PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

Archiletras es posible gracias al apoyo de las siguientes empresas e instituciones

Junta castilla jcm
02 Nov 2022
Compartir
Diccionario

La lengua española, en seis diccionarios de autor único

Rafael del Moral

Seis lexicólogos elaboraron en solitario utilísimos repertorios léxicos en los cinco siglos de vida de los diccionarios impresos. Hoy el resultado de esta labor personal de impronta huraña y exclusiva ha hecho ya historia

La labor lexicográfica es hoy tarea de equipo, y la plataforma virtual el soporte que más publicaciones recibe. En 2021 las consultas al Diccionario digital de la RAE rondaron los mil millones. Ya no aparecen diccionarios en papel porque es mucho más práctico y eficaz consultar en línea. Por la misma razón, ya no se imprimen los pesados volúmenes de las enciclopedias.

La historia, sin embargo, ha dejado una sugestiva huella de seis lexicólogos que elaboraron en solitario utilísimos repertorios léxicos en los cinco siglos de vida de los diccionarios impresos, desde 1492, unas décadas después de la aparición de la imprenta, hasta 2009, unos años antes de la generalización del soporte electrónico.

A finales del siglo XV, coincidiendo con la llegada del castellano a territorios del sur de España, apareció la primera colección seria y consistente del léxico de una lengua heredera del latín. Lo había redactado el humanista Nebrija. El segundo, a principios del XVII, se lo debemos a Covarrubias. Su recopilación de voces se mantuvo viva durante el Siglo de Oro y mucho más. En el siglo XVIII los académicos toman a su cargo el léxico y eclipsan la labor individual. En el XX, el gran siglo de la lingüística, tres lexicólogos hacen sombra a la Academia con sus iniciativas, dedicación y aciertos. Casares dejó huella en la presentación del léxico en disposición onomasiológica, es decir, en informar sobre las voces que comparten un campo semántico. Moliner acercó la palabra al pueblo, la explicó para que se entendiera. Y Corripio colocó de manera lógica y sencilla cientos de miles de palabras para que el usuario pudiera servirse del término más adecuado. Una vez entrado el siglo XXI se imprimió el sexto, y probablemente último, repertorio impreso, el Diccionario ideológico – Atlas Léxico, del que soy autor.

Los grandes diccionarios de autor solitario, pues los colectivos utilizan otros procedimientos, son resultado de una labor personal de impronta huraña y exclusiva. Suelen estos autores, expertos en la valoración de las palabras y las expresiones, encontrar lucidez cuando dejan estas de molestar en la inteligencia y se ajustan y acomodan con delicadeza, y se manejan con experiencia y sabiduría. Nebrija, que tuvo un talento excepcional, publicó su obra con 50 años, Covarrubias a los 72, Casares a los 64, Moliner a los 66 y Corripio a los 57. Todas son obras de madurez, que es cuando se acomodan las voces después de muchas veces empleadas. El lingüista inglés Roget redactó en solitario el diccionario más popular de la historia de la lengua inglesa, el Thesaurus, y lo publicó a la edad de 73 años; y Littré, autor de cinco tomos de un excepcional diccionario francés de autoridades, a los 74.

1. ‘Diccionario Latino-español, Español-latino’ de Nebrija (1492)

Nebrija

Nebrija, humanista fascinante de una erudición que desborda las conjeturas, ya era conocido y reconocido a los 37 años por ser autor del libro más vendido en su época. Se publicó más de cien veces en más de veinte ciudades españolas y europeas. Se llamó Introductiones latinae y sirvió para que sus contemporáneos aprendieran latín, algo parecido a lo que sucede hoy con los métodos de aprendizaje de inglés.

En el año 1492, época de unificación territorial y medio siglo antes del primer diccionario de la lengua francesa, el de Robert Estienne, para quien Nebrija sirvió de modelo, ya había escrito el humanista lebrijano la primera gramática española, y ese mismo año el primer repertorio de palabras latinas y su correspondencia, al que tituló con la lengua de más calado, Lexicon hoc et dictionarium ex sermone latinum ex hispaniensem, es decir, Diccionario de palabras latinas y su correspondencia en la lengua de los españoles, con unas 28.000 entradas. Tres años más tarde apareció su versión inversa, Dictionarium ex hispaniensi in latinum sermone, en el que, en un paso más, con frecuencia aparecen, además de equivalencias, las familias léxicas de una lengua que se preparaba para un desarrollo y nivel literario equiparable al de la Italia renacentista, la de la Roma imperial y al griego del Peloponeso. Le daba un espaldarazo a la lengua neolatina aun sin saber el prestigio y repercusión que había de tener en España, en Europa y en el mundo. La lengua que el erudito renacentista elevaba ahora a la categoría del latín había nacido unos siglos antes y ya había sido utilizada de forma magistral en El cantar de Mío Cid, en la obra de Gonzalo de Berceo y en la prosa del rey sabio Alfonso X, y estaba a punto de aparecer una de las más grandes obras de la literatura universal, La Celestina.

