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25 Abr 2022
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Diccionario

Errores en la Botánica en el DLE

Ángel Gómez Moreno

En lo relativo a la Botánica, el Diccionario deja mucho que desear; de hecho, sus entradas son desiguales, con frecuencia caprichosas, rara vez rigurosas y casi siempre incompletas

1. Una guía de la flora pirenaica y el Diccionario de la RAE

Este trabajo tiene su origen en lo que pretendía ser la revisión despaciosa de un libro que merece la mejor de las opiniones: el de Daniel Gómez García, José Vicente Ferrández Palacio, Manuel Bernat Gálvez, Antonio Campo González, José Ramón López Retamero y Víctor Ezquerra Rivas, Plantas de las Cumbres del Pirineo. Flora del piso alpino, Huesca y Jaca: Diputación Provincial de Huesca e Instituto Pirenaico de Ecología (CSIC), 2020. Doy, por tanto, acuse de recibo a una obra que no defraudará al amante de la botánica por la mezcla de rigor y pasión que hay tras cada ficha.
Es lo que ocurre cuando se hermanan el dato certero y el buen gusto. Lo prueban los dibujos de José Vicente Ferrández Palacio, digitalizados por Gabriel Montserrat Martí; las acuarelas de Pepo Martín Blasco, que también es autor de la portada; y la maquetación de Ernesto Gómez García, sobria y equilibrada. En el colmo de la honradez, no solo se recogen los nombres de cuantos han cedido sus fotos y ahora las ven publicadas (veinticinco en total), sino también los de aquellos que, tras ofrecer las suyas, no han tenido esa suerte, y no por falta de mérito.

Plantas

Solo el tamaño del volumen, en cuarto mayor, y su gramaje —bastante más de lo que debería medir y pesar para cumplir ese cometido— desaniman a quien pretenda usarlo como vademécum para identificar plantas in situ. Al final, la batida a lo largo de varias temporadas ha permitido colmar lagunas y fotografiar varias especies en su mejor momento; de paso, se han eliminado algunas con origen antrópico y otras que proceden de un medio distinto del alpino. En fin, las comunes viborera (Echium vulgare), zurrón de pastor (Capsella bursa-pastoris) y ortiga (Urtica dioica) se relegan al apartado «Plantas de presencia ocasional en el suelo alpino».

Estamos ante una obra de especialistas y pensada para un especialista como primer destinatario; no obstante, el libro alcanza a un público más amplio gracias, en buena parte, a sus imágenes y color, que lo alejan de la austeridad monocromática de Flora ibérica. Plantas vasculares de la Península Ibérica e Islas Baleares, resultado de otro proyecto del CSIC. El formato de esta nueva guía es el de un fichero desprovisto de cualquier amago de relato; por otra parte, la supresión de los nombres vulgares refuerza la impresión de que la obra tiene un carácter eminentemente científico, cuando lo cierto es que se ha hecho de la necesidad virtud; con ello, quiero decir que la mayoría de las especies consignadas carece de denominación vernácula. Muchas son rupícolas con hábitat en roquedos, pedrizas y ventisqueros. Allí donde están, muy pocos las ven y muchos menos las reconocen.

Que la información se dispense de manera esquemática precisa un acuerdo inicial entre los miembros del equipo. En cambio, que el introito se haga por medio de un relato extenso (cien páginas exactas), trabado, elegante y eficaz se debe a que el último toque, si no algo más, lo ha dado alguien con facilidad de palabra, voluntad de estilo y donaire en la escritura. Se comprueba con solo leer este fragmento de la primera página de la introducción (p. 23):

Las plantas alpinas forman un pasto cerrado en los rellanos del roquedo y en los humedales nutridos por la fusión nival, se esparcen por pedrizas y acantilados y circundan los glaciares preparando el asalto a la roca desnuda que, pausadamente, libera la retirada del hielo. Los avatares geológicos y climáticos que han forzado distintas migraciones de la vegetación, más la intrincada topografía y unas estrictas condiciones ambientales han dado lugar aquí a una extraordinaria variación del mundo vegetal, que despliega las formas más dispares y unas flores de sobresaliente belleza.

