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22 Ene 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

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Me cruzo en mi taxi con padres que hablan a sus hijos como buscando en ellos una copia mejorada de sí mismos.

Buscan miniyoes, sinonimias, sin plantearse en qué destacan: si en las artes, o el deporte, o el razonamiento lógico, o la memoria, o los trabajos manuales o (tal vez en nada). Desoye esto el padre abogado que insiste en que su hijo también lo sea y acabe trabajando en su bufete, o el futbolista frustrado que desea que el primogénito cumpla el sueño que él no pudo y se convierta, con esfuerzo y sacrificio, en un as del balón. O aún peor: el padre homófobo que enseña a sus hijos homofobia («Venga, no me seas mariquita»), como si la orientación sexual fuera una opción y no un rasgo inherente a la condición humana.

Y aunque suene a mentalidad de otros tiempos, aún encuentro casos por doquier. También calles: Como dato curioso, Madrid aún conserva calles con nombres de antiguos gremios que subsistían gracias al relevo generacional: La Plaza de Herradores, la calle Latoneros, Bordadores, Esparteros, Cuchilleros, Tintoreros, Libreros… El hijo del herrero habría de serlo también, y aprendía el oficio desde chico en el taller de su padre. No era cuestionable, del mismo modo que no se cuestionaba el apellido, o las diferencias de rango entre el hombre y la mujer.

Hoy, sin embargo, podemos elegir adoptar el apellido de la madre (aunque el apellido del padre continúe imperando por defecto), no hay apenas diferencias de género, y los niños pueden descubrir por sí mismos cuáles son sus preferencias o sus gustos con independencia de sus padres, o ahondar en cuestiones que, por un motivo u otro, en sus casas son tabú. Por eso hoy, volver otra vez a lo de antaño, y tener que pedir el consentimiento de un padre homófobo para acudir a una charla orientativa LGTBI, me parece anacrónico y aberrante. Tan aberrante como escuchar ciertos comentarios en mi taxi y tener que morderme la lengua por educación.

No soy dado a emitir mi opinión personal en estos lares, pero el pin parental me puso en alerta literaria: ¿Qué será lo próximo, prohibir libros?