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17 Ago 2022
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Reportajes

La nomenclatura biológica o cómo bautizar con fundamento

Fernando Pardos

Una herramienta exacta para organizar el Babel de los seres vivos, con el latín como lengua base, que Linneo sistematiza y en la que los biólogos adjudican los epónimos

La catalogación de la biodiversidad es una tarea básica de la ciencia. Ciencia universal, sin fronteras. Ni geográficas, ni políticas, ni sociales, ni lingüísticas. Estas últimas son, más que fronteras, barreras para la comunicación. Y la comunicación es esencial para la ciencia. En ciencia, no existe lo que no se hace público, lo que no se publica, lo que no se pone a disposición de, al menos, la comunidad científica. Por eso, por motivos prácticos, la ciencia busca y utiliza una lingua franca, que no tiene por qué ser fija o inmutable. Ahora lo es el inglés, como ayer lo fueron el francés o, casi, el alemán. ¿Y nuestra lengua? El español no puede pretender ser la lingua franca de la ciencia si ninguno de los países que lo hablan es, ni ha sido, una potencia científica de primer orden. Pero eso ya es otro artículo.

Otra cosa es la terminología científica y uno de sus aspectos principales, la nomenclatura. La física nombra sus fuerzas y sus elementos, la química sus compuestos y sus reacciones, la medicina nuestras afecciones. Y lo que nos ocupa aquí, la biología, nombra a los seres vivos a través de la nomenclatura biológica. ¿Por qué una nomenclatura especializada para los seres vivos? ¿No basta con los nombres que para ellos tiene la lengua común?

La biología es la ciencia que nos sitúa en el mundo de lo vivo, que nos hace comprenderlo y sentirnos parte de él. Y para conocer a los seres vivos lo primero es darles un nombre, como a cualquier otra cosa que nos rodea; y esto es así desde el mandato del Génesis. Eso, en la lengua general, tiene al menos dos problemas: uno, que solo se nombra con precisión lo que se conoce o tiene alguna utilidad. El resto cae en la categoría de «bicho», «bestia», «árbol» o simplemente «animal» o «planta». Lo cual está muy bien desde el punto de vista de la lengua, pero es demasiado vago para la ciencia. Dos, algo que tiene nombres distintos no solo en lenguas diferentes, sino en la misma lengua (¿de cuántas maneras podemos llamar a un cerdo en español?), plantea indudablemente problemas de comunicación que no convienen a la ciencia. Como advirtió J. C. Bradley: «Los lenguajes comunes crecen espontáneamente en innumerables direcciones, pero la nomenclatura biológica tiene que ser una herramienta exacta que transmitirá un significado preciso a las personas de todas las generaciones».

El ilustrado Linneo (1707-1778) ofrece un medio para organizar este nuevo Babel: la clasificación sistemática de los seres vivos, que agrupa en conjuntos o taxones ordenados jerárquicamente. Nace así la taxonomía moderna, o ciencia de la clasificación. Y su corolario inmediato, una nomenclatura inequívoca y universal que denomine a los seres vivos bajo el criterio de la biunivocidad: un nombre para cada ser vivo y cada ser vivo con un solo nombre.

Hasta el XVIII los nombres de las especies eran descripciones abreviadas a modo de telegrama, por supuesto en latín. Un botón: la planta que llamamos clavel era, hasta Linneo, Dianthus floribus solitariis, squamis calycinis subovatis brevissimus, corollis crenatis. O cualquier otra variación del mismo jaez. Linneo lo abrevia, reduciéndolo a dos palabras: Dianthus caryophyllus.

Linneo sistematiza, nunca mejor dicho, y su complejo entramado teórico queda plasmado en convenciones formales que lejos de ser gratuitas, yo calificaría de geniales.

Elige el latín como lengua base para la nomenclatura biológica. No solo es tradición desde los escritos monacales del medievo como último reducto de la cultura; también es equidistancia: nadie lo reivindica como propio. Y además, como lengua muerta, no está sujeta a los vaivenes y mutaciones propios y lógicos de cualquiera de las vivas. En suma, es estable. Otra lengua clásica, el griego, complementa al latín, pero adaptada a los usos y convenciones de este. Cualquier otra lengua es utilizable, pero bajo las mismas condiciones.

Además, Linneo restringe y fija el número de palabras que componen un nombre científico. Tengamos en cuenta que hay muchas más especies que palabras en cualquier idioma. En casi todos los niveles jerárquicos de la clasificación (reino, filo, clase, orden, familia, género), los taxones se designan con una sola palabra (filo moluscos, clase mamíferos, orden roedores, familia équidos, género Rana).