Para hacer una obra como esta no basta ser un botánico formado, amar las plantas y soñar con el hallazgo de un endemismo sin clasificar. No perdamos de vista que este libro habría sido imposible sin enfrentarse al peligro de la alta montaña. Basta reparar en sus fotos para comprobar que son muchas las especies que viven en la grieta de una pared de verticalidad acongojante o, peor, en un desplome de varios grados.

En el pasado, estas circunstancias, agravadas por una climatología adversa, daban al traste con la recolección de especies de uso oficinal por galenos y boticarios. Muchos años habían de transcurrir para contar con el auxilio de los químicos, que son los encargados de sintetizar aquellas sustancias que contienen los principios activos. Cosechar plantas medicinales dondequiera que se hallen se justificaba por el noble afán de sanar enfermos, sin importar el esfuerzo ni los peligros. Andrés Laguna, médico y humanista activo en los años de Carlos I y Felipe II, se refiere a las fatigas para llegar a plantas que solo prosperan en lugares recónditos de la alta montaña: «Cuántos montes subí, cuántas cuestas bajé, arriscándome por barrancos y peligrosos despeñaderos».

Mont Ventoux

Cumplir con nuestras obligaciones es motivo de satisfacción; es más, a veces es la única recompensa. En cualquier caso, en la primera mitad del siglo XVI, no percibimos nada semejante a la pasión por la montaña que aflora en Occidente entre las postrimerías del siglo XVIII y comienzos de la siguiente centuria. Antes, no sé de nadie que se confiese extasiado a la vista de una cadena montañosa o un promontorio señero. Desde luego, no intuimos ese sentimiento en quien, como Juan Ruiz —personaje en el Libro de Buen Amor—, se afana por alcanzar el collado o puerto que le permita acceder a la vertiente opuesta. Nadie prudente se aventuraba por esos parajes, sobre todo durante el invierno, a no ser por alguna razón acuciante. Y dado que las que aduce el Arcipreste de Hita para atravesar el Sistema Central no tienen poder de convicción, quedémonos con lo que la empresa tiene de aventura (950ab):

Provar todas las cosas el Apóstol lo manda:
fui a provar la sierra e fiz loca demanda.

Cuando la cima es la meta, o bien estamos ante una actividad deportiva (algo solo imaginable con el arraigo del alpinismo, a lo largo del siglo XIX), ante una experiencia religiosa de carácter purgativo, o un rito de tránsito. Por ejemplo, el ascenso de Petrarca al Mont Ventoux, a unos sesenta kilómetros de Aviñón, se ofrece a modo de jalón biográfico, pues marca un antes y un después. Aunque hay mucho que decir al respecto, el suyo no es el caso por el que nos interesamos: el de la montaña como reservorio de remedios para la salud. Más cerca quedan algunas experiencias de carácter espiritual, entre las que no faltan las propiamente místicas.

En la montaña, el botánico de nuestros días parte de un conocimiento experto de la geología y la edafología. En ningún otro medio compatible con la vida, el suelo (sea calizo o silíceo) y las condiciones ambientales resultan tan determinantes para que se dé una cubierta vegetal u otra. La altitud, la calidad del suelo (a veces, pura roca desprovista de nutrientes) y la radiación solar dan aspecto de bonsáis a los ejemplares, pocos y distantes, del pino negro (Pinus uncinata) entre los 2000 y los 2500 metros, según la latitud. Así se explica que una especie montana como el acónito no lo sea en otros lugares y, sobre todo, en otras latitudes.

Continuaré recalando en la flora pirenaica en atención al libro de Daniel Gómez García et al.; sin embargo, en mi revisión del léxico de la botánica del DLE no me impondré ningún límite. El libro del que hablo prueba el nivel de los botánicos españoles, que deberían colaborar con la RAE para revisar las voces de su incumbencia: nombres de plantas o términos de su metalenguaje. No es chica tarea, pues hay que retocar todas las voces del primer grupo al faltar el único dato inexcusable para la identificación de una especie: su nombre científico. Lo vemos, por ejemplo, en una entrada tan satisfactoria en términos generales como la del gamón (Asphodelus albus) en que falta igualmente ese dato.

