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19 Dic 2022
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Reportajes

Palabras dulces: ¡un confite lingüístico!

Alfonso C. Cobo Espejo

Si eres de esas personas que piensan que a nadie le amarga un dulce y sientes curiosidad por el origen de las palabras, este recorrido «gastro-lingüístico» por el mundo de la bollería, la pastelería y la confitería te va a saber muy bien

La religión católica y las festividades relacionadas con ella han dado mucho juego: desde las cocinas de las monjas hasta asaltar los cielos. Efectivamente, en los conventos se han fraguado y bautizado muchos dulces tradicionales de nuestra geografía, prácticamente desde la Edad Media hasta nuestros días.

Tal es el caso del tocino que ha llegado más alto: el tocino de cielo. El nombre le viene dado por su gran parecido con el tocino de cerdo; mientras que el apellido celestial hace referencia a las manos que lo crearon: las de las hermanas del convento de Espíritu Santo de Jerez de la Frontera, allá por el siglo xiv. Estas monjas idearon un postre a raíz del excedente de yemas que desechaban en las bodegas jerezanas cuando hacían vino.

También por las nubes podría divisarse el cabello de ángel, un dulce que se elabora mediante la cocción de la pulpa de frutas como la calabaza en una solución de azúcar muy concentrada. Dicha pulpa se deshila en una especie de tiras finas de color amarillo dorado, que se asemejaría al pelo de los querubines.

Inquilinos del cielo y de las pastelerías son igualmente los santos y las santas. No exageramos al decir que una gran mayoría de las localidades españolas tiene un dulce con un apellido sacado del santoral. Las más populares quizás sean las yemas de Santa Teresa abulenses, bautizadas así en honor de Santa Teresa de Jesús y cuya elaboración parece que comenzó en el convento de Santa Teresa de Ávila. También en un convento nacieron las madrileñas rosquillas de Santa Clara, típicas de las fiestas de San Isidro. Paisanos de las rosquillas son  los panecillos de San Antón, unas pastas llamadas así por los panes que comía el santo ermitaño durante su ayuno y que le evitaban tentaciones.

Por su parte, los reposteros catalanes crearon un pastel en honor a un santo: el martillo de San Eloy. Lo hicieron con la forma de esta herramienta para recordar al patrón de los que trabajan el metal. Menos simpática es la historia del aspa de Santa Eulalia, un dulce cuyo nombre se explica por el martirio que sufrió la copatrona de Barcelona, quien fue crucificada desnuda en una cruz en forma de aspa para que muriera en una postura indigna. La leyenda cuenta que se produjo un milagro: cayó una nevada sobre su cuerpo, lo que evitó las miradas lascivas.

Las penurias que sufrían estos mártires son tantas que, en una confitería, pueden acabar hasta en los huesos. Los de santo son unos postres de color blanco y forma alargada y cilíndrica, de ahí que se les denomine así.

La fumata blanca de la pastelería la culmina el pionono, un dulce granadino hecho en honor del Papa Pío IX o Pío Nono. El nombre se lo dio su creador, Ceferino Isla, pues era devoto del pontífice. En su inicio, se nombraba con dos palabras, pero fue Leopoldo Alas «Clarín» quien lo escribe en una sola en su novela La regenta.

Escatológicos, eróticos y algo obscenos

Sin querer parecer muy puritanos, a veces los dulces toman una deriva pecaminosa.

Las flatulencias y los senos dan nombres muy llamativos a unas galletas de Cataluña y a unas pastas de Ávila y Burgos, respectivamente. Según el cronista José María Fildalgo, los pedos de monja se llaman así por una mala traducción. En el siglo xix, un pastelero de origen italiano asentado en Barcelona llamó a su creación petto di monaca (teta de monja) pero los clientes, por hacer la gracia o confundidos, empezaron a llamarlas «pets de monja», pedos de monja. En el caso de las tetillas o tetas de monja, el nombre sí viene por su similitud con un pecho femenino. En Chinchón se les conoce como tetas de novicia. En este pueblo de Madrid, hay una leyenda que dice que las bautizó así una monja, quien, harta de un borracho que le gritaba obscenidades, le dio una y le dijo que ya podía degustar tetas de novicia cuando quisiera.

