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04 Nov 2020
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Reportajes

Cuando una pandemia nos obligó a escribir

Javier Rada

La historia de la literatura empieza con una peste. Junto a otras enfermedades ‘artísticas’, el impacto de patologías y epidemias en el arte es enorme

La literatura es tuberculosa, griposa, apestada, colérica, piojosa, leprosa y, de ahora en adelante, puede que coronavírica. Luce bubones, toses, estertores del pensamiento, gotículas de lo memorable. Como guiada por el potencial contagioso de la tinta del bacilo de Gutenberg, su historia está ligada a la enfermedad, pandemias, catástrofes naturales y personales, holocaustos y exilios. Porque la literatura, bien mirado, bien leída, es vacuna para el lesionado, la voz del superviviente, el sanatorio de la conciencia.

«A lo largo de la historia, la humanidad ha padecido multitud de pandemias de todo tipo que han determinado su realidad vital, social y cultural durante muchas generaciones. Y, como no podía ser de otra manera, las artes, y en concreto, la literatura, han reflejado esa realidad de maneras diversas», explica Javier Velaza, catedrático de Filología Latina, poeta y escritor español que ha investigado su impacto en el arte.

La historia de la literatura en Occidente empieza con una epidemia. En La Ilíada, el poema fundador de esa sombra que llamamos Homero, la peste ocupa los primeros párrafos del texto. Aparece como castigo divino, la venganza de Apolo por el secuestro de la hija de un sacerdote. Desde entonces la relación entre enfermedad y letras será fecunda, contagiosa, e inacabada…

Es muy pronto para determinar qué hará el arte con la covid-19, tras meses de confinamiento y de excepcionalidad. Pero sabemos que hay enfermedades y epidemias con más presencia que otras.

La ensayista estadounidense Susan Sontag, en su libro La enfermedad y sus metáforas, citó dos, las más mitificadas por la modernidad: la tuberculosis y el cáncer. La autora escribió ese libro mientras se trataba del cáncer. Murió a los 71 víctima de una leucemia. Como muchos otros, sabía de lo que hablaba. Comprendió que toda patología esconde alegorías. El tísico, afectado por la tuberculosis, era un ser melancólico, romántico, una silueta doliente, atrapado en una dualidad cromática: el blanco de su piel mortecina y el rojo del pañuelo ensangrentado. El cáncer, en cambio, parecía emerger de las capas profundas, como si fuera un humor reprimido, la rabia, que despertaba la ansiedad social, el silencio culpable, y el lenguaje bélico.

«Hay enfermedades que tienen unas condiciones que las hacen más literarias. Las enfermedades que actúan rápidamente sobre el cuerpo y producen estados incompatibles con poder escribir, no lo serán. En cambio lo serán las enfermedades que deterioran lentamente el cuerpo, y si presentan, por ejemplo, fiebres que pueden conducir a estados alterados de la mente», explica Adéla Kotatkova, filóloga e investigadora de la Universidad Jaume I, especialista en lenguaje médico.

El cólera, por ejemplo, una enfermedad que produce letales diarreas —poco «compatible con la creación artística»— mató a miles de personas en el París de 1832, y apenas dejó testimonios. La viruela, el mayor depredador de humanos, ha legado pocos recuerdos en el arte, si se compara con otras patologías, más allá de los retratos de los Médici que la padecieron o las secuelas en Mozart o Voltaire.

Sófocles publicó su obra maestra, Edipo Rey, solo un año después de que la gran peste azotara Atenas, dejando un legado escrito que aún tiembla en Occidente. Trasladó dicha plaga a Tebas. Recurrió una vez más a la idea del castigo divino, del mismo modo que aparece la venganza de Enlil en el poema sumerio de Atrahasis, escrito hace más de tres mil setecientos años. Eran las alegorías de su tiempo, que siguen presentes, con otros motivos, en las representaciones de la enfermedad en tiempos modernos.