2. Del DRAE al Diccionario Electrónico de la RAE

Como digo, el trabajo debe llevarse a cabo sobre la versión electrónica del DRAE, pues la impresa concluye en la vigésima tercera edición de 2014, al mismo tiempo que nace el DLE. De la abundante bibliografía sobre botánica que manejo se colige que hay cientos de voces susceptibles de incorporación inmediata al DLE; sin embargo, antes de añadir una sola, hay que corregir las existentes. Para ello, me sirvo de la herramienta Enclave RAE. En concreto, buscaré todas las entradas que contienen la palabra planta en un sondeo amplio, pero no exhaustivo; de hecho, si partimos de árbol, sumamos unas mil voces más; y si hacemos lo mismo con arbusto, añadimos otras cuatrocientas aproximadamente.

El saldo resultante, eliminadas las entradas en que planta tiene valor distinto del botánico, es de más de 1600 referencias, que piden una revisión. Obras como la reseñada no pierden su utilidad para el lexicógrafo por no incluir los nombres en castellano. Lógico es que la RAE preste más atención a aquellas obras que incluyen el nombre o nombres de cada planta en español, pero sin olvidarse de que la última palabra la tienen las obras más marcadamente técnicas. En este medio, las traducciones abundan y no por el hecho de serlo carecen de interés: no en balde, la labor en la práctica totalidad de los casos la traducción corre a cargo de otro botánico.

En las traducciones hay que extremar el cuidado para no confundir especies. Este celo se percibe en el conjunto de los títulos publicados por Ediciones Omega, empresa de Barcelona que satisface las expectativas del lector más exigente. Por ejemplo, de sus talleres procede la versión española, a cargo de José Fortes Fortes, de Guide des plantes médicinales de Paul Schauenberg y Ferdinand Paris (1969). En las entradas de este libro, lo principal es el nombre científico; justo debajo, van el nombre o los nombres en español; en letra menor, se añaden los nombres en otras lenguas de la península ibérica y, si procede, los que haya en francés, inglés, alemán e italiano.

Aconito

Casos hay en que la búsqueda de sinónimos vernáculos se lleva a cabo de una manera exhaustiva, un ejercicio que —desde nuestra perspectiva— enriquece por sí solo el libro de turno. Es lo que nos ofrece Luis Miguel García Bona en una obra divulgativa, Plantas comestibles. Guía de plantas y setas comestibles de desarrollo espontáneo en Navarra, Pamplona: Gobierno de Navarra, 1992. En esta ocasión, su autor se ha molestado en recoger todas las denominaciones de que tiene noticia en español y vasco para cada una de las especies.

Salta a la vista que, con la bibliografía existente, las Academias de la Lengua Española (y particularmente la RAE, principal interesada en la flora ibérica) podrían acometer una primera subsanación de errores con carácter urgente. No es un capricho: el DLE, en todo lo relativo a la botánica, deja mucho que desear; de hecho, sus entradas son desiguales, con frecuencia caprichosas, rara vez rigurosas y casi siempre incompletas. De ese modo, se entiende la supresión de la última frase correspondiente a la entrada acebo, que acaba así en la edición impresa del DRAE (2001): «y de su corteza se extrae liga para cazar pájaros». El dato se las trae por lo mucho que tiene de anecdótico y, en mi opinión, de perfectamente prescindible.

Más que de una práctica de otros tiempos hoy inaceptable, se trata de un delito ecológico. Como si fuese una costumbre vigente, se alude a ese modo de atrapar aves (fringílidos, sobre todo), con liga, red u otras artes. Presentar como actual esta técnica (muchos se niegan a considerarla una modalidad cinegética) propia de otros tiempos hace un flaco favor a la cultura hispánica; por ello, la supresión de esta coda en el DLE (que nace con la vigésima tercera edición, última en papel, de 2014) es comprensible, aunque acaso habría convenido mantenerla y poner en pasado lo que aparecía en presente.

Recalemos en una planta que resulta familiar para cualquiera que pasee por los Pirineos: el ponzoñoso acónito. Frente a lo que dice el DLE, acónito no es el nombre de una especie, sino de varias (para ser precisos, Aconitum es el género), todas ellas venenosas en grado sumo. Dos tipos de acónito (ambos raros y, por eso mismo, protegidos), se dan en nuestros sistemas montañosos: el Aconitum napellus (en castellano, acónito o anapelo, como en el dicho «Moza que coges el berro, guárdate del anapelo») y el Aconitum vulparia (en castellano, matalobos, aunque algunos distinguen el matalobos azul o anapelo y el matalobos amarillo o matalobos a secas). El suelo idóneo para los acónitos está en las turberas de los humedales de la alta montaña.