Los genitales masculinos también tienen su espacio lingüístico. Las bolas de fraile, conocidas generalmente como berlinesas, son populares en Castellón y Chinchón. Al parecer, les pusieron este nombre para ironizar sobre los eclesiásticos. Palabras mayores son los cojones de Anticristo, unas galletas típicas de la zona cántabra de Liébana. Su nombre tiene un gran tirón, pero su trasfondo histórico desvela que no se trata de algo tan malsonante. Se basa en una discusión entre el monje Beato de Liébana y el obispo Eterio de Osma con Elipando, arzobispo de Toledo, que acabó con un insulto del monje hacia este último: testiculum anticristi. Aquí, «testiculum» no se refiere a los genitales sino a «testigo, discípulo», así que lo que estaba diciendo literalmente era «discípulo del Anticristo», algo así como «hijo del demonio», pero con mejores formas.

Cuernos de ovejas, nudos marineros o palmeras

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Saliendo o no del convento, otras veces los dulces son bautizados en relación con la forma que tienen. Llama la atención que el nombre de los churros venga de los cuernos de una oveja. Los pastores castellanos que freían el pan empezaron a denominarlos ovejas fritas o churros, pues su forma es similar a la cornamenta de la oveja churra, una raza ovina originaria de Castilla y León. Con el tiempo, el nombre se fue extendiendo por el resto del país.

Otra pieza clásica, en este caso de bollería, es la palmera. Se le llama así porque, si le das la vuelta a cómo la comemos normalmente, verás que es la copa del árbol, con sus hojas, desde el tronco, apuntando hacia abajo. En Cataluña y Valencia se les conoce como gafas.

Dulce de referencia en las villas asturianas de Candás y Luanco, es la marañuela. Nació para alimentar a los marineros en sus largos viajes, ya que tienen un alto valor calórico. Esta especie de galleta recibe su nombre por su apariencia similar a los nudos marineros, ya que la zona donde se elabora mantiene una estrecha unión con el mar.

A veces, el nombre hace referencia a la forma, pero no es lo que creemos. Si alguien ha viajado en los trenes regionales andaluces hasta principios de este siglo, quizás recuerde a un vendedor gritando «¡mostachones de Utrera!» a su paso por el pueblo sevillano. Lo que este hombre vendía no era un dulce con la silueta de un gran bigote, sino un bizcocho aplanado, que es lo que significa mostaceum en latín, de donde proviene el nombre.

Otras denominaciones interesantes por la forma del dulce son las de los bizcochos de soleta o soletilla, llamados así por su parecido con la suela de un zapato; los adoquines del Pilar de Zaragoza, un caramelo que puede pesar hasta 500 gramos; las tejas y los cigarrillos de Tolosa; o las pezuñas de Almonte.

Gentilicios y algún nombre propio

En ocasiones, los dulces tienen el nombre o el apellido de un gentilicio. En Valladolid, hay unos bollos tradicionales rellenos de crema llamados abisinios. ¿Los trajeron de la actual Etiopía? Pues no, el término vino a través de las ondas hertzianas. Su creador, el pastelero Felipe Hernández, escuchaba la radio mientras trabajaba y, en el año 1935, emitían muchas noticias sobre la Guerra de Abisinia, «así que decidió darle ese nombre», relataba al Diario de Valladolid su nieto Francisco, que regenta la confitería de la ciudad castellanoleonesa «El Bombón».

En Madrid, hay unas rosquillas francesas que poseen su origen en la esposa de Fernando VI, Doña Bárbara de Braganza, que no encontraba de su gusto otras rosquillas de las que hablaremos luego. Un cocinero de la Corte, posiblemente francés, creó unas nuevas y más elaboradas. De ahí que tuvieran una seña de identidad gala.

Un clásico en la repostería de nuestro país, también debe su apellido a un lugar. Y, en este caso, sí que viene directamente de ahí: de la comarca cántabra de los Valles Pasiegos. Como habrás intuido, hablamos del sobao pasiego, cuyo nombre está relacionado el proceso de amasar una y otra vez el pan, que se conoce como sobar.

El popular brazo gitano cuenta con una teoría que explica su nombre por su procedencia. Es la que dice que lo trajo un monje berciano desde Egipto y que la denominación originaria sería brazo egipciano, pero la gente fue deformando el término hasta llegar a su condición calé actual. Sin embargo, parece que la versión que tiene más base es la de que se llama así por la compensación que recibían los caldereros gitanos cuando ofrecían sus servicios en las pastelerías; retales de bizcochos que se enrollaban para llevar fácilmente bajo el brazo.

Habituales en las celebraciones de las oficinas de nuestro país, son unos pastelillos con nombre propio que nacieron en La Roda, Albacete: los Miguelitos. De acuerdo con la historia popular, su creador, Manuel Blanco, le dio de probar el pastel a uno de sus mejores amigos, conocido como Miguelito. A este le gustó tanto el dulce que volvía continuamente a por más y en una de sus visitas se le preguntó si había pensado cómo llamarlo. Manuel le respondió: «Pues mira, como tú, Miguelito».

