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02 Dic 2020
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Reportajes

Emocionados hasta la última letra

Javier Rada

El vínculo entre las emociones y el lenguaje es bidireccional, un puente que une lo simbólico y lo corpóreo y que relaciona el poema con la hormona, la célula con el Quijote

Muerte. Sí, menudo principio: ¡muer-te! Desde un punto de vista acústico, decirlo es poco más que lanzar una onda al aire. Unos fonemas que podemos representar a su vez con letras. Pero usted y yo, perfectos animales simbólicos, sabemos que muerte es mucho más que un sonido o un conjunto de sílabas.

Muerte es una de esas palabras cargadas de energías anímicas que apelan al eufemismo. ¿Por qué? De un modo misterioso están cableadas hacia nuestras células. Están cargadas de experiencias y miedos. Contaminadas por todo lo dicho y leído.

Mediante el símbolo, somos capaces de atribuirle a ese sonido y esas letras un poder palpable, físico. «Somos seres profundamente simbólicos, capaces de atribuir a un elemento puramente material, una onda sonora o un trazo de una letra, significados, y esos significados, de una manera no separable, van unidos a emociones», explica Inés Olza, experta en lenguaje, cognición y emoción de la Universidad de Navarra.

Las emociones guían la mano en la caricia, empuñan el insulto, revolotean por el tono de la voz, cargan las palabras tabú, persuaden en la retórica. Cristalizan en las altas cotas de la expresión: inventamos nada menos que la lírica para refinarlas. El lenguaje las vehicula, las expresa, las canaliza. Pero todavía se está estudiando cómo se crean sus vínculos. Sabemos que se trata de «una relación de doble sentido», explica Olza. «El uso de las palabras también tiene impacto en la emoción».

Aparecen en la pragmática, en esas micropartículas lingüísticas que fueron creadas solo para manifestarlas en la conversación espontánea, como las interjecciones —¡oh!, ¡anda!— o algunas onomatopeyas: ¡puaj! El lenguaje y la emoción son inseparables, y esto nos pone «los pelos de punta». La lengua sabe mucho, muchísimo, de las emociones, como veremos a continuación.

Si entendemos el lenguaje como un comportamiento, si atendemos a su función expresiva, estamos obligados a admitir que las emociones están allí. Nos lanzan hacia el discurso, pero al expresarlas también las identificamos, comprendemos, modificamos… Actúan, por ejemplo, como dóminas de las metáforas: las definimos como una fuerza, una potencia, un río, un mapa conceptual…

Desde no hace tanto las llamamos por el sustantivo emoción (antes eran pasiones, humores, afectos…). El diccionario las describe como «un sentimiento que produce alteración intensa y pasajera». Sabemos que el animal lingüístico que somos las usa en la comunicación (pues nos conectan con los demás como fabuladoras de las neuronas-espejo). Pero el giro hacia la pragmática lingüística que se produjo en el siglo pasado, nos «dejó de piedra», «incendió» los manuales del racionalismo: «La función central o única del lenguaje no sería describir si hace frío o calor o avisar de un peligro, sino la de mero contacto afectivo, expresar emoción, estados de ánimos y actitudes», apunta Olza.

¿Somos una emoción que habla? ¿O palabras que dan sentido a las emociones? ¿Cómo se relacionan? Ocurre en este mismo texto que usted está leyendo, y es algo misterioso. «En este momento de lectura, al comprender lo que se dice, el cerebro cambia a nivel celular y molecular para adquirir y consolidar la información. Entre lo simbólico y lo celular hay un puente que se ensancha conforme el tráfico crece», explica el neurocientífico mexicano José Luís Díaz, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, y uno de los mayores expertos en emociones y lenguaje.

Eso explica que una palabra cause dolor, dispare las hormonas de fuego, o que una emoción arme una amenaza verbal. La mente incorpora las voces culturales y nos llena de contenidos: «Aquello que se sueña, imagina, decide y expresa», apunta Díaz. Y es en esa biblioteca oscura donde la lengua se encuentra con las emociones. «El lenguaje tiene una función expresiva que manifiesta la personalidad de quien habla, y eso trasciende a todo lo lingüístico, incluidos los gestos», añade Manuel Casado, catedrático de Lengua Española de la Universidad de Navarra.