Nebrija

Elio Antonio Martínez de Cala y Xarana (1444-1522), conocido como Antonio de Lebrija por su localidad natal​ (antigua Nebrissa Veneria), se dedicó exclusivamente a su obra después de haber sido profesor en Salamanca. Considera al latín como lengua superior y lamenta los frecuentes arabismos del castellano, que tacha de vocablos bárbaros y extraños. Piensa también que cuanto más se acerca una lengua a la latina más se acerca a la perfección.

No copió de fuente alguna. Trabajó con los materiales que él mismo había ido recopilando con una extraordinaria visión de futuro. Presentía que la lengua de Castilla iba a ser unificadora de reinos, del mismo modo que figuras florentinas como Cristoforo Landino o Lorenzo de Medici habían profetizado que la lengua toscana había de servir para la unificación lingüística de Italia. De ahí su conocida máxima: «Siempre la lengua fue compañera del imperio».

2. ‘Tesoro de la Lengua Castellana’ de Covarrubias (1611)

Retrato de Sebastian de Covarrubias

La historia propia de la lexicografía de la lengua española había de iniciarse cuando un canónigo de la catedral de Cuenca que había nacido en Toledo en 1539 sacó a la luz su Tesoro de la lengua castellana dos años antes de su muerte, que acaeció en 1613. Sebastián de Covarrubias había estudiado en Salamanca, ocupado el puesto de capellán de Felipe II y sido consultor del Santo Oficio. Con currículo tan dispar se alzó como el autor de la más valiosa obra lexicográfica publicada entre Nebrija y el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española. La consulta de la obra del canónigo sigue siendo válida para entender a los escritores del Siglo de Oro, y sigue siendo útil para establecer el sentido de la literatura clásica española.

El prelado Sebastián de Covarrubias da noticia de las acepciones de unas once mil palabras, incluidos nombres propios, dialectalismos castellanos o andaluces, vulgarismos, tecnicismos y arcaísmos en desigual extensión, a veces unas pocas líneas, otras, varias páginas. Informa también de la etimología, de las autoridades que refrendan el uso, y de las equivalencias en latín. Diserta con gracia y erudición sobre ellas y proporciona abundantes informaciones de tipo enciclopédico, incluso citas literarias y opiniones personales, divagaciones, anécdotas…

Tesoro

Y todo ello con una ortografía que quiere recoger con fidelidad el sonido, pero que no está definida, ni lo va a estar hasta más de un siglo más tarde, cuando la Real Academia elabore su Diccionario de Autoridades (1726-1739), que tuvo muy en cuenta a Covarrubias, y como muestra de su reconocimiento citaron al canónigo en el prólogo.

Nadie volvió a tomar en solitario la tarea de abordar en serio y en su conjunto el léxico de nuestra lengua durante el siglo XVII, ni el XVIII, ni el XIX, pero sí hubo dos lexicólogos excepcionales, también investigadores solitarios, para dos lenguas que caminaban al mismo ritmo que la española.

Peter Mark Roget concibió posiblemente la mejor colocación de palabras y expresiones de todos los tiempos. Lo llamó con un título preciso que diera cumplida cuenta del contenido: Thesaurus of English Words and Phrases Classified and Arranged so Facilitate Expression. Ideas Assist Literary Composition. Desde muy joven, tal vez unos 25 años, se dedicó a coleccionar y colocar palabras ordenadas por significados hasta publicar su obra en 1852.