Pero para el nivel fundamental, la especie, una sola palabra no basta, y más de dos resulta poco práctico e ingobernable. Tres son multitud. Por eso los nombres de las especies constan de dos palabras: el nombre genérico (el género, la categoría superior) y el nombre o epíteto específico. A los lexicógrafos quizás les suene aquello de «género próximo» y «diferencia específica» de la clásica teoría aristotélica de la definición. Nada nuevo bajo el Sol…

Antes de pasar a los rasgos característicos de los nombres científicos de los seres vivos, veamos someramente el entramado teórico subyacente, que se plasma en los Códigos Internacionales de Nomenclatura Zoológica y Botánica, casi gemelos.

Si la taxonomía clasifica a los seres vivos en conjuntos organizados jerárquicamente, los taxones, la nomenclatura se ocupa de dar nombre a dichos taxones en todos los niveles jerárquicos. Está claro que lo importante, pues, es el criterio de clasificación, que cambió en el siglo XIX de la semejanza morfológica de Linneo al parentesco evolutivo darwiniano. Sin embargo, aún seguimos utilizando muchos nombres acuñados originalmente por Linneo (la L. que sigue a tantos y tantos nombres científicos como indicación de su autoría). Porque en muchas ocasiones, la semejanza morfológica no es sino el reflejo exterior del parentesco evolutivo. Eso que la lengua general llama acertadamente «un aire de familia».

El criterio de prioridad mueve los engranajes del Código para lograr los objetivos de estabilidad y universalidad. Lo que no significa que los nombres sean inmutables. De hecho, no es así, cambian continuamente. Pero no por capricho. Solamente si, cual detectives taxonómicos, descubrimos nuevas relaciones de parentesco antes desconocidas y que impliquen un reagrupamiento taxonómico nuevo, los nombres deben cambiar en consecuencia. Lo bueno es que es el propio Código quien recoge y regula cómo y por qué hacerlo.

La nomenclatura impone reglas de escritura de los nombres científicos de las especies, que se superponen o sobrevuelan las normas ortográficas de las lenguas: todo el nombre científico (dos palabras) debe escribirse siempre en letra cursiva, para denotar su carácter nomenclatural; el nombre genérico (primera de las palabras) siempre tendrá inicial mayúscula, pero el nombre o epíteto específico (la segunda), nunca. Los taxones supraespecíficos se designan por una sola palabra latina que no sigue esta convención.

Con todo lo rígido que pueda parecer el sistema, lo aplican los biólogos, que al fin y a la postre son humanos y se comportan como tales. ¿Cómo «fabrican» los nombres científicos? Linneo aprovechó que iba por delante y bautizó a muchas especies por el expedito procedimiento de utilizar sus nombres en latín. Por eso el lobo es Canis lupus, el búho Bubo bubo y la mosca común Musca domestica. Muchas otras veces son descriptivos y se refieren a algún rasgo sobresaliente o distintivo del animal o planta. Así desde los simples Lacerta viridis, un lagarto, Bufo viridis, un sapo, Anemonia viridis, una anémona, podemos complicarlo un poco si combinamos colores: Hierophis viridiflavus, la culebra verdiamarilla. Libelloides longicornis es un insecto de largas antenas y Branta ruficollis es un pato de cuello rojo. A veces la descripción no es morfológica, sino de comportamiento: Pernis apivorus es un halcón que se alimenta de abejas y Dionaea muscipula una planta carnívora atrapamoscas. Pueden darse ambos tipos de descripciones incluso a la vez. El oso hormiguero, Mirmecophaga tridactila, se alimenta de hormigas y tiene tres dedos en sus patas. En taxones de nivel supraespecífico también las descripciones son corrientes: los moluscos (Mollusca) tienen el cuerpo blando, los mamíferos (Mammalia) portan mamas y los tardígrados (Tardigrada) son de andar pausado.

Anophtalmus hitleri

Otros nombres hacen referencia al lugar, región o país donde viven o donde fueron descubiertos. Hay dos especies de elefante, el indio Elephas indicus y el africano Loxodonta africana. El ñandú común, que vive en las grandes llanuras y pampas de Sudamérica, se llama Rhea americana. El olivo es Olea europaea y yo mismo he bautizado como Echinoderes hispanicus a un pequeño invertebrado marino que apareció por primera vez en España. Conviene añadir aquí que el Código, de forma elegante, no obliga, pero sí recomienda que para estos casos se usen en lo posible los topónimos latinos mejor que los actuales. Sería más apropiado que una especie dedicada a Zaragoza se llamara X. cesaraugustae y no X. zaragozana.