Borges decía que las palabras son recuerdos de experiencias, y al mismo tiempo símbolos que postulan una memoria compartida. «Las lenguas saben mucho de las emociones, en la medida en que almacenan conocimientos intuitivos, experiencias, saberes compartidos», concluye Casado. Un conocimiento experiencial codificado, capaz de ser transmitido y aprendido. Mapas conceptuales que son rastreables en el vocabulario, la fraseología y el léxico heredado, en sustantivos, adjetivos y verbos.

Observen cómo funciona esa telaraña conceptual. La lengua comprende las emociones, por ejemplo, como una potencia: «le dominó la emoción», «fue presa de sus emociones». La ira se asocia con la metáfora del fuego. «Quemarle la sangre», «encender los ánimos». El hielo, con el desprecio. La tristeza y la melancolía reposan en el silencio: «quedó mudo». Muchas de estas voces se vinculan a partes del cuerpo —«los nervios de punta», «mariposas en el estómago», «el corazón helado»—, pues la lengua entiende que «es connatural a la emoción el hecho de que vaya acompañada de cierta alteración somática», afirma Casado.

¡Oh! ¡Guau! ¡Dios mío! Qué maravilla, excitación y desmesura: las emociones se enamoran de los símbolos, y en la alcoba neuronal sellan sus pactos. Crean así sus heraldos, sus lexemas y adjetivos: arrollador, exaltado, desmedido, o sus matices, de la decepción al chasco. Una autopista de redes neuronales muy plásticas que conectan la célula y el poema, la hormona y el Quijote, el refugio con el consuelo.

En la lengua se cristalizan las ideas de la comunidad de los hablantes y aquello que sienten, claro está. Y juntas, palabra y emoción, montan un cuadro magnífico. Se convierten en metáforas o nuevas palabras para hacer de nosotros una suerte de gastrónomos de la experiencia que saben, bien educados, si el salmón del «bienestar» lleva esta vez algo del estragón del «agrado», o quizás un punto «amargo» de «tribulación» mal digerida, junto a un «duelo» «demasiado intenso».

Las emociones estarían allí sin el lenguaje. Pero este puente, en el humano, es difícil de delimitar. Hay un experimento del comportamiento interesante que se llama Heider-Simmel. Es un vídeo animado en el que solo aparecen dos triángulos y una circunferencia, y que interactúan en movimientos de atracción y huida. Sin que medie palabra u explicación, quienes lo ven se identifican con esos triángulos, y sienten su frustración, miedo y alegría.

El cerebro es un reino de oscuridades psicofísicas. «Los sistemas cerebrales que procesan las emociones y el lenguaje hasta hace poco tiempo se consideraban separados», dice Díaz. La aproximación científica al tema se ha enriquecido a raíz de que las emociones son analizadas por la expresión facial. «Se ha encontrado que el lenguaje incluye actividad de muchas zonas del cerebro. Hay una conexión fuerte entre las palabras que designan las emociones primarias (alegría, tristeza, rabia, miedo, sorpresa y asco) y sus expresiones faciales. Con el aprendizaje se establecen ligas de significado, y probablemente conexiones sinápticas con el sentimiento que designan», añade.

Se establecen esos puentes que intenta hoy esclarecer una nueva ciencia: la neurosemántica. El procesamiento de la voz o palabra no se restringe a la activación de la zona Wernicke o área de la comprensión del lenguaje, «situada (en el cerebro) convenientemente atrás de la zona auditiva primaria del lóbulo temporal», según Díaz. De dicho módulo se expide la información a muchas zonas del cerebro donde es procesada de acuerdo a la función de cada una de ellas. «Las palabras que designan colores activarán las zonas visuales, las que designan sonidos activarán las zonas auditivas», concluye. La palabra se descodifica, y allí se topa con la emoción.