Roget murió a los 90 años sin conocer la segunda edición de su Thesaurus. Se fue sin imaginarse que se editaría más de sesenta veces, que se extendería, acompañando a la propagación de la lengua inglesa, por todo el mundo, que se actualizaría en más de cincuenta ocasiones, que se venderían más de treinta millones de ejemplares, y que sería un compañero indispensable para muchas generaciones. Reconocido como un clásico y difundido en baratísimas ediciones de bolsillo, ocupa hoy un lugar privilegiado en las estanterías de los hogares anglófonos. La clasificación de palabras de Roget ha superado el test del tiempo y se ha mostrado capaz de absorber los nuevos conceptos y el vocabulario técnico con la estructura que él ideó.
Émile Littré publicó un majestuoso diccionario de autoridades capaz de desbordar la labor de todo un equipo académico y varios centenares de becarios. Lo llamó, con sencillez, Dictionnaire de la langue française. Contiene para cada lema una larga y selecta colección de citas, frases con sentido redactadas por autores de prestigio. Algo así como nuestro Diccionario de Autoridades, pero mucho más esmerado. Todavía hoy sabe el usuario que ha de encontrar satisfacción en la búsqueda. El ejemplar que el anciano Émile entregó a la imprenta constaba de 415.636 páginas, que se almacenaron en fajos de mil hojas en ocho grandes cajas. Sin duda la mayor obra lexicográfica realizada hasta entonces en cualquier lengua.
Roget y Littré coinciden en profesión, pues los dos fueron médicos; en trabajo, pues los dos dedicaron su vida a las palabras; en vidas solitarias y, como no, en trastornos depresivos. Sin esto último, qué paradoja, tal vez habría sido imposible conseguir obras tan minuciosamente elaboradas, pues la clasificación de Roget, modesta en páginas, es el fruto de un sutilísimo trabajo de colocación de las voces usadas por la lengua inglesa.

3. ‘Diccionario ideológico’ de Casares (1959)

Casares

Julio Casares Sánchez (1877-1964) es autor riguroso y ameno, e inventor en España de la lexicología onomasiológica, si exceptuamos el trabajo en equipo de su antecesor Eduardo Benot. Estudió derecho, que no lingüística, pero también música. Con 29 años era violinista en la orquesta del Teatro Real de Madrid, trabajó luego en un taller de ebanistería y más tarde abandonó toda actividad remunerada para concentrarse en la preparación de unas oposiciones para funcionario, empleo que tanto asegura la estabilidad de los investigadores. Por lo demás, como tantas veces ocurre, desarrolló una carrera guiada por el trabajo y la fortuna.

Fue agregado cultural de la embajada de España en Tokio, cultivó en Madrid los círculos intelectuales, escribió ensayos y artículos relacionados con la lengua y la literatura, ganó prestigio intelectual y, en su progresivo ascenso en puestos de la administración, fue nombrado delegado de España en la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra, y más tarde miembro de la Real Academia Española, y luego, en 1936, secretario perpetuo, cargo desde donde propuso la elaboración de un diccionario ideológico. Los académicos no creyeron en él. Emprendió entonces por cuenta propia la tarea y publicó en 1942 una primera edición, y la definitiva en 1959.

Dividió su obra en tres partes. La tercera, la semasiológica, la más extensa, es un amplio listado alfabético de palabras y significados. La primera, parte sinóptica, es una atractiva y simpática clasificación desarrollada en 38 cuadros que clasifica los grandes campos semánticos de una lengua. La central, la analógica, recoge su aportación al estudio del léxico.

Casares

Casares se inspira en Roget, pero no se atrevió a abordar el revolucionario orden semántico o lógico del inglés que suponía abandonar el orden alfabético para clasificar por significados afines encabezados con un lema o palabra de amplio contenido. Para Roget, por ejemplo, la palabra boda, elevada a la categoría de concepto general, es la entrada o campo semántico número 894 de 980. En su desarrollo aparecen, en grupitos, todas aquellas voces relacionadas: las que denominan a los enamorados, las que aluden a los tipos de bodas, las que designan los grados de parentesco, las que se refieren a las situaciones de la ceremonia, las expresiones… Y así hasta un total de unas trescientas. El siguiente grupo, el 895 se llama celibato, y el 896, divorcio.

Julio Casares desmenuza el léxico de manera parecida, pero en orden alfabético de campos semánticos, unos dos mil. Al conjuro de la idea ofrece en tropel las voces, seguidas de las sinonimias, analogías, antítesis y referencias. Nos regala un metódico inventario del caudal de vocablos conocidos, desconocidos, olvidados o perdidos y agazapados en columnas.

Murió con casi 90 años pensando más en la vida de sus revoltosas palabras, me imagino, que en cualquier otra peregrina y triste imagen de la senectud.