Pero donde los biólogos se sueltan la melena es con los epónimos. Es posible designar una nueva especie con el nombre de una persona, generalmente con la idea de rendirle homenaje y perpetuar su memoria. Suele hacerse con el nombre o epíteto específico (la segunda de las dos palabras que componen el nombre científico). Hay, claro, que latinizar el nombre, colocando la terminación propia del caso genitivo latino, de forma que pueda interpretarse como «… de fulano». Así, existen multitud de nombres específicos formados por un apellido terminado en i, si el personaje es un hombre, o en ae si es una mujer. Dendrobaena alvaradoi es una lombriz de tierra dedicada por sus discípulos a mi antiguo maestro, el académico de la Española Rafael Alvarado. Son muchas las especies que comparten un darwini en homenaje al padre de la selección natural. Yo mismo tengo el honor de que un microscópico gusano marino descubierto en 2017 se llame Tubiluchus pardosi. Y también he hecho uso de esa prerrogativa como autor y he dedicado especies a mi esposa y mis hijas.

Por supuesto, un mínimo de elegancia hace que haya una regla no escrita por la que un autor no se dedica una especie a sí mismo. O sí. Existe una especie de escarabajo denominada Cartwrightia cartwrighti cuyo autor es ¡un tal Cartwright! Hecha la ley, hecha la trampa. Este señor consiguió que sus colegas le dedicaran un nombre de género, Cartwrightia, y posteriormente él mismo dedicó una especie de ese género a su propio hermano. Todo queda en la familia…

Alguno de estos epónimos ha tenido el éxito suficiente como para pasar a la lengua general, especialmente ciertos nombres de plantas muy populares, como gardenia, fucsia, buganvilla, begonia, dalia, camelia.

La cosa se puede complicar más. Pueden dedicarse especies a personas reales o a personajes imaginarios, y a veces los límites se llevan a los extremos de la extravagancia o incluso del mal gusto. Hay un escarabajo cavernícola ciego, que solo vive en una cueva de Eslovenia, que responde al nombre de Anophtalmus hitleri. Así lo designó un científico alemán en 1933, año del ascenso al poder del dictador. El problema es que el inocente escarabajo, ignorante de su lacra nominal, es objeto de deseo de coleccionistas con inclinaciones políticas, que han esquilmado su escasa población y obligado a las autoridades a cerrar las cuevas donde habita. Pero lo normal es que el descubridor de una especie sea admirador de alguien, desde una figura académica en su campo de investigación hasta personajes públicos. George Bush, Barack Obama y Donald Trump tienen especies dedicadas, del mismo modo que las tienen todos los componentes de los Beatles, los Sex Pistols, Arthur Garfunkel o Lady Gaga.

Puede que el nombre no sea realmente un homenaje, sino que hay algún rasgo que recuerda al homenajeado. Existe una especie de mosca de Hawái que al morir queda con las patas torcidas, lo que a su descubridor le recordó las posturas de Charlie Chaplin. Dicho y hecho, la mosca se llama Campsicnemus charliechaplini. Y la avispa Aleiodes shakirae se llama así porque provoca en las orugas a las que parasita un movimiento frenético del abdomen.

A veces las dedicatorias consiguen efectos… digamos colaterales. Un zoólogo español, especialista en babosas, quiso rendir homenaje a su maestro y le dedicó una especie utilizando su nombre de pila, Darío. Pero la babosa en cuestión pertenecía al género Furcopenis lo que unido al nombre específico del homenajeado resultó en Furcopenis darioi, es decir «el pene bifurcado de Darío». Con amigos así… Otro ejemplo, esta vez intencionado. El profesor W. J. Holland fue director del Carnegie Museum, en Pittsburgh, Pensilvania. Y tenía la costumbre de imponerse como autor de todas las publicaciones originadas en su institución. Unos paleontólogos del museo le dedicaron una especie de mamífero fósil de la familia de los suidos, incluida en el género Dinohyus. El resultado fue Dinohyus hollandi, «el cerdo terrible de Holland».

La mitología ha ocupado un lugar preeminente en la nomenclatura de animales y plantas. No en vano, los científicos desde la Ilustración poseían generalmente una excelente formación en humanidades y cultura clásica (¡qué envidia!). El mismo Linneo, gran aficionado a las mariposas, bautizó muchas de ellas con nombres procedentes de la Ilíada de Homero. Así existen las especies Papilio ajax, P. nestor, P. ulysses, P. hector, P. eneas y muchas otras. Sabido es que el consumo de chocolate en la cultura azteca estaba restringido a los altos sacerdotes. Por eso el nombre científico del árbol del cacao es Theobroma cacao, «el alimento de los dioses».