Comunicaciones simbólicas

La historia del arte está llena de comunicaciones simbólicas con la enfermedad. Es un diario de catástrofes y patografías. Camilo José Cela descubrió su talento narrativo en un sanatorio tras pasar la tuberculosis, que trató en Pabellón de reposo. Joyce quedó ciego por la sífilis, y la esquizofrenia de su hija Lucia lo postró en la depresión. El psiquiatra suizo Carl G. Jung, tras leer Ulises, pensó que Joyce también padecía esa enfermedad mental. En el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, publicada en 1772, los paralelismos con la situación que vivimos son asombrosos (los bulos corrían a sus anchas, se adoptó el confinamiento doméstico, los curanderos ofrecían sus milagros…).

La obra culmen de la literatura europea, La montaña mágica, de Thomas Mann, transcurre en un sanatorio, pues su esposa, Katia, padecía tuberculosis. En La peste, Albert Camus nos explica que las plagas, por simpatía nihilista, se unen: la vírica o bacteriológica junto a la ideológica, el nazismo y el totalitarismo.

Frankenstein nació en mitad de otra catástrofe, cuando en junio de 1816 la erupción del volcán Tambora (Indonesia) obligó a unos dandis a confinarse en una mansión suiza, la Villa Diodati, en lo que se conoce como «el año sin verano». Su autora, Mary Shelley, escribió también la primera obra de ciencia ficción de pandemias: El último hombre.

En la misma villa en la que esos aristócratas jugaron a escribir cuentos, aparecerá otro arquetipo que está considerado la personificación de la infección: El vampiro, de John William Polidori. Pero el primer chupasangres romántico, anterior al Drácula de Stoker, no estaba inspirado en los Cárpatos, sino en Lord Byron, líder de la reunión y del que Polidori fue su sufrido médico. Byron, poeta maldito, adoraba la palidez de la tuberculosis y soñaba con «morir consumido» por ella para que las damas lo considerasen en su final interesante.

Excesos, lujuria y temores

En la obra más famosa vinculada a una pandemia, el Decamerón de Boccaccio, ya aparecen definidos dos perfiles psicológicos: quienes se arrodillan frente a Dios y su ira, y se confinan apostando por una vida frugal y temblorosa, y los que deciden lanzarse a los excesos del carpe diem. «No sería correcto decir que los seres humanos nos comportamos siempre de la misma manera ante este tipo de situaciones, porque los contextos culturales son diferentes y determinantes. Pero existen pautas que se repiten y en este sentido el caso de Giovanni Boccaccio puede resultar paradigmático», añade Velaza.

Apunta que Boccaccio tenía 35 años en 1348, cuando la peste negra comienza a azotar Florencia. Ya había escrito varias obras ceñidas a la moda de su época, en cierto modo manieristas. «Pero la conmoción de la peste le hizo cambiar radicalmente su forma de ver la literatura», dice. Escribe el Decamerón, una colección de relatos que se cuentan entre sí diez jóvenes que se han refugiado en una villa de Fiesole (Italia) para esquivar la enfermedad.

El denominador común de los relatos es el hedonismo. «Aunque los personajes de ficción lo practican de una manera mucho más comedida que los habitantes reales de Florencia, entregados, como el propio Boccaccio nos dice, a una lujuria desenfrenada ante la amenaza de la muerte», explica Velaza. A pesar del extraordinario e inmediato éxito que la obra tuvo entre sus contemporáneos, Boccaccio regresaría después a una literatura de corte más convencional. «Como si el efecto vivificador de la pandemia hubiera remitido con ella», concluye.

Freud, en Más allá del principio del placer, ya comprendió (e inmortalizó) esta atracción del Eros y el Tanatos​, «la pulsión de vida y muerte», la lujuria frente al polvo y los gusanos, «inmoralidad» que se repitió en la peste de Atenas, según el historiador Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso. Al ver Freud fallecer a su hija Sophie por la gripe española, supo que frente al duelo no hay refugio ni confinamiento. «La pérdida de un hijo parece ser una lesión grave», escribió con pulcritud médica. «La única forma de perpetuar un amor que no queremos abandonar», concluyó.

Si ustedes son de los que creen que una imagen vale más que mil palabras, entonces quizás ninguna obra explique mejor el vacío que deja una pandemia como la pintura de Egon Schiele titulada La familia. Se trata de la estampa de un futuro amputado. Un cuadro inacabado, en el que el genio del expresionismo austríaco imaginó la que creía su próxima felicidad: aparecen en la tela Egon, su mujer, Edith, y su hipotética hija (que aún no había nacido, pues estaba en el vientre de Edith).