4. ‘Diccionario de uso de la lengua española’ de Moliner (1966)

Moliner

Si por cualquier circunstancia María Moliner hubiera dejado su obra inacabada o casi acabada, no la llamaríamos lexicóloga, sino bibliotecaria. Hija y nieta de médico rural, tuvo la fina y delicada educación de una familia escogida. Nació en Paniza, provincia de Zaragoza, en 1900. Estudió Filosofía y Letras, sección de Historia, única especialidad por entonces. A los 22 años disponía de una plaza de funcionaria. Con una máquina de escribir, un lápiz y una goma, sin privilegio universitario, ni académico, ni ayudas, ni becarios, redactó su diccionario. La editorial Gredos lo publicó en 1966-67, primer y segundo volumen.

El Diccionario de uso no es ninguna broma. Ofrece todo lo que figura en el de la Academia y se aleja del tono solemne para adoptar una redacción cercana, llana, que rompe este juego propio de los lexicólogos sumisos, que desmonta definiciones académicas y que las traduce al español del siglo XX y, en muchos, casos añade la precisión que les faltaba. Consciente de la necesidad de informar sobre la familia de las palabras, añade, como hacía Covarrubias, su parentesco, es decir, la línea familiar hereditaria o familia léxica. De esta manera nos informa de los hijos o nietos de la palabra calor, pongamos por caso: caloría, caloricidad, calurosamente, caluroso, calorífero, calorífugo, calorimetría y calorímetro. Y si eso fuera poco, informa de los primos hermanos de las palabras, y de sus primos lejanos, y ofrece todo un campo de parentesco o campo asociativo. De esa manera, en la misma entrada encontramos el origen, el significado, la línea familiar hereditaria y los parentescos.

Y se detiene a regalarnos algunos ejemplos de frases donde la palabra aparece en su contexto. ¿Podía darse más audacia, más arrogancia intelectual en la humilde bibliotecaria? Pues bien, añadiremos una característica más que no contemplaba la Academia: la distinción de dos grandes niveles dentro del léxico, el de las palabras y acepciones usuales, y el de las infrecuentes, diferenciadas por medios tipográficos.

Moliner

María Moliner murió sin notoriedad. Reconocida por unos pocos, silenciada por otros, ignorada por la mayoría, debió de ser consciente de la importancia de lo que había hecho, aunque también de que tal vez su obra podría pasar inadvertida.

Quienes por entonces estábamos en la Universidad Complutense vimos pasar por allí a los dramaturgos (Buero Vallejo, Francisco Nieva…), a los lingüistas (Manuel Alvar, Antonio Tovar, Lázaro Carreter, Eugenio Coseriu…) a los poetas (Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Blas de Otero), a los novelistas (Juan Benet, Carmen Martín Gaite…), pero nunca a María Moliner. A nadie se le ocurrió acercar a quien tan cerca vivía de nuestras aulas, nadie le concedió la categoría de los otros.

En 1975 sufrió una alteración cerebral, tal vez Alzheimer, que la tuvo alejada de la vida pública hasta su muerte en 1981. Fue entonces, como tantas veces sucede, cuando se disparó la fama de la bibliotecaria aupada por un artículo que el autor de Cien años de soledad publicó en el periódico El País. La necrológica elogiaba el Diccionario de uso a tal extremo que el novelista colombiano despertó las conciencias, y solo entonces se multiplicó la difusión.

Hoy el Moliner languidece, por razones comerciales, en papel encuadernado, sin posibilidad de consulta en la Red.

5. ‘Diccionario de ideas afines’ de corripio (1985)

Corripio

Fernando Corripio Pérez nació en Madrid en 1928. Estudió Filología inglesa. Trabajó como traductor, pero también en la marina mercante. Publicó un Diccionario de sinónimos y antónimos que le sirvió de base para la redacción de su Diccionario de ideas afines, ocho años antes de morir. Su aportación a la lexicografía contiene 400.000 palabras ordenadas, pero también repetidas hasta la saciedad por las exigencias de la presentación alfabética. Aunque Corripio no fue académico ni profesor universitario, su obra alcanzó una extraordinaria difusión y uso.

