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Mª Carmen Moral del Hoyo

30 Dic 2019
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De cháchara y otros ruidos: nos sobran los motivos

No hay placer comparable al verano en el pueblo. Al menos para mí, quizá porque forman un binomio inseparable en mi mística infantojuvenil (de amigos radicales, de libertad sin horarios, de rodillas llenas de cicatrices y ríos llenos de piedras, de tantas primeras veces) que arrastro pasadas, me temo, ambas edades.

Y no hay verano en el pueblo si no hay cháchara. En la plaza del pueblo, en el bar del pueblo, en los poyos de las casas del pueblo. Hablar por el sencillo placer de hablar. Sin propósito, sin pantallas.

Cháchara. Definida por el Diccionario de la Lengua Española como ‘conversación frívola’ es una de esas palabras cuya mera sonoridad nos evoca parcialmente su significado, y esa capacidad sugestiva, lejos de ser frívola, pone en jaque uno de los principios del signo lingüístico: la arbitrariedad.

Pero vayamos por orden. Por definición las palabras configuran otro binomio indisociable como el de mi verano/pueblo: tienen un significante en el plano formal, esto es, una sucesión ordenada de fonemas, y un significado asociado en el plano conceptual, la idea que esa sucesión de fonemas activa en los hablantes de una lengua. Pues bien, la relación entre significante y significado es convencional, el primero no está motivado, justificado o causado por el segundo. Por eso esta relación es distinta pero igualmente válida en cada lengua porque no hay nada en la idea «estación del año que, astronómicamente, comienza en el solsticio del mismo nombre y termina en el equinoccio de otoño» que justifique una mejor combinación de fonemas para ser representado: verano, été, summer, uda, vară… Ninguna de estas opciones se parece más ni mejor al concepto.

He aquí la arbitrariedad, uno de los axiomas fundamentales que configuran el Cours de linguistique general de Ferdinand de Saussure y, con él, la lingüística moderna. Y he aquí la controversia que secularmente ha despertado este principio y que no escapará a la intuición del hablante: algunas palabras, bastantes en realidad, sí están motivadas, hay una razón natural y no convencional para explicar guau, muac o chistar aunque haya cierto componente arbitrario necesario (el perro ladra guau y el beso suena muac en español, pero hav, ham, waf, voff y ouaf, y mopsti, chuac, smack y mwah son igualmente ladridos y besos).

Se trata del fonosimbolismo o simbolismo fonético. Una teoría con raíces tan profundas como las expresadas en el Cratilo de Platón, convencido del origen natural del lenguaje y de la relación ontológica entre el objeto y el nombre que se le asigna. Denostada por sus excesos, fue revitalizada desde las primeras décadas del siglo XX con estudios científicos en lenguas muy diversas y experimentos que se siguen replicando en pleno siglo XXI. Uno de mis favoritos, quizá por el nombre (no sé si esto apoya el fonosimbolismo), es el efecto bouba-kiki. En 1929, en Tenerife, el psicólogo W. Köhler presentaba dos figuras a los hablantes del lugar: una, llena de aristas puntiagudas. Otra, redondeada y suave. Y les ofrecía dos nombres para etiquetarlas: takete y maluma o, en las réplicas posteriores, kiki y bouba. Adivinen cuál era elegida por contundente mayoría para cada forma y acertarán: maluma y bouba designarían la forma redondeada y suave. Estos experimentos pretenden demostrar que puede haber una asociación genética, universal entre sonidos (por ejemplo, sonoros, más suaves y redondeados: /m, b/) y objetos (de iguales características) y, entonces, que el significante sí está motivado.

Vicente García de Diego, convencido de las evidencias científicas del simbolismo fonético y su importancia para la historia de las lenguas, publicó en 1965 un Diccionario de voces naturales para el español. En su prefacio afirma: «Todo el lenguaje es maravilloso, porque es lo más íntimo de la Historia. Es maravilloso el lenguaje heredado porque cada pueblo lo recrea poniendo en él su sello; pero, sobre todo, es maravilloso el que cada pueblo inventa a lo largo de su historia y en el transcurso de cada día, porque es el espejo entero de la mente humana», lamentando sin embargo cómo «la lengua natural, ahora y siempre, no ha tenido la estimación de los cultos y casi no ha merecido más que la curiosidad etnológica de algunos eruditos». Especialmente en español por «el complejo de seriedad» que nos achaca.

Hagamos caso a García de Diego y volvamos, entonces, a cháchara para averiguar el origen de su motivación fonética. Cháchara se incluye por vez primera en el Diccionario de Autoridades (1726-39), donde se explica que «es voz tomada de la italiana», lo que también opina Corominas: «El aparecer por vez primera en una traducción del italiano, la calificación de cháchara italiana que le da Palomino (1709), y la perfecta coincidencia en los significados, son fuertes indicios en favor del italianismo». De hecho, considera que toda una familia de voces romances de sentido similar corresponde a la raíz onomatopéyica KLAKK (claca, claquer), pero el resultado fonético que cabría esperar en español si hubiera sido una creación propia no sería el actual. Así pues, una voz expresiva en origen que adoptamos a través del italiano. Y de ahí hemos creado derivados patrimoniales como chacharear o chacharero, variantes dialectales como chacharacha (Chile), chachareta (Argentina), charchalear o charchaleo (en Andalucía), o expresiones como cháncharras máncharras (pretextos para dejar de hacer algo).

Otras voces igualmente evocadoras de los ruidos callados del hablar ya eran onomatopéyicas en latín. Así, susurrar, de sŭsŭrrare, que aparece recogida en los tesoros lexicográficos desde inicios del XVII o mormurar y murmurar de mŭrmŭrare (y murmurio o mormorio, pronto murmullo, incluso murmujo), presente ya en las composiciones de Gonzalo de Berceo en el siglo XIII. Ambas procedentes de la repetición de onomatopeyas generales, según García de Diego: de la del zumbido SURR- y de MURM- ‘ruidos de la boca y de las cosas y de voces de animales’, con ejemplos en familias de lenguas muy diversas (schwirren en alemán, marmalaka en vasco). Lo mismo ocurre con voces que sugieren los titubeos confusos del hablante, que pertenecen a la extensísima lista de derivados de la onomatopeya que remeda la sílaba más natural y primitiva, BA, balbucir, balbucear (de balbutīre; y, por lo mismo, la célebre onomatopeya en que se funda la palabra bárbaro), y de origen expresivo son también farfullar o tartamudear.

¿Ven cómo me gusta la cháchara? Yo quería hablar de mi pueblo y se me ha pasado el verano.

Este artículo de Mª Carmen Moral del Hoyo es uno de los contenidos del número 5 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en kioscos y librerías.
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