Schiele no pudo terminar el cuadro. Los tres morirían por la gripe de 1918. Desaparecieron, pero siguen allí, en esa pintura sin firma, como si El beso de Gustav Klimt (otro que murió por las fiebres) les hubiera alcanzado, pero esta vez por boca de la muerte. Klimt había fallecido en Viena a los 55 años, unos meses antes que la familia Schiele. Y fue Egon, su discípulo, quién lo retrató en la morgue.

Enfermedades artísticas

«La literatura se nutre de las vivencias más intensas de sus creadores, pero también de los mayores hechos históricos», continua Kotatkova. Así ha ocurrido con la peste, con sus tres grandes pandemias que aterrorizaron a la humanidad: la peste de Justiniano (VI-VIII), la peste negra (XIV-XVIII) y la peste en China en el siglo XIX. O la lepra, la enfermedad bíblica por antonomasia. Tucídides fue el primero en describir los síntomas de la peste, siguiendo el modelo hipocrático, por si volvía, como ocurrió, a presentarse. «Las enfermedades interrumpen nuestras vidas, nuestros anhelos, con el dolor y la angustia de la muerte. Todo ese contenido de miedo, de drama e incluso de misterio, atrapa a los lectores de todas las épocas», concluye.

Sería imposible resumir aquí las obras que han tratado la enfermedad y las epidemias. Del retrato de Munch, tras pasar la gripe, y aún convaleciente, a la reciente novela Némesis, de Philip Roth (ambientada en una epidemia de polio en Newark). De las Meditaciones de Marco Aurelio (que se cree que murió por la peste antonina, quizás la viruela) a los Cuentos de Canterbury, en los que Geoffrey Chaucer imitó al Decamerón.

También es difícil determinar cuál ha sido su influencia para despertar la vocación artística, pues el aislamiento, la inactividad física, el tiempo libre, y un tormentoso viaje hacia el interior, promovieron la actividad intelectual.

Carmen Martín Gaite, por ejemplo, tras padecer el tifus, se desarrolló en la escritura durante la cuarentena. «La llamada de lo fantástico la sentí por primera vez en 1949, en mis intentos fallidos de El libro de la fiebre», explicó. La opera romántica del Oberón, de Weber, fue compuesta en la máxima virulencia de la tuberculosis. El músico alemán murió al poco de su estreno. El terror gótico de Edgar Allan Poe surgió de sus numerosas enfermedades y desastres personales, velados en sus cuentos.

En El cuaderno gris, Josep Pla explica cómo mueren como moscas a su alrededor. «Como hay tanta gripe han tenido que clausurar la universidad», escribió. ¿Les suena? «La gripe hace estragos». Gabriel Miró, en El obispo leproso, retrata la enfermedad y el trato cruel de quienes la padecían. La fotografía de Therese Frare La cara del sida cambió la imagen que teníamos de esa epidemia. En Barcelona, resiste el mural contra el sida de Keith Haring. En La dama de las camelias, Dumas evoca la tuberculosis que mata finalmente a la protagonista Margarita Gautier, inspirada en un personaje real. Le ocurre lo mismo a la Mimí de La Bohemia, ópera de Puccini. Aparece también en La quimera de Emilia Pardo Bazán, en El doctor Centeno, de Galdós, o en El Autorretrato lánguido que Modigliani pintó en 1919, cuando la tuberculosis que padecía desde su adolescencia se agravó, y tras haber huido de la gripe.

La peste está en El hereje, de Delibes, o en El manuscrito carmesí, de Gala. El confinamiento, en los mares del Sur, de Stevenson, explicado en su autobiografía Ordered South. Stanislaw Lem, Asimov, J. G. Ballard, Ursula K. Le Guin, Bradbury… imaginaron futuros con pandemias y distancia social. La enfermedad (la tisis y la depresión) nubla El diario de un enfermo de Azorín. Se lamenta en el triste Canto a Teresa, de Espronceda: «Los ojos escaldados de tu llanto. Tu rostro cadavérico y hundido». Guía la Perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino, que finalmente no murió de tisis sino de un accidente de coche. Sopla sobre El mar, de Blai Bonet. Aparece en Muerte en Venecia, de Mann, con el cólera como telón de fondo. En La Traviata de Verdi. Y en El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Innumerables obras, autores, narradores y narrados, estilos y géneros, fueron golpeados, sorprendidos, y hasta atraídos por ese beso de la muerte.