Otro nombre con que a veces se designa al acónito es vedegambre, aunque el término se aplica con más frecuencia a otra especie montana igualmente venenosa, dato que el DLE silencia, pues solo alude a su uso terapéutico. Me refiero al verdadero vedegambre (Veratrum album), que el Arcipreste de Hita califica de «falsa» en su Libro de Buen Amor (414b). Como explico en otro lugar, el calificativo del Arcipreste cobra sentido cuando sabemos lo fácil que es confundir esta planta con la benéfica genciana o genciana mayor (Gentiana lutea). En este caso, la confusión sale muy cara a quien ingiere cualquier parte de la planta, pues le cuesta la propia vida.

La latitud, la temperatura y el volumen de precipitaciones son determinantes y explican la presencia de ambos acónitos por encima de los 2000 metros en el Sistema Central (en concreto, se ven en la cima del pico del Lobo de la Sierra de Ayllón, al que se asciende desde el puerto de la Quesera, con esfuerzo, sí, pero sin riesgo); sin embargo, las dos especies coexisten incluso por debajo de 500 metros en el hayedo asturiano de la Biescona, camino natural al descender del pico del Pienzu a la Colunga marinera. En fin, en Dinamarca, el anapelo tiene su hábitat casi a nivel del mar.

Antes de nada, para evitar confusiones hay que partir del nombre científico, que, como queda dicho, falta en todas las entradas del DLE. Esa carencia no se compensa de ninguna manera, por precisa y relevante que resulte el resto de la información. Con la seguridad del nombre científico, se resuelven dudas como la de hierba tora, nombre del acónito en el ámbito catalán y a veces también en zonas castellanoparlantes. El problema se agudiza desde el momento en que, en el ámbito castellano, dicho sintagma se aplica a una orobancácea, planta parásita como todas las de su género (al no generar clorofila, precisan sustraérsela a la especie que parasitan).

Por otra parte, la oscilación de tora a tuera lleva al despropósito de creer acónito o vedegambre lo que no es sino una coloquíntida, calabaza amarga o tuera (Citrullus colocynthis). Este despiste se da en algunas de las principales ediciones del Quijote, cuyos autores desconocen el proverbial amargor de la planta, citada en el capítulo 39 de la Segunda parte. A mi rastreo de la tuera en la cultura popular española y la literatura áurea, ha seguido una pesquisa de Rafael Beltrán en la poesía de cancionero. Está bien profundizar en busca de los orígenes del lugar común, pero debemos estar atentos a desarrollos posteriores, como cierto soneto de Miguel Hernández y un pasaje de El rayo que no cesa en que alude a la planta. En fin, Epicteto Díaz Navarro me apunta su presencia en Shakespeare; además, he localizado lz tuera en otras tradiciones.

Aprovecho para señalar que la entrada correspondiente a la genciana necesita urgentemente de una referencia a otras especies que comparten género y nombre. La descrita en el DLE es una vieja conocida: la genciana mayor (Gentiana lutea), pues se dice de grandes hojas, alto tallo y flores amarillas; de hecho, las demás gencianas tienen flores azules, como la genciana de primavera o gitanilla menuda (Gentiana verna) y la genciana azul (Gentiana acaulis). Las tres abundan en los Pirineos; sin embargo, una de las mayores concentraciones de Gentiana lutea en la península ibérica se da, año tras año, en el puerto de los Ancares.

3. Errores y ausencias que reclaman atención urgente

Lavanda

Un vistazo a las voces del DLE en que aparece la palabra planta avisa de la tarea que espera. Son cientos de máculas que exigen atención preferente; de ellas, me quedo con las 27 que ven, que fuerzan la intervención reparadora sobre un número muy superior de entradas. Como muestra, añado cuatro ejemplos de palabras obtenidas en una pesquisa con la herramienta Enclave RAE sobre la palabra árbol.

