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01 Sep 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Moldear la incertidumbre

La palabra «incertidumbre» es un monstruo de dos caras. Resulta apetecible en novelas y pelis, pero huimos de ella como de la Covid-19 en la vida real.

En ficción, la incertidumbre engancha. No saber qué sucederá a continuación te mantendrá pegado a la silla, devorando párrafos o palomitas. O incluso también en la vida real, si esa realidad no llegara a afectarnos en primera persona sino a terceros. Si yo te digo, por ejemplo, que ayer viajó en mi taxi un tipo de aspecto sospechoso que se comportaba raro, errático, y llevaba un abrigo cuando no hacía tiempo de abrigo y a cada rato acercaba su mano a un bolsillo interior del abrigo al tiempo que me observaba de reojo a través del espejo retrovisor, esa precisa incertidumbre puede llegar a engancharte y querer saber más. Pero tal vez a mí, vivirlo en primera persona no me hiciera ni puñetera gracia.

Ahí podríamos mezclar la incertidumbre con el morbo, que a menudo comparten una estrecha línea.

Sumémosle a esto la verosimilitud. Nada te hace pensar que aquel trayecto no sucedió tal y como lo he relatado. Aún te falta por saber qué ocurrió después, si la intención de aquel tipo era atracarme y, en tal caso, cuál fue mi reacción. Estoy hablando de tensión narrativa, de incertidumbre en favor de la cultura del entretenimiento. Cabe añadir que el hombre tenía tres cuartas partes del rostro cubierto por una mascarilla quirúrgica (de uso obligatorio en los taxis de Madrid), lo cual le añadiría un halo de misterio adicional.

A mitad del trayecto el hombre se echó a un lado como para ocultarse de los dominios de mi espejo retrovisor. Ahí me di cuenta que sus intenciones no podían ser buenas. De modo que frené, me giré hacia él y entonces le vi sacando algo de su abrigo. Mi corazón iba a mil.

Pero al final, de su abrigo asomó una manzana. El hombre se apartó la mascarilla para pegarle un bocado y entonces le dije que no estaba permitido comer en los taxis, ni mucho menos retirarse la mascarilla. Dicho esto, supongo que habréis respirado aliviados (y yo más). En sólo unas líneas he conseguido pasar de víctima a verdugo, al tiempo que el hombre ha pasado de ser un peligro en potencia a un pobre diablo temeroso de que yo le cazara mordisqueando una simple pieza de fruta.

He jugado con vosotros (permitidme la licencia), pero también he jugado conmigo. En realidad lo que os cuento nunca llegó a suceder. Estoy en algún lugar de la costa valenciana, teletrabajando el taxi a través de la ficción. Y otra vez he vuelto a darle un vuelco al asunto de la incertidumbre.

Os pido disculpas.