Su aportación a la onomasiología se funda en la relación hiperónimo o palabra de mayor contenido significativo e hipónimo o palabra de significado contenido. Así pensado, Corripio ofrece torrentes de voces agazapadas, seguidas, conectadas, palabras que despiertan un abanico de significados. Como la ordenación de lemas es alfabética, necesita incorporar entradas sin más desarrollo que unos cuantos sinónimos. Rinde así su trabajo al método de búsqueda tradicional, pero su aportación se concentra en sus tres mil artículos básicos, que vienen a ser, incrustados en el revuelto alfabético, las necesidades de la organización de nuestro mundo conceptual.

El Corripio fue un excelente diccionario ideológico, buscador de palabras, que no de significados, del que se sirvieron los escritores durante muchos años.

6. ‘Diccionario ideológico – Atlas Léxico de la Lengua Española’ de Del Moral (2006)

Rafael del Moral

Resulta particularmente ambiguo y pretencioso hablar de uno mismo. Lo sé. A falta de historiador que lo relate y desde mi humilde condición de Lazarillo, me permitirá el lector que cuente los caminos que me han traído hasta la autoría del Atlas léxico. Así, si llegara el caso, el futuro cronista podrá llenar sus páginas sin equívocos.

Mi diccionario ordena el universo de las palabras para facilitar la indagación de su estructura. Clasifica términos de todas las épocas y del hispanismo actual con la intención de contestar a preguntas como: ¿Qué voces dedicamos a nombrar determinada realidad o asunto? ¿Conocemos la más adecuada? ¿Son las mismas siempre? ¿De qué manera rozan sus significados? ¿Con qué adjetivos podemos describir la belleza o las riquezas? ¿Con qué sustantivos damos nombre a los libros según su contenido o a las personas según su relación con la música? ¿De qué verbos nos servimos para distinguir las acciones realizadas con los brazos? ¿Cómo disponer de todas ellas de manera que los significados se entrecrucen, superpongan, froten o acaricien?

Y para dar respuesta elegí un orden que permitiera dar a conocer las palabras que son, las que siendo no utilizamos, las que fueron y ya no se usan, las que acaban de ser y las recién incorporadas, las que frecuentan el uso coloquial, las ingeniosas, las que se usan como variantes en dominios hispánicos, y también, por qué no, las vulgares y malsonantes.

Mil seiscientos campos de significado permiten descubrir, recordar, sorprendernos, indagar, complacernos, asociar, navegar… Las palabras aparecen en listados de voces cercanas, afines, vecinas o sinónimas en función del contexto social (general, coloquial, malsonante, vulgar, ingenio popular y refranes); los dominios geográficos (países y regiones); y la actualidad (antiguo, desusado y recién incorporado) con el propósito de descubrir la palabra que supimos, la que echamos de menos o la que sospechamos.

Del Moral

Mi intención fue construir una clasificación lógica capaz de albergar el léxico al modo de las prietas palabras-hojas de un gran árbol que se desplazan desde el tronco hacia las ramas principales y luego las secundarias y después las más distantes. De esa manera una voz domina desde su significado más amplio o hiperónimo al grupo de palabras-hojas o hipónimos que contiene. Quise que cada voz, siempre que fuera posible, ocupara su espacio, definido por las que aparecen a su lado. Cuando es necesario, breves explicaciones encabezan una pequeña lista de palabras, que se van desplazando, cada vez más especializadas, desde el significado amplio hasta el restringido. Cada uno de los receptáculos, de los pequeños espacios dentro de otros mayores, invita a las voces y expresiones nuevas.

Desde el modesto puesto de estudioso y artífice de nuestra lengua, en definitiva, quise que el patrimonio léxico quedara fotografiado por conceptos a modo del mapa de las voces y expresiones de la lengua española.

Final

Seis diccionarios que son historia. Uno bilingüe, repertorio amplio y serio; dos semasiológicos, el del canónigo Covarrubias y el de la bibliotecaria Moliner, separados por más de tres siglos; y tres onomasiológicos concebidos con dos mil lemas el primero, tres mil el segundo y mil seiscientos el tercero. La consulta bilingüe, la de significados, de sinónimos, de antónimos, de rimas y muchas otras se realizan hoy en plataformas de Internet. Echo de menos la posibilidad de una consulta ideológica seria. Espero que pronto dispongamos de una plataforma que permita navegar por grandes listas de voces ordenadas que descubran el universo de un determinado tema y que sugiera las palabras más adecuadas para la expresión oral o escrita.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 15 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
Si desea suscribirse o adquirir números sueltos de la revista, puede hacerlo aquí https://suscripciones. archiletras.com/