Después habrá matices en los que la lengua se siente impotente, imposible mapear el laberinto, lleno de minotauros. «Nuestro lenguaje es el horizonte de nuestros conocimientos. Nuestro dominio del vocabulario emocional es el instrumento para conocer lo que nos está pasando», explica el doctor Rafael Bisquerra, presidente de la RIEEB (Red Internacional de Educación Emocional y Bienestar).

¿Actuamos como botánicos intentando nombrar las flores que olemos en esa selva que llamamos el yo interior? La respuesta no es sencilla, pero podemos decir que el lenguaje sirve para afinar y discriminar las experiencias que sentimos. «El miedo que siento al enfrentarme a una situación es debido a lo que esa situación significa para mí, a lo que he escuchado y pienso, pero también a lo que los demás me han dicho sobre esa eventual situación», explica Simone Belli, psicólogo social e investigador de la Universidad Complutense.

Las emociones son también construcción y discurso social, y pueden integrarse o desaparecer en función de la cultura en que nos hallamos. «Las emociones se reconocen gracias a nuestras producciones discursivas, es decir, gracias al lenguaje. Es la única manera de identificarlas. Además se ha observado que han cambiado con el tiempo, o por lo menos las palabras que las designan», apunta Belli.

Ampliando el vocabulario emocional ampliamos ese mundo. La poesía, la metáfora, la asociación, en este campo, es esencial, porque la gama de sentimientos excede al léxico que tenemos para identificarlos, «de la misma manera que podemos percibir decenas de miles de tonos de color azul, mientras que solo tenemos unos cientos de palabras para designar colores», concluye Díaz.

En cierto modo Borges (otra vez) tenía algo de razón: en la palabra rosa, también está la rosa. Solo que no existe una única rosa, y la emoción en última instancia es una cualidad subjetiva. Pero las palabras sí que podrían preactivar la red neuronal para dar lugar a esa emoción.

Todo idioma tiene su léxico emocional. A veces basado en palabras que designan un estado afectivo o en sustantivos contaminados por ellos (patria, por ejemplo); y otras veces, es el silencio quien ordena: la censura. En la lengua ifaluk, en Micronesia, se dice que no existe, como si hubiera sido borrada por sus fundadores, la palabra que designa el miedo. «Esta lengua es hablada por unas quinientas personas de la isla conocida como Warrior Island (Isla Guerrera). Entre los guerreros la palabra miedo no puede existir o no se puede utilizar, porque podría paralizar el ataque. En otras palabras, la experiencia emocional y las palabras que las denominan dependen en gran medida de la cultura y del lenguaje», explica Bisquerra.

En las lenguas romances y anglogermánicas existe un promedio de entre doscientas y quinientas palabras que son emociones o designan estados afectivos. En todos los idiomas, identificamos las básicas, consideradas universales: sorpresa, alegría, etc. Como en un lienzo impresionista, estas se mezclan después y crean emociones más complejas o sociales: los celos, la nostalgia, la confianza, la anticipación…

El ser humano necesita expresar lo que siente, pero también poder reconocerlo. Existe un mal, una incapacidad, «un déficit muy generalizado en nuestras culturas», según Díaz. Los científicos le han puesto un nombre que recuerda al de una planta venenosa: alexitimia, el no saber lo que uno siente, el no tener palabras para identificarlo. «La incapacidad para poner palabra a lo que nos está pasando por dentro es causa de malestar. Y al revés, cuando somos capaces de poner la palabra, se abren las puertas a horizontes de bienestar», concluye Bisquerra.

Hay pueblos más conceptuales o poéticos que otros que han sabido definir mejor su vocabulario emocional. ¿Cómo llamarían ustedes al vacío que dejan las visitas cuando estas se marchan de casa? En Papúa Nueva Guinea ese sentimiento tiene un nombre: awumbuk, según el Libro de las Emociones Humanas, de Tiffany Watt. ¿Cómo llamarían al deseo imperioso de recorrer mundo, que seguro que han sentido en el confinamiento? Los alemanes utilizan el término de wanderlust.