  1.  En la achicoria (Cichorium intybus) al menos hay que destacar su bella flor de color azul claro, que se abre después de hacerlo las demás especies que comparten con ella alcorques, terrenos baldíos y bordes de caminos. Recordemos que de la planta silvestre parten tres especies cultivadas: achicoria, escarola y endivia.
  2.  Del mismo modo, el aciano (Centaurea cyanus) es célebre por su flor azul (rosada en el resto de las centáureas), que justifica el sinónimo azulejo, que, por cierto, falta en el DLE.
  3. Ciertamente, alhucemilla es un sinónimo relativamente extendido de espliego (Lavandula angustifolia), pero también lo es, y mucho más frecuente, alhucema, que falta en el DLE.
  4. En algarroba, hay que distinguir entre el fruto del «algarrobo» (Ceratonia siliqua) y la beza, arveja o algarroba castellana (Vicia sativa, y en su forma espontánea Vicia articulata). En el Quijote, segunda parte, 13, aunque son pocos los editores que caen en la cuenta, la planta citada es la segunda.
  5. El hecho de que en el DLE el cardo aparezca como una única especie es un error; además, faltan referencias al c. mariano o c. borriquero, como también al c. setero, al c. corredor, etc.
  6. Como coloquíntida o su sinónimo tuera se conoce también la que algunos llaman «calabaza amarga» (Citrullus colocynthis). Como en tantos otros casos, hay que denunciar que no hay conexión entre ambas voces.
  7. Que correhuela sea sinónimo de centinodia (Polygonum aviculare) es poco relevante, pero que no se asocie con convólvulo (nombre de un género en el que la especie más común es Convulvulus arvensis) constituye una equivocación grave. Además, ambas denominaciones aparecen inconexas.
  8. En mayor medida que para designar la biznaga, dauco es uno de los nombres con que se conoce la zanahoria (Daucus carota), particularmente la silvestre, que llaman también zanahoria bravía o rompesacos; además, por sus virtudes diuréticas, comparte con otras especies el elocuente sintagma hierba meona.
  9. La digital (Digitalis purpurea) debe contar con una referencia cruzada con dedalera, que es su sinónimo. Hay que destacar que su veneno actúa sobre el corazón, para matar o, en sus dosis justas, curar.
  10. Dulcamara es nombre que se toma de la denominación científica del solano (Solanum dulcamara), también conocido como «uvas del diablo»; en ocasiones, el solano es el nombre de una especie próxima: «tomatitos del diablo» (Solanum nigra).
  11. Inconexa con la anterior tenemos la voz solano (Solanum nigra), que se dice, y es correcto, sinónimo de hierba mora o tomatitos del diablo. Es de lo más sorprendente el número de sinónimos que se conocen para denominar esta planta.
  12. Eléboro (Heleborus sp.) es una denominación genérica, que reúne especies como el eléboro negro (Heleborus niger, única que cita el DLE), el eléboro verde (Heleborus viridis) y, sobre todo, el eléboro fétido (Heleborus foetidus), conocido también como «hierba del ballestero» o «hierba de los ballesteros» por servir para emponzoñar sus saetas.
  13. Acerca del geranio, lo primero que he de decir es que reciben este nombre numerosas especies de la familia de las geraniáceas. Error común es dar el nombre de geranio a lo que en realidad es un pelargonio, hecho este que, curiosamente, sí se denuncia en la entrada del pelargonio en el DLE. Al menos, habría que aludir al diminuto e hiperabundante «geranio muelle» o «geranio de los caminos» (Geranium molle).
