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19 Jun 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Cómo conectar con otras voces interiores

Daría el brazo izquierdo por saber qué demonios pensarán los usuarios de mi taxi mientras viajan en silencio, con su mascarilla puesta, observando la calle.

Y lo hice. Acabo de perder un brazo y ahora manejo el volante de mi taxi sólo con el derecho al tiempo que me introduzco en el monólogo interior de esa mujer de unos cincuenta y cinco años reflejada en mi espejo retrovisor que justo acaba de guardar el móvil en el bolso y ahora mira distraída la calle Sagasta. Puré de legumbres, está diciendo. Tendré que comprar puerros antes de subir a casa de mamá y hablar con el portero a ver qué pasa con la presión del agua. Espero no encontrarla dormitando en el sofá con el Sálvame a todo volumen. Me pone enferma ese programa aunque a ella le entretiene, eso es cierto, y le deja la mente en blanco y pasa las horas hasta la cena. Y lejía. Que no se me olvide comprar lejía. A ver si a las ocho y media acabo de hacerle el puré  y consigo marcharme a casa. No veo la hora de llegar y quitarme los zapatos. Espero que Juan llegue pronto y hoy se ocupe de la cena. Porque a Mauro ni le espero, claro. Ni siquiera ha llamado el muy canalla, qué mal hicimos con él, virgen santísima. Mucho Salesianos, mucho ICADE pero ni con todo lo que hicimos con él hubo manera de enderezarle, en fin. Igualito que su abuelo Tobías, que en paz descanse. O espabila cuando empiece en septiembre en la oficina de Juan, o ya no sé qué será de él y de nosotros, claro. Porque vaya cruz llevamos encima. Que gane su dinero, vamos, digo yo. Que sepa lo que realmente cuesta la vida. Siempre ha estado en palmitas, eso es cierto; culpa mía pero también culpa de Juan, ojo. Tampoco fue capaz de meterle en vereda en su momento, cuando le quedaron cinco y encima nosotros como tontos le pagamos la semana esa en Mallorca con sus amigotes, con el Fran ese que es un descerebrado sin oficio ni beneficio y esa especie de novia que se echó,  la tal Patricia, que resultó ser una fresca. Uf cómo agobia la mascarilla. Cuesta respirar. Qué bolso más bonito lleva esa. Ahí, en próxima esquina puede pararme. ¿Oiga?

—¿Me escucha?

—¿Eh?

—Le digo que me pare en la próxima esquina.

—Ah, perdone. Estaba en otro mundo.

—¿Qué le debo?

—6,30.

—Tome. Quédese el cambio. Buenas tardes.

—¡Adiós!

Qué taxista más raro, estás diciendo. Y le falta un brazo, pobrecillo.

(La mujer se fue alejando hasta que perdí la cobertura).