El esplendor árabe llegó a los nombres

mazapán

Los árabes, además de enriquecer nuestra repostería, dejaron su impronta en el lenguaje que la nombra.

Por ejemplo, el alfajor proviene de al-hasú, que significa «el relleno». Nebrija lo nombra por primera vez en su Diccionario latino-español como: «alfaxor». También la almojábana, fruta de sartén típica de Aragón, debe su nombre al término árabe almuyábbana, que significa «mezcla hecha con queso»; o la mona de Pascua, dulce que simboliza que la Cuaresma y sus abstinencias se han acabado, proviene de munna, que significa «provisión de la boca», regalo que los moriscos hacían a sus señores.

De igual forma, parece ser que los árabes fueron los encargados de introducir en España el turrón. Ya en el tratado De medicinis et cibis semplicibus, escrito por un médico árabe en el siglo xi, se hace referencia a un producto llamado «turun». Asimismo, la Real Academia acude al término árabe hispánico pičmáṭ para explicar el origen del mazapán, que a su vez procede del griego paxamadión (bizcochito), influido por masa y pan. Sin embargo, aquí hay discusión, pues algunas fuentes señalan que el nombre del dulce procede de la Península Ibérica,​ del latín martius panis (pan de marzo).

Tontas, listas, locas

Hay rosquillas y tortas que tienen unos calificativos más propios de personas que de un dulce. Nos referimos a las rosquillas tontas y listas típicas de San Isidro, en Madrid. Las primeras fueron bautizadas así por su simpleza, ya que no llevan ningún acabado especial. En el lado opuesto, están las segundas, que, gracias a su baño con azúcar fondant, tienen un mayor coeficiente intelectual.

Luego están los postres a los que se les va la cabeza, como la torta loca. Se trata de un dulce que nació en la posguerra para aliviar el hambre que había. Es típico de la provincia de Málaga y nació de la mano de un pastelero al que se le ocurrió rellenar dos discos de hojaldre con crema pastelera. El famoso pastel tomó su nombre de la canción «A lo loco se vive mejor», de Luisa Linares y los Galindos.

A estas alturas, es posible que tengas ya un empacho, así que te recomendamos un dulce que suena a medicamento para retomar fuerzas: el diacitrón. Muy popular en los siglos xv y xvi, se elaboraba a base de cidra confitada. Se tiene noticia de él en la literatura por ser lo que desayuna Calisto en la obra La Celestina.

El cruasán, como broche final

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Hemos dejado casi para el final una pieza estrella y universal de la bollería para la que siempre hay hueco: ¡el cruasán! Aunque
muchos creen que es de origen galo, hay una leyenda que sitúa su nacimiento en un hecho histórico acontecido en Austria: la resistencia vienesa ante la inminente invasión del Imperio otomano a finales del siglo xvii. Como Viena se encontraba rodeada por una muralla, el ejército invasor planeó socavar el terreno hasta llegar al centro de la ciudad. Para no ser descubiertos trabajaban solo por la noche, pero no se habían percatado de que los panaderos también trabajaban a esas horas. Estos oyeron el ruido que hacían los turcos y dieron la voz de alarma. De esta manera, se pudo repeler el ataque y los invasores se retiraron. Para celebrar el triunfo, los panaderos crearon un bollo con forma de luna creciente, la misma que lucía en la bandera otomana. El cruasán simbolizaba la manera de «comerse a un invasor». Sea o no verdad la leyenda, lo cierto es que han sido los franceses los que lo han hecho suyo con el nombre croissant, que significa «creciente» en francés, debido a su forma de cuarto creciente lunar.

En nuestro país, se españolizó el término. Sin embargo, en otros países de América Latina, tiene otros curiosos nombres: «cachitos» en Perú, Ecuador y Venezuela; «medialunas» en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay; «cangrejitos» en Costa Rica; o «cuernitos» en México.

Este reportaje tan dulce toca a su fin. Esperamos que no haya provocado empalago ni una subida de azúcar. Le vamos dar el toque final con el nombre de una tarta pacense, oriunda de Olivenza, cuyo nombre viene del latín vulgar, nos suena a fórmula mágica y que significa algo así como «un pedazo para ti, un pedazo para mí»: ¡Técula-Mécula!