  14. ¡Mucho cuidado! Sobre granza, el lector debe saber que el valor primero de este término es el que subyace a un dicho del que pocos se acuerdan: «Mientras descansas, machaca las granzas». La que interesa no es la primera entrada de granza del DLE, alusiva a la rubia (Rubia tinctorum), sino la segunda acepción de la segunda entrada: «Residuo del trigo y la cebada cuando se avientan y criban».
  15. Farolillo o farolero de la China es el nombre con que se conoce la Koelreuteria paniculata, especie de árbol usado en jardinería.
  16. Sobre la férula (Ferula communis), he de decir que es sinónimo de cañaheja, especie de la familia de las umbelíferas; sin embargo, hay ocasiones en que la última es sinónimo de otra umbelífera: la cicuta (Conium maculatum). Creo que este último valor hay que dar a cañaheja en uno de los pleitos de Sancho Panza como gobernador de Barataria (Quijote, seguna parte, 45). El calibre que puede alcanzar la cicuta hace posible que las monedas de oro que uno de sus súbditos reclama a otro quepan en su largo tallo; en el de una férula, es imposible.
  17. El final de la entrada correspondiente a la fumaria es desconcertante: «El jugo de esta planta, que es de sabor amargo, se usa algo en medicina». ¿Algo? ¿Qué quiere decir «algo»?
  18. Bajo granadilla, podría articularse la serie de términos granadillo, pasiflora, flor de la pasión, maracuyá
  19. De la lechuga silvestre (Lactuca virosa), que es una de las malas hierbas más abundantes, hay que dar algún rasgo característico, como su amargo látex y su flor amarilla.
  20. Respecto de la mielga (Medicago sativa), hay que decir al menos que es un sinónimo de alfalfa.
  21. Hay que distinguir entre la «mostaza blanca» (Sinapis alba), que es sinónimo de jaramago, y la mostaza negra (Brassica nigra). Del nombre científico de la primera deriva el de los emplastros o cataplasmas que se confeccionaban con ella: son los célebres sinapismos, que dan en sanapismo por influjo de «sanar».
  22. Del palmito (Chamaerops humilis), cuyo nombre científico indica su pequeño porte, hay que decir que es la única palmera oriunda de Europa (la Phoenix dactilifera fue introducida por los árabes en la Península hace unos mil años).
  23. Queda dicho que el dato básico sobre el pelargonio lo da el propio DLE, pues en su entrada se indica que, en España, se suele dar nombre de «geranio» al pelargonio.
  24. Falta el plátano de paseo (Platanus sp.), cuyos orígenes son misteriosos, pues lo mismo se le considera oriundo de las islas Británicas que de España. Hay razones para decir que, en el pasado, este árbol era una rareza, como señala Antonio de Nebrija en el prólogo a su Diccionario latino-español (1492): «Ningún árbol fue entre los antiguos más notable que el plátano. Yo no osaría afirmar que lo hay hoy cerca de algunas gentes. A lo menos en España, no oigo decir que se halle e que en aquellos tiempos lo hubiese».
  25. Salicor (Salicornia europaea) es sinónimo de hierba del vidrio, pues con esta planta se fabricaba ese producto y se extraía sosa cáustica; aparte, hay que señalar su uso en alta cocina y en distintas terapias. Vive en zonas de aguas salobres y bajo condiciones extremas muy duras.
  26. La trinitaria (Viola tricoloris) o pensamiento de tres colores es la herba de la Trinitat de los catalanes. Al igual que el trébol (Trifolium sp.), la exégesis religiosa recordaba que, por medio de ambas plantas, la naturaleza misma respalda el misterio de la Trinidad.
  27. Sin duda alguna, es una referencia a la violeta de olor (Viola odorata), pues se alude a su «suavísimo olor». Quedan fuera otras especies como la anterior o la igualmente común violeta de monte (Viola ribiniana), que no exhala aroma ninguno.