Algunas de estas obras fueron escritas en plena «exacerbación lesional, cuando un nuevo brote avivaba el fuego que iba consumiendo su organismo», según dejó escrito Leopoldo Cortejoso en La enfermera en la lucha antituberculosa (1939). ¿Hasta qué punto influyó en Kafka, que murió en el sanatorio de antituberculosos de Kierling (Austria), a los 40 años? ¿Y en Dostoievski y su torrente verbal, que padeció, además de esa patología, la epilepsia? ¿Qué despertó la enfermedad en Bellini, Maragall, Verdaguer y Bécquer…? ¿Qué inspiraron los viajes forzados en D. H. Lawrence, Keats, Chopin…? ¿Qué provocaron las islas del Mediterráneo, las montañas y desiertos lejanos, paisajes del confinamiento o exilio? ¿Les ocurrió como a Munch, creador del pavor icónico de El grito, quien dijo que «sin la enfermedad y la angustia, hubiera sido un barco a la deriva»? ¿Cómo influyó en su tiempo?

La tuberculosis fue mitificada hasta el paroxismo por los románticos. El llamado «mal de los poetas», bacilo de la bohemia que llegó a definir nada menos que el estereotipo de delgadez en la moda. Las tres gracias de Rubens, antes iconos de salud, se volvieron obesas y feas. Era hermoso parecer tísico, y hoy (curiosamente) anoréxico. «El ideal de belleza actual no está tan alejado del de las mujeres esqueléticas y con piel pálida», alega Kotatkova, quien destaca que fue la clase alta de la sociedad, en el siglo XIX, quien adoptó la tuberculosis como «índice de sensibilidad, gracia y sutileza». Aunque como alegara después Pardo Bazán: «El romanticismo la hermoseó, pero vista de cerca es espantosa».

¿Surgió la modernidad de la peste?

¿Y qué ha ocurrido con la historia mayúscula? ¿Surgió la modernidad de la peste? «No es fácil valorar hasta qué punto las crisis producidas por las pandemias han sido determinantes en los procesos históricos. Probablemente la peste del 430 a. C. influyó de manera decisiva en la derrota de Atenas frente a Esparta, y, así, en la decadencia de la ciudad que había sido cuna de la democracia y de la más alta cultura de su tiempo», explica Velaza.

Se ha discutido mucho si las diferentes pestes que afectaron al Imperio romano influyeron en su crisis y caída. «El caso más interesante, desde luego, es el del Renacimiento, cuya génesis coincide con la expansión de la peste negra de mediados del siglo XIV. La conmoción moral y espiritual que esta ocasionó fue un factor esencial en la génesis de una nueva mentalidad antropocéntrica y, de esta manera, en el nacimiento del humanismo cultural», concluye Velaza.

La enfermedad, especialmente la pandémica, constituye «un momento fuerte» del ser humano, como la guerra o la muerte. Un fertilizante literario. «Estoy seguro de que en estos momentos se están escribiendo miles de obras literarias en todo el mundo que tratan sobre la crisis sanitaria actual. Cuestión distinta es saber si alguna o cuántas de esas obras acabarán por consolidarse en el canon», alega.

Pero la enfermedad también ha influido en los paisajes, geografías y espacios literarios. Uno de los lugares que más influencia ha tenido en la creación artística ha sido el sanatorio. Separaba (y separa) a los enfermos de los sanos. Creaba otro tiempo, donde el reloj se adormecía para los marginados. Un territorio para el drama colectivo y personal, donde la literatura suele evocar «recuerdos del pasado y futuros inciertos», explica Kotatkova. Nostalgia e incertidumbre. Descomposición y metáforas de una vida interior sitiada. No se trata de un mero escenario, sino que lo determina todo, el aislamiento físico y psíquico, los maratones de lecturas que influirán a los artistas y que, junto al sufrimiento personal, a muchos hará madurar.