Y de las mitologías clásicas a las nuevas. El universo de Tolkien ha sido frecuente fuente de inspiración. El mago Gandalf ha dado nombre a Macrostyphlus gandalf, un pequeño gorgojo. Y una escolopendra habitante de cavernas húmedas se llama Gollumjapyx smeagol. Las nuevas mitologías saltan hoy, sin solución de continuidad, de la literatura al cine y la televisión. Los mundos de la saga creada por George Lucas también han merecido mucha atención. Hay una voraz avispa de color negro que responde por Polemystus vaderi, que tiene además una prima con el cuerpo cubierto de abundante pilosidad que se llama, cómo no, P. chewbacca.

¿Qué sería de la mitología sin dragones, los animales fantásticos por excelencia? Existen unos animales marinos microscópicos que los anglosajones llaman «dragones del fango». Pues bien, la pequeña comunidad científica que estudia estos organismos, en la que me incluyo, usa a menudo nombres de dragones de todas las épocas, todas las culturas y todas las leyendas para bautizar a sus criaturas. Incluso de forma redundante: hace solo dos años que mis colegas bautizaron a uno de estos microanimales como Fujuriphyes viserioni, juntando en un solo nombre La Historia interminable y Juego de Tronos. Así somos de frikis, en las tres acepciones de la RAE.

El mundo del cómic no podía permanecer al margen. Otocinclus batmani es un pequeño pez con una mancha en la cola que recuerda al símbolo del hombre murciélago. No es el único, un arácnido y una cigarra también llevan su nombre. ¿Se acuerdan de la mosca de Chaplin? Pues este mismo autor bautizó a otra mosca del mismo género, esta vez de Tahití, como Campsicnemus popeye porque tiene las patas abultadas por su potente musculatura. El género de gorgojos Trigonopterus tiene tres especies que homenajean a los personajes de Goscinny y Uderzo: T. asterix, T. obelix y T. ideafix. Y los famosos pitufos (Smurfs en su versión anglosajona) han dado nombre a un escarabajo, Agra smurf, y a un bivalvo fósil, Carditella pitufina. La lista es interminable.

Antes me he referido, siquiera de pasada, a la estabilidad de los nombres regulados por el Código. Tan es así que hasta los errores al asignar un nombre quedan fijados a perpetuidad. Y me refiero a los errores, no a las incorrecciones, que sí admiten enmienda posterior. Citaré, para terminar, dos errores en los que está implicado Linneo, nada menos. El naturalista sueco recibía ejemplares de todo el mundo, que estudiaba, clasificaba y bautizaba. Entre ellos se encontraban especímenes del ave del paraíso esmeralda, un pájaro de Nueva Guinea con plumaje espectacular. Como los cazadores indígenas que preparaban los animales una vez muertos para su envío les cortaban las patas para facilitar el embalaje, se difundió la creencia de que carecían de ellas y se mantenían siempre volando. De ahí su nombre, originado en un error, pero correctamente formado y por lo tanto, válido. El otro caso también se refiere a un ave, esta vez de gran porte, la grulla coronada Balearica regulorum. Linneo no la denominó así en 1758, sino que fue enmendado por Brisson en 1760. Este retomó a ciegas una referencia de Aldrovando en 1603, quien a su vez lo toma nada menos que de una confusa frase del romano Plinio. El caso es que esta espectacular grulla, propia del África subsahariana, nunca habitó las islas Baleares. Pero su nombre permanece, como testigo de una cadena de errores que nadie se molestó en comprobar, desde los romanos hasta hoy. Nos recuerda así que la ciencia y sus aseveraciones son inmutables… hasta que se demuestra lo contrario.

Al final, la pregunta del millón es ¿y quién y cómo controla todo esto? Existe la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica (ICZN) y su equivalente botánica, pero no se ocupan del registro de los nombres, sino de resolver conflictos nomenclaturales. El registro se inició en 1864, cuando la Zoological Society of London creó una publicación que se ha mantenido hasta la actualidad, el Zoological Record, hoy en formato electrónico. Se recomienda a los autores que den noticia de sus trabajos a esta publicación, que por su parte realiza búsquedas bibliográficas exhaustivas. No obstante, en 2012 el ICZN creó un registro central con una inmensa base de datos, incluidos los del Zoological Record, denominada ZooBank, donde los autores de un trabajo taxonómico registran sus actos nomenclaturales, en la mayoría de los casos como un requisito de las propias revistas previo a la publicación.

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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