rueda del hámster» me digo mientras llevo en mi taxi a cuatro italianas jóvenes y absortas a la playa de la Malvarrosa. Hay mucho extranjero vacacional ahora en Valencia. Franceses, alemanes, italianos. Jóvenes y no tanto. También americanos (con esa autosuficiencia tremendamente suya; parecen zares conquistando el mundo con las pupilas inyectadas en dólares). Y adoran la playa. Los caminos a la playa se celebran como quien visita el fin del mundo. No hay nada más allá, sólo abismo y peligros, y estar en el lado firme de la línea tranquiliza bastante. Dicen que la ausencia de horizontes relaja la vista y, por ende, todo lo demás. A mí, sin embargo, el mar me agobia. Digamos que lo confundo con líquido amniótico. Es un agobio chulo, sin embargo.

Volviendo a las italianas: sus vestidos parecen de papel de fumar. La rubia de mi derecha mantiene ambas manos sobre el borde de la tela, y demuestra un estado de relajación tremendamente zen (diría que incluso zentoveinte). El sol, a través de la ventana, le induce a cerrar los ojos y su rostro dibuja una media sonrisa en cuyas comisuras podría empadronarme. Las otras, las del asiento trasero, hablan divertidas ajenas al entorno. Su acento describe tal curva de modulación, que parecen estar cantando viejos temas de los cincuenta.

(A vista de pájaro, no tienen problemas. Ninguno. Cero. O han conseguido ocultarlos en sus bolsos de mimbre.)

Y ese olor. El habitáculo huele a protección solar. Mi principal objetivo de los próximos dos años será aprender a distinguir el grado de protección a través del olfato. Me aventuro a decir que las italianas llevan protección 30, pero no estoy seguro. Crema en los brazos. En los muslos. En el cuello. Como masa de pan justo antes de ser horneada. El paraíso, supongo, es una piel sobrehidratada. ¿Quién puede pensar en guerras, en catástrofes o en eccemas, mientras respiras en un olor tan dulzón?

Llegamos. Me pagan. La playa está a reventar. Me gustaría ser Moisés y abrir las aguas para ellas. El mar es peligroso, esconde misterios que esas chicas no merecen. Porque todos somos vulnerables cuando tomamos el sol. Somos plantas o queremos ser plantas. Somos pliegues de arena. Y silencio hacia dentro.