Como he dicho, no tengo tiempo para hacer lo mismo con árbol y arbusto; sin embargo, en este muestreo me ocuparé de cuatro voces de esta serie: mimosa, acacia, ailanto y olmo. Que me quede con estas y no con otras tiene su razón de ser, pues una acacia (la mimosa, Acacia dealbata), una falsa acacia (la llamada «acacia de tres espinas», Gleditsia triacanthos), el ailanto (Ailanthus altissima) y el olmo de Siberia (Ulmus pumilla) cuentan entre las principales invasoras, al adaptarse a cualquier medio. De plantas invasoras va la cosa.

Como dice su nombre científico (Acacia dealbata), la mimosa es una acacia de las de verdad. Procedente de Australia, se ha usado mucho en jardinería y viticultura (para hacer postes en viñedos con vides en espaldera), sobre todo en Galicia. Nos consta que la especie aparece naturalizada en Ribadavia desde 1945; de entonces para acá, ha ido ocupando miles de hectáreas en Galicia, en competencia con el eucalipto. En vano buscaremos la asociación de mimosa y acacia en el DLE, problema este que afecta a toda la obra.

En los diccionarios, es obligado citar al menos tres acacias —en realidad, falsas acacias— por su omnipresencia en calles, parques y, en general, en suelos alterados; de hecho, la última destaca por su tendencia invasora. Las especies a que me refiero son la robinia (Robinia pseudoacacia), a la que el DLE dedica una entrada independiente, en que dice ser una «acacia falsa»; la sófora (Sophora japonica), que va en otra entrada, en que, por cierto, se silencia su condición de falsa acacia; y la acacia de tres espinas (Gleditsia triacanthos), única subordinada a acacia en el DLE, tras el adjetivo falsa.

De otra especie invasora, el ailanto, el DLE ofrece información desigual y, en lo que respecta a su procedencia, poco fiable. Si así me expreso es por el escaso rigor (y poder de convicción) con que indica su procedencia, que sitúa en las Molucas, de donde habría llegado a Europa en el siglo XVIII. Esta información contrasta con la que señala que unas semillas de ailanto procedentes de China fueron enviadas a la Royal Society of London en 1751 (véase Walter T. Swingle, «The early European history and the botanical name of the Tree of Heaven, Ailanthus altissima», Journal of the Washington Academy of Sciences 6 [1916], pp. 490-498).

Ailanto

En el caso del ailanto, no extrañará que ese rasgo diferenciador sea su altura, al alcanzar los 30 metros. El dato aporta sentido al nombre científico y también a denominaciones como árbol de los cielos o árbol del cielo, presente en el DLE, aunque no en la entrada del ailanto, sino, frente a toda lógica, en árbol. Hay que destacar que es especie dioica, cuyos ejemplares masculinos desprenden un olor nauseabundo, sobre todo cuando se fractura alguna rama. Tiene samaras, esto es, semillas aladas, como arces, olmos o fresnos; no obstante, se propaga fundamentalmente por medio de sus raíces, convertidas en brotes que avanzan con rapidez.

En último término, el olmo de Siberia (Ulmus pumilla) se extiende sin parar por toda España y lo mismo nace en la grieta de una pared que en el suelo más degradado; además, se adapta a lo que haya: a las lluvias torrenciales y las sequías, y no se arredra ni ante climas extremos. Como la grafiosis le afecta poco o nada, la especie avanza, a diferencia de lo que ocurre con el olmo europeo (Ulmus minor). Desaparecidos los olmos señeros (olmas) y unas olmedas de las que solo queda el recuerdo (y, a lo sumo, el esqueleto), su naturaleza invasora se percibe más claramente.

De la entrada del DLE, debo decir que, aunque no avisa, corresponde al olmo europeo; del olmo de Siberia, no se hace eco. La voz negrillo se utiliza indistintamente para el olmo europeo y el olmo de montaña (Ulmus glabra), mucho más escaso y con hojas sorprendentemente grandes. En el DLE, negrillo es solo sinónimo de olmo (entiéndase olmo común o europeo). De nuevo, se trata de voces inconexas: de negrillo se nos remite a olmo, pero no hay manera de saber que la especie tiene un sinónimo.

En varios lugares, he dado cuenta de mi pasión por las orquídeas silvestres de España; por ello, he dejado para el final una voz que no existe: orquídea. Sí, por mucho que el lector se sorprenda, esta voz falta y no la suplen ni la raquítica entrada dedicada al adjetivo orquídeo, a, ni la alusión al género orquidáceo, a. ¿Y qué hacemos con nuestras cerca de 150 orquídeas españolas, divididas en 23 géneros? Nadie se esfuerce en buscar en el DLE la orquídea de abeja (Ophrys apifera, entre varias que comparten nombre), la orquídea espejo (Ophrys speculum), la orquídea pálida (Dactylorhiza insularis), la orquídea piramidal (Anacamptis pyramidalis), etc.

De todas las especies que conozco, en el DLE solo he encontrado satirión (Orchis morio), que también aparece como compañón de perro en la entrada correspondiente a compañón, que repite la información de aquella. Lo más llamativo es que no hay conexión entre ambas, por lo que no hay manera de saber que esos dos nombres (y también cojón de perro) corresponden a la misma especie. Por cierto, es la única de todas las orquídeas citadas presente en los Pirineos, donde he comenzado y ahora acabo mi recorrido.

Concluyo con una advertencia: lo visto no es nada en comparación con lo que nos espera en el caso de la flora del Nuevo Mundo. ¡Mucho ánimo!

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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