Lo que el ciego le dice al sordo
El poder de la palabra a veces no es tal y corre el riesgo de convertirse en nada.
Cuando dos partidos políticos condenados a entenderse no se entienden, las palabras languidecen; pierden su naturaleza como un taxi sin taxímetro o un domingo sin ti. Y los diálogos se vuelven monólogos (hablan de urnas desde dentro de esas urnas de cristal y a prueba de balas, cada cual en una y a kilómetros del resto), y hay un muro infranqueable entre lo que piensan y lo que acaban diciendo, y en ese punto el lenguaje se convierte en una trampa, en un juego de trileros, en una batalla dialéctica basada en el continente, pero sin contenido. Y el que pierde no es ninguno de los dos oradores, sino el público asistente. Pierde el que buenamente cree sentirse representado por el uno o por el otro. Pierde el taquígrafo, pierde el bedel.
Hoy la palabra está de luto y la gente en mi taxi viaja en silencio y he vuelto a madrugar, como el resto de los días, y el fontanero de aquel furgón madrugó también, y el camarero que me sirvió el primer café. Y el periodista madrugó para escribir su crónica: quinientas palabras hoy más vacías que ayer, palabras como «diálogo» que no valen siquiera la tinta del papel o los píxeles de la pantalla.
Si en algo deben trabajar esos que dicen representarnos es en darle a la palabra la importancia que merece. Yo con eso me conformo.