Literatura de alambradas y horrores del siglo XX

Tirando de la alambrada, llegamos a otro tipo de catástrofes que han tenido igualmente una influencia brutal en el arte. Hablamos de los desastres políticos, del Holocausto y los campos de concentración, del destierro. La llamada literatura del exilio tiene una larguísima tradición, según la argentina Paula Simón, miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario y experta en literatura comparada de esta clase de textos.

Desde los romanos, el arte ha respondido grosso modo con dos enfoques al destierro. Aparece el modelo de Ovidio, que nunca se acostumbró a la ausencia de Roma, decretada por Augusto, y que escogió la elegía para expresar esta «mutilación de la vida», explica Simón. El que hubiera escrito El arte de amar terminó sus días en el destierro de Tomis, actual Rumanía, con Tristes y Pónticas. Su contraparte es Plutarco. «Otro desterrado, quien consideró que el exilio formaba parte de un proceso de universalización, una posibilidad que tiene el hombre de ensanchar los límites de su mundo conocido», añade Simón.

Esta literatura abarca numerosos géneros y procedencias. Dante escribió La divina comedia para ajustar cuentas con su destierro e infierno. Solo en el siglo XX, un archipiélago de vidas rotas: del exilio alemán al republicano español de 1939, o los huidos de las dictaduras del Cono Sur, con autores como el español Max Aub, la argentina Tununa Mercado, el chileno José Donoso o el turco Nazim Hikmet.

«El exilio genera subjetividades que atraviesan esos procesos. De ahí que la nostalgia y el recuerdo de la patria, el proceso de adaptación al nuevo país, la imagen de los otros, la sensación de tiempo suspendido —esa sospecha de que el reloj se detuvo en el momento en que se dejó el país de origen— y tantos otros temas, nutran la literatura de los exiliados», explica Simón.

Otra de las literaturas que han surgido en tiempos de excepcionalidad es la «concentracionaria», una explosión testimonial de los supervivientes de los campos de muerte en el siglo XX. En esta sección de la biblioteca de los horrores tenemos la literatura de la Shoah —con un Primo Levi destacado—, de los campos de concentración franceses —producida por republicanos españoles—, la del gulag ruso —con Solzhenitsyn y su Archipiélago a la cabeza—, los golpeados en Latinoamérica, etc. «Los supervivientes de los campos de concentración manifiestan, en muchos casos, el deseo y la necesidad de participar en los procesos vigentes de rememoración social. Escribir para no olvidar, escribir para contar por los que no pueden hacerlo», concluye Simón.

Síndromes que tomaron su apellido de la literatura

No solo las enfermedades han tenido impacto en la literatura, sino que esta también ha cedido sus nombres y mitos a los médicos.

-Síndrome de Dorian Gray. Se trata de una alteración de percepción de la propia imagen, una preocupación excesiva hacia la propia apariencia relacionada con el envejecimiento. Toma su nombre de El retrato de Dorian Gray, novela escrita por Oscar Wilde.

-Síndrome de Münchausen. Hoy denominado trastorno facticio, su apellido viene del barón de Münchausen, personaje real que terminó inspirando al héroe de la literatura infantil. Este síndrome es un trastorno mental que se caracteriza por personas que quieren hacerse pasar por enfermos, inventando sus síntomas o incluso lesionándose.

-Síndrome de Ofelia. Se trata de una pérdida de memoria de la enfermedad de Hodgkin, en homenaje al personaje de Hamlet, escrito por Shakespeare. Está relacionado con esa tragedia por el desencadenamiento no intencional de daño autoinflingido que puede causar la patología.

-Síndrome de Rapunzel. Inspirada en el cuento de los Hermanos Grimm, es una extraña enfermedad relacionada con la ingesta compulsiva del propio pelo o tricofagia.

-Síndrome de Otelo. También llamado celopatía, se trata de los celos patológicos. Otra vez Shakespeare vuelve a tener ojo clínico para describir el alma humana.

-Síndrome de Huckleberry Finn. Refiriéndose al personaje de la novela de Mark Twain, no aparece como síndrome propiamente psiquiátrico, no se considera un trastorno. Está relacionado con la inmadurez y el vacío existencial.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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