La escritura se alía además con los sentimientos. Como Aladino o Alí Babá abre y cierra las puertas y genios. Los psicólogos llaman a este proceso escritura expresiva y es hoy en día una terapia. Pero no hay magia en ello, advierten. Las palabras no capturan el dolor. «No es que el dolor se quede fuera de nosotros, sino que ese dolor (que se ha comprendido y lo hemos dotado de sentido) puede procesarse, integrarse, y podemos gestionarlo», explica Mireia Cabero, psicóloga y profesora de la UOC.

Para los chamanes del neolítico, la palabra tenía poder, y no iban tan desencaminados. Las expresiones construyen realidades mentales. «El discurso manda. Y la interpretación manda sobre las emociones», dice Cabero. En la cábala hebrea, una sílaba mágica daba vida al Golem de barro. «Hablar de una experiencia vivida, de un conjunto de emociones, nos ayuda a entenderlo mejor», concluye Olza. Dependiendo de la calidad de la narración, sanaremos o enfermaremos. Así que en cierto modo, todo Golem que nos habita necesita su sílaba. Y por ello solo nos queda cerrar este reportaje con la palabra amor. Sí, menudo final: único consuelo frente a la muerte.

Melancolía, amor, mucha velocidad: emociones que crecen o se extinguen

Rochefoucauld

El siglo XXI parece que nos está obligando a reestructurar el diccionario. Algunos autores, como Simone Belli, hablan de novedosas emociones, como ‘la velocidad’ (esa energía acumulada en la interacción digital). También de la ‘descorporeización’ de las mismas a través de los dispositivos, un fenómeno que sería similar a un ‘multitarea’ afectivo: nos reímos por WhatsApp a la vez que nos cabreamos al leer un tweet. «Esas emociones pasan por un solo cuerpo que está delante de una pantalla, que sigue allí sin moverse, desde hace horas», alega Belli. Por otro lado, advierten de que estarían desapareciendo otras, o por lo menos la forma de etiquetarlas. «Es difícil escuchar a mis estudiantes decir que se sienten melancólicos porque se acabaron las vacaciones», asegura Belli. Pero la nostalgia estaba «de moda en los relatos de nuestros bisabuelos y en su producción cultural». Hoy nos sentimos ‘estresados’ cuando termina el verano, pero no tiene el mismo matiz que ‘nostálgico’. «Este cambio lingüístico afecta a nuestra sociedad. Cómo nos definimos tiene consecuencias», según Belli. No nos gustaría medicar a un sujeto melancólico, pero sí a un ansioso. Llevado al extremo, esto nos acerca a la máxima del escritor francés Rochefoucauld: «Hay personas que nunca se hubieran enamorado si jamás hubieran oído hablar del amor».

El amor es indefinible por extenso, y ha atraído mucho la atención de los estudiosos. Desde, al menos, la invención del «amor romántico», hubo un intento de construirlo. Ese amor, ese tema central de las series de Netflix o canciones de trap, es una «producción lingüística y cultural», dice Belli. «En el momento en que alguien nos habla de que es posible enamorarnos, entonces también nosotros queremos perseguir lo mismo. Los adolescentes siguen enamorándose gracias a que alguien les ha hablado del amor».

¿Cómo se relacionan las emociones y la escritura?

Escribir lo que sentimos, liberar la carga, nos alivia, nos consuela, nos dota de sentido. Tiene un efecto terapéutico. La escritura encuentra catarsis, purgas y comprensión, crea orden y prioridades, y es especialmente útil en el siempre voluble campo de las emociones, pues amplía la conciencia del interior. Los psicólogos llaman a este proceso ‘escritura expresiva’. Más que el poder de una palabra concreta (como se especuló en el pasado con la hipnosis), lo que opera aquí es el discurso y la comunicación, ensanchar esa conciencia. La escritura lo que hace es pasarnos de la contemplación de lo que nos ocurre a la siguiente fase, la de hacer alguna cosa con lo observado. «Es por el proceso neurológico y de racionamiento que se ha producido», explica Mireia Cabero. Hay una conexión neurológica entre la parte del cerebro que permite construir el significado, el relato y el símbolo, y la parte del cerebro que genera las emociones. Una y otra están hiperconectadas. «A través del lenguaje expresamos las emociones, pero al hacerlo, muchas veces lo que estamos haciendo es trabajar la emoción. Hay estudios que determinan que hablar de una experiencia vivida, de un conjunto de emociones, o sensaciones o pensamientos, nos ayuda a entenderlos mejor», añade Inés Olza. El ser humano es un animal lingüístico dotado de un potente impulso narrativo (nuestra actividad neuronal se multiplica al escuchar una historia). Nuestros discursos, nuestros propios mitos, la narración que hacemos del mundo que nos rodea y su experiencia, inciden en las emociones y a la inversa.