Torrijas y pestiños, postres literarios y expresiones coloquiales

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Las torrijas son unos de los dulces más antiguos de los que hay constancia escrita: aparecen dos recetas muy similares en el libro De re coquinaria (s. iv-v), atribuido al romano Marco Gavio Apicio. Su elaboración era tan sencilla y simple que ni le puso nombre: se limitó a llamarla «aliter dulcia», algo así como «otro tipo de dulce».

El término torrija se forma con el verbo torrar, que procede del latín torrēre (tostar) y el sufijo «ija» (también de origen latino), usado para diminutivos, como si el postre fuera algo sencillo y de poco valor. El porqué de un nombre derivado de un verbo que significa tostar puede explicarlo el hecho de que, en sus versiones más antiguas, se trataba básicamente de una rebanada de pan que se podía tostar.

Hoy en día, las torrijas se elaboran fritas y asociamos la idea de torrar o tostar con la acción de un horno o una plancha.

En el siglo xvi, empezó a ser considerado un alimento energético para las mujeres recién paridas. Esa tradición ha marcado los nombres que se le dan en algunas regiones: las sopes de partera, en Menorca; o las torradas de parida, en Galicia.

Juan del Encina fue el primer autor que usó la palabra torrijas —o más bien «torrejas»— para definir el dulce resaltando esas propiedades. Su Cancionero de finales de siglo xv incluye un villancico en el que dice: «en cantares nuevos / gocen sus orejas / miel y muchos huevos / para hacer torrejas / aunque sin dolor / parió al redentor».

Lope de Vega las mencionó muchas veces en sus obras. Por ejemplo, en La niñez de San Isidro: «si haciendo torrijas andan, serán para la parida»; o en Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos: «porque es justo hacer torrijas a la parida, miel de romero escogida (…)».

En 1705 estaban aún tan asociadas a los partos que el Diccionario nuevo de las lenguas española y francesa las define como «rebanadas de pan fritas y untadas en miel que dan a las mujeres paridas en España».

Otro de nuestros dulces más antiguos es el pestiño. Según la Real Academia y, al igual que ocurre con las torrijas, el vocablo viene también del latín pistus (molido, triturado, machacado). El minucioso trabajo del filólogo Joan Corominas determinó que, como en el siglo xvi se le conocía como «prestiño», su origen vendría más precisamente del latín vulgar pistrinium (producto de
panadería, de molienda). Después, la palabra pasaría a pestiño por la influencia de pistar (moler).

En 1492, Elio Antonio de Nebrija ya incluye el prestiño en su Diccionario latino-español: «Zurunda, æ, por prestiño de masa».

También en su presencia en obras de nuestra literatura coinciden torrijas y pestiños. En Don Quijote de la Mancha, Cervantes cita los pestiños como «unas masas fritas que zambullían en una caldera con miel». Asimismo, en La lozana andaluza, de Francisco Delicado, el dulce se menciona como parte del repertorio culinario de la protagonista: «Sabía hazer (…) prestiños, rosquillas de alfaxor».

Otra curiosa coincidencia es que ambos postres se han convertido en expresiones coloquiales de nuestra lengua. ¿Quién no ha escuchado o dicho alguna vez aquello de «menuda torrija lleva» o «esa película es un pestiño»?

Pues bien, la primera de ellas se remonta a la tradición de servir este postre con un vasito de vino, por lo que comerse muchas torrijas implicaba beberse varios vasos de vino y, por tanto, acabar ebrio. La propia Academia recoge los significados de «borrachera», «efecto de emborracharse», «ebrio» y «borracho».

En muchas zonas de Extremadura y de Andalucía también se dice «¡vaya torrija llevas en lo alto!» o «¡qué torrija tienes!» cuando quieres decirle a otra persona que está atontada o con poca agilidad mental, sin que tenga que ser debido a la ingesta alcohólica.

Respecto a la segunda, «ser algo o alguien un pestiño», hace referencia a una persona o cosa pesada o aburrida». Parece ser que nació porque había que tirarse más de dos horas amasando con los puños para lograr hacer un buen pestiño, algo que resultaba muy latoso.

Quizás menos conocido es el origen de la expresión «ser un panoli», que viene de una torta típica de la cocina castellonense. El término que la nombra viene del valenciano, «pa en oli», pan en aceite. La propia Real Academia Española reconoce su etimología valenciana en el diccionario e incluso podemos encontrar referencias en la novela caballeresca Tirant lo Blanc, escrita por el valenciano Joanot Martorell en 1490.

Como se trata de una torta bastante simple en la elaboración, la expresión nace de esa simpleza aplicada a una persona con pocos reflejos y que muestra una excesiva candidez con las demás, pecando de confiado.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 16 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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