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23 Ago 2022
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Reportajes

Leonor López de Córdoba: el primer texto autobiográfico en castellano

Ana Bulnes

Dictadas a finales del siglo XIV a un notario, estas breves memorias son el primer ejemplo de escritura autobiográfica en castellano que se conserva

Es muy posible que cuando Leonor López de Córdoba le dictó a un notario los que consideraba los hechos más importantes de su vida no pensara que estaba haciendo nada excepcional. ¿Se planteó alguna vez el futuro que tendría ese texto siglos después? ¿Se imaginaría a investigadoras e historiadores leyéndolo una y mil veces y extrayendo cientos de conclusiones sobre por qué lo hizo, si lo que contaba era verdad, si lo que se muestra en el papel es fiel a las palabras que pronunció? Posiblemente no. Su objetivo era algo más cortoplacista. Cómo saber que una copia de su relato iba a sobrevivir el paso de los siglos. Cómo saber que eso que ella contó un día se iba a convertir en el primer texto autobiográfico que se conserva en castellano.

Nacida en 1362 o 1363 en Calatayud en casa del rey Pedro I de Castilla, Leonor López de Córdoba vio cómo su infancia acababa muy pronto. Y ni siquiera porque su padre decidiera comprometerla en matrimonio a los siete años —era lo normal y su futuro marido también era un niño—, sino porque se encontró en el bando de los perdedores de una guerra, la que enfrentó a Pedro I y Enrique de Trastámara, y los dedos de las manos aún le llegaban para decir su edad cuando decapitaron a su padre y ella acabó, rodeada de sus hermanos, marido y cuñados, en la cárcel.

Pasó ocho años en prisión, de donde solo salieron con vida ella y su marido, liberados cuando el rey Enrique II falleció en 1379. El resto de las personas con las que había sido encarcelada, sus dos hermanos, sus cuñados y trece caballeros de la casa de su padre, habían muerto de peste. Una vez liberado, el joven matrimonio se encontró con que no tenía nada: todo el patrimonio y riquezas de sus familias se había esfumado tras perder la guerra, por lo que ambos separaron sus caminos. Él se fue a intentar recuperar algo y «anduvo siete años perdido por el mundo como un desventurado». En su periplo, no encontró «ni un pariente o amigo que le hiciese bien o tuviera piedad de él», por lo que acabó volviendo igual de pobre que se había ido.

Leonor López de Córdoba, sin embargo, no se había limitado a esperar tejiendo y destejiendo. Durante los siete años que su marido anduvo perdido, ella se quedó en Córdoba con una tía suya. Después, cuando volvió su esposo, se mudaron a una casa aledaña. Y aquí Leonor empieza a medrar: gracias a ruegos a la Virgen, asegura, logra que su tía abra primero una puerta que comunique sus casas —para no tener que pasar la vergüenza de que la gente vea cómo ella y su marido van de una casa a otra a comer— y consigue que esa misma tía le compre un terreno (con la condición de que levante allí una capellanía), donde construye «dos palacios y una huertecilla, y otras dos o tres casas de servicio», relata.

Hay también momentos trágicos. En un momento adopta a un niño judío huérfano, al que mantiene para que «fuese criado en la fe». Años después, en una epidemia de peste, ese niño se contagia y, a su vez, contagia a las personas a las que Leonor López de Córdoba manda que lo velen. Todas esas personas, trece, mueren. El último, el número catorce, es el hijo mayor de Leonor, que vela al enfermo por orden de su madre y muere a los doce años. El enfermo sobrevive.

Las Memorias —nueve páginas en la copia que se conserva— acaban tras el entierro de su hijo, cuando su tía le comunica que la tiene que apartar de la familia porque sus hijas y su nuera no la quieren cerca. No está en el texto, pero sabemos qué pasó después: Leonor López de Córdoba consiguió el favor de Catalina de Lancaster, viuda de Enrique III y en aquel momento reina regente mientras su hijo era menor de edad. Se convirtió en camarera mayor y consejera muy íntima de la reina hasta que su poder aumentó tanto como sus enemigos, que lograron que acabase siendo desterrada de la corte en 1412. Murió en 1430.

De la historia a la literatura

Las Memorias de Leonor López de Córdoba fueron editadas por primera vez en 1875 por José María Montoto. Su interés, al igual que el de otros editores que se fijaron en el texto durante muchos años, era puramente histórico. Como indica Isabel Navas Ocaña en su artículo Las memorias de Leonor López de Córdoba y el canon, Montoto se fijó en el texto por lo que dice de Pedro I, que contradice algunos sucesos relatados en la Crónica del Rey Don Pedro de Pedro López de Ayala. Las Memorias pintan una figura positiva de Pedro I, algo que era poco habitual.

Hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX para que el texto llamara la atención de la crítica literaria y no solo de los historiadores. Aunque ya a principios de siglo Leonor López de Córdoba había sido reivindicada en textos como Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas, de Manuel Serrano y Sanz (1903), la mecha definitiva para empezar a estudiar las Memorias como un texto literario la encendió el hispanista británico Alan Deyermond al incluir a López de Córdoba en su Historia de la literatura española. La Edad Media y destacar su obra como el primer texto conservado del género autobiográfico en Castilla.

Desde entonces, las Memorias han sido leídas, estudiadas e inspeccionadas desde muchos ángulos, intentando dar respuesta a diversas incógnitas. Desde cuándo y por qué fueron escritas —Juan Félix Bellido Bello defiende en su tesis La primera autobiografía femenina en castellano. Las Memorias de Leonor López de Córdoba que tuvo que ser antes de junio de 1396 y que fueron escritas para llamar la atención de los reyes (en concreto, de Catalina de Lancaster)—, hasta si se puede confiar en que las palabras que leemos fueron de verdad las que dictó ella al notario.

En este último punto coinciden ya casi todos los expertos, pero no siempre fue así. Es especialmente importante porque toca de lleno la autoría del texto. Que no fuera ella quien agarró la pluma y dibujó las letras no tiene tanta relevancia, pero sí la tendría que el discurso que leemos no fuera el contado y organizado por ella sino el traducido por el notario a partir de lo dicho por Leonor. El propio Deyermond escribió más tarde que se imaginaba al pobre notario «intentando desesperadamente» plasmar en jerga legal la riada de palabras que salían de la boca de López de Córdoba. Esto enseguida se contestó desde la crítica feminista, indicando que la autora era seguramente lo suficientemente culta para conocer ese tipo de fórmulas típicas de documentos notariales.

Porque sí es cierto, y esto es algo que también ha hecho correr ríos de tinta, que en esas breves nueve páginas hay estilos muy contrastados. Por un lado, las fórmulas legales a las que ya hemos hecho referencia. Por otro, un relato sumamente personal plagado de detalles que llaman la atención del lector —al menos, del lector contemporáneo— y de fórmulas propias de la oralidad. A su hermano, cuya muerte en prisión relata, se refiere como «la criatura más bonita que había en el mundo». De cuando muere de peste su hijo, asegura que quedó «traspasada de pesar».

El modo en que elige cómo contar —y, en cierto modo, tergiversar— su historia la mete de lleno en el género autobiográfico.

Para ahora y para la posteridad

La definición canónica de autobiografía es la del francés Philippe Lejeune: «Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad». Otra definición, en la que encaja Leonor López de Córdoba de lleno, es la de Ángel G. Loureiro: «Experiencia textual de alguien que no se aguanta ya las ganas de decir quién es, de sacar a la luz la muchedumbre de seres que oculta en su almacén de realidades. Pero tampoco puede reprimir la fuerza que le lleva a situar a los demás en referencia a una visión del cosmos, del tiempo, de la vida y su trascendencia en porvenir y permanencia frágil o firme».

El fuerte carácter personal de las Memorias hace que sus intenciones parezcan a veces transparentes (o eso nos lo parece a nosotros, siglos después). Leonor López de Córdoba se presenta como alguien que ha sufrido muchas vicisitudes en la vida, pero también como una mujer cuasi elegida por la Virgen, a la que atribuye obras casi milagrosas: todo su crecimiento y acumulación de patrimonio e incluso la muerte de una enemiga (una criada de su tía que se oponía a la apertura de la puerta entre las dos casas). Deja también claro que lo malo le pasó en parte por la lealtad de su familia al rey Pedro I, abuelo de Catalina de Lancaster, cuyo favor buscaba y consiguió.

Ese es el objetivo a corto plazo y el más importante. Pero, como siempre en la construcción de un relato autobiográfico, también se lee entre líneas un querer contar su versión de unos hechos para una posteridad. Al presentarse como única superviviente de su linaje familiar tras su paso por la cárcel, contar lo previo parece especialmente importante: el papel de su padre en la guerra, por qué acabaron todos en prisión (por una traición: Enrique II no cumplió lo que había prometido para que le entregaran Carmona, ciudad en la que estaban sitiados Leonor, su familia y, según asegura —pero no era cierto—, las hijas del rey Pedro I).

Consiguió ambos objetivos: a Catalina de Lancaster y una versión de la historia que contradice el relato único que solemos tener, el de los ganadores. Además, se hizo un hueco en la historia de la literatura con algo que posiblemente ni sospechase: ser la autora del primer texto autobiográfico en castellano. Todo con el extra de hacerlo siendo mujer. Como indica Bellido Bello, con su escritura rompe un tabú: «De convertirse en protagonista de su propia historia, de reconstruir lo perdido, de afirmar su propia verdad y la verdad histórica como ella la interpreta, de llegar de la nada al todo, y de mantener la constancia de su lucha».

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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