Términos de la emoción: voces, gestos y con-textos

José Luis Díaz Gómez. Facultad de Medicina, UNAM y Academia Mexicana de la Lengua.

Las lenguas nombran y etiquetan las emociones, a veces con sinónimos y otras con diferencias perceptibles. Universalidad, pero sin perder la variabilidad cultural y lingüística

Las lenguas del mundo ostentan vocabularios profusos para nombrar emociones. Estos léxicos no solo identifican sentimientos que un hablante tiene o tuvo, sino que también se utilizan para comunicarlos y etiquetar lo que los prójimos sienten cuando se perciben sus gestos, voces o actitudes. El repertorio no se restringe a palabras que designan las seis emociones más básicas y necesarias para sobrevivir —miedo, ira, tristeza, alegría, sorpresa y asco—, sino que centenas de sustantivos, adjetivos y verbos designan una amplísima gama de emociones. Estas palabras se pueden agrupar en familias o campos semánticos, como sería el siguiente conjunto de términos asociados a la tristeza: aflicción, pesar, nostalgia, culpa, depresión, melancolía, amargura, duelo, congoja, desdicha, abatimiento, desconsuelo, agonía. Es relevante considerar si algunos de estos términos son sinónimos, pues es posible que una voz se mantenga en uso porque designa diferencias perceptibles.

En un grupo de investigación de la UNAM y la Academia Mexicana de la Lengua, hemos hecho el ejercicio de buscar los sinónimos de las emociones básicas en una quincena de diccionarios de sinónimos. Encontramos que se acumulan un total cercano a los cuatrocientos términos, pero los que coinciden en varios diccionarios van disminuyendo hasta estabilizarse cuando se suman más de diez lexicones. Estamos analizando si estas palabras tienen diferencias de valencia y activación fisiológica que avalen la designación de sentimientos particulares.

Se podría pensar que las cualidades afectivas rebasan con mucho a las palabras y a las facies emocionales pues, como acontece con los colores visibles, los humanos distinguen miles de tintes, en tanto las palabras que designan colores suman unas docenas. Sin embargo, aparte del glosario, las personas utilizan recursos metafóricos, prosódicos y de coordinación o fusión entre gesto, voz y palabra para expresar innumerables sutilezas del afecto. Además de las metáforas, que sugieren cualidades supuestamente inefables de la experiencia consciente, la polisemia significa conceptos afines y diversos, como la palabra dolor que refiere a la sensación lacerante que suele acompañar a una lesión corporal y al sentimiento de pena por la pérdida de alguien o algo querido. El sentido se revela en el contexto lingüístico y extralingüístico de la comunicación.

Esto plantea si, por aprendizaje social, los hablantes de culturas y lenguas distintas hacen inferencias socialmente aprendidas para etiquetar estados corporales y sentimientos para llegar a conceptualizar o incluso a sentir emociones distintas. En un trabajo reciente sobre redes de colexificación en 2500 lenguas, los autores encontraron un patrón universal que clasifica los sentimientos por su valencia y activación fisiológica, pero también un arreglo diferente entre las veinte grandes familias de lenguas del planeta. Es decir: hay tanto una universalidad como una variabilidad cultural y lingüística en la manera como los humanos experimentan, comprenden y comunican sus emociones.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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