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10 Feb 2024
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Los mejores en castellano, seleccionados, comentados y recitados por el editor y director de Archiletras.

Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

Seis sonetos de amor de seis siglos diferentes


El amor es el asunto más recurrente de la lírica. El amor es incluso, según algunos estudiosos, una invención lírica, poética, literaria.

El soneto es uno de los mejores artefactos de los poetas. 

En estas vísperas del día del amor, del día de los enamorados, vamos a fusionar amor y sonetos en este espacio. Os presento seis sonetos de amor escritos en seis siglos diferentes, del XVI al actual, al XXI. 

El amor es el asunto más recurrente de la lírica. A ningún otro tema le han dedicado tanta atención los poetas, en español o en cualquier otro idioma. El amor es incluso, para algunos estudiosos, una invención poética, literaria. 

Atentos a esto. Jean Verdon, un historiador francés medievalista especializado en la vida cotidiana, publicó en 2006 un libro que aquí se presentó con el título de El amor en la Edad Media. La carne, el sexo y el amor. 

Es un ensayo en el que Verdon lanza la tesis de que el amor, tal como hoy lo entendemos, fue una invención de los trovadores del siglo XII, de los poetas líricos en lengua occitana que proponían un arte de amar, el amor cortés, que se convirtió durante ese y el siguiente siglo «en un sistema coherente, aunque dotado de múltiples variaciones». El autor sostiene que es en ese siglo, el XII, cuando el amor comienza a mostrarse como un todo, carnal y espiritual, sexual y emocional. 

El soneto, por su parte, es probablemente la mejor invención formal de la lírica, la estrofa más eficaz, más genuina, más frecuentada, más exitosa. Casi todos los grandes poetas han hecho excelentes sonetos. De Petrarca y Dante a Lope de Vega o Quevedo. De Shakespeare a Thomas Hardy. De Luís de Camões a Charles Baudelaire. De Sor Juana Inés de la Cruz a Alfonsina Storni o a Gabriela Mistral.

Voy a aprovechar que estamos en vísperas de san Valentín, día de los enamorados y de las tiendas de regalos, para regalaros seis sonetos de amor creados en seis siglos diferentes, todos los que lleva esta estrofa entre nosotros, entre los poetas en español. Bueno, todos, menos uno, el siglo XV, ahora veréis por qué.

El soneto se inventó en Italia, en plena Edad Media. Se atribuye la invención a un notario y poeta llamado Giacomo da Lentino, en los años veinte del siglo XIII. En el XV ya está entre nosotros gracias a don Íñigo López de Mendoza, el famoso Marqués de Santillana, que en 1438 comienza a elaborar sus llamados Cuarenta y dos sonetos fechos al itálico modo. Tiene un gran mérito el marqués, pero son sonetos que aún no le han cogido el punto a la nueva estrofa, los versos tienen un ritmo inapropiado, el de los metros de la poesía tradicional castellana anterior. Les faltaba una pequeña evolución. 

Unos 80 años después, ya en el siglo XVI, Juan Boscán y sobre todo Garcilaso de la Vega ya sí, ya abren la vía de la fecunda, variada y excelsa historia del soneto en español.

Os traigo hoy seis sonetos de seis siglos diferentes, del XVI al XXI. Pero, adrede, he decidido no seleccionar ninguno de los grandes poetas. He preferido irme a autores mucho menos conocidos. ¿Por qué, para qué? Para que veáis la enorme calidad de nuestros poetas, la altura de los mal llamados poetas menores.

Vamos con ello. 

Del siglo XVI os traigo una joya. Una joya sobre la confusión del amor, sobre la enajenación que nos causa. No se sabe con certeza su autor. Hay distintas variantes, atribuidas a poetas que quizá ni os suenen: Gregorio Silvestre, el Conde de Salinas, Antonio Mergullón, Bernardo de Balbuena… 

José Ramón Fernández de Cano y Martín -que además de experto en ese periodo es también poeta y excelente sonetista- dice en su libro Los otros clásicos, y yo le creo, que la variante de mayor calidad es la de Francisco de Figueroa, que quizás tampoco os suene y que además de poeta fue un soldado y diplomático de Felipe II. Dice así su variante de este soneto sin título:

Perdido ando, Señora, entre la gente
sin vos, sin mí, sin ser, sin Dios, sin vida;
sin vos porque de mí no sois servida;
sin mí, porque no estoy con vos presente;

sin ser, porque de vos estando ausente
no hay cosa que del ser no me despida;
sin Dios, porque mi alma a Dios olvida
por contemplar en vos continuamente;

sin vida, porque ya que haya vivido,
cien mil veces mejor morirme fuera
que no un dolor tan grave y tan extraño.

¡Que preso yo por vos, por vos herido,
y muerto yo por vos de esta manera,
estéis tan descuidada de mi daño!

Pasamos al siglo XVII. Os traigo otro soneto memorable. De una mujer. Se llama Leonor de la Cueva y Silva, y poco se sabe de ella. Que era hija de una familia burguesa de la próspera ciudad vallisoletana de Medina del Campo. Que tuvo un hermano canónigo, de nombre Jerónimo, que fue quien recogió sus composiciones poéticas en un manuscrito. Se sabe también que al amor le dedicó muchas de sus composiciones. Al amor y a la ausencia de amor, al desamor, a las dudas, como en este soneto que hoy os traigo, contradictorio, de ida y vuelta, de saber y no saber… ¡tan pesimista, tan barroco! 

Dice así este soneto de Leonor de la Cueva y Silva:

Ni sé si muero ni si tengo vida,
ni estoy en mí ni fuera puedo hallarme;
ni en tanto olvido cuido de buscarme,
que estoy de pena y de dolor vestida. 

Dame pesar el verme aborrecida,
y si me quieren doy en disgustarme;
ninguna cosa puede contentarme:
toda me enfada y deja desabrida. 

Ni aborrezco, ni quiero, ni desamo;
ni desamo, ni quiero, ni aborrezco;
ni vivo confiada ni celosa. 

Lo que desprecio a un tiempo adoro y amo:
¡vario portento en condición parezco!,
pues que me cansa toda humana cosa. 

¡Qué maravilla! Los dos primeros versos del primer terceto -«Ni aborrezco, ni quiero, ni desamo; / ni desamo, ni quiero, ni aborrezco»- son dignos de cualquiera de los poetas mayores de nuestros Siglos de Oro. El primer verso del segundo terceto -«Lo que desprecio a un tiempo adoro y amo»- lo suscribiría la mismísima sor Juana Inés de la Cruz. El último verso del soneto -«pues que me cansa toda humana cosa»- evoca al mejor Quevedo filósofo y moral.

Acompañadme ahora al siglo siguiente, al XVIII. No es la mejor centuria de nuestras letras, especialmente en la poesía. Pero mirad lo que os he encontrado. Un soneto muy interesante de José Cadalso.

Cadalso, que era gaditano, fue un ilustrado, un neoclásico. Pero también un adelantado al Romanticismo. Fue dramaturgo, prosista y poeta. Participó activamente en la mítica tertulia de la Fonda de San Sebastián, fundada por Nicolás Fernández Moratín, y en las de los círculos ilustrados de Salamanca, donde residió un tiempo y fue recibido como maestro por los más jóvenes Meléndez Valdés, Forner o Iglesias de la Casa…

Sus amores con María Ignacia Ibáñez, «la actriz de mérito más sobresaliente que había entonces en España», según se cuenta en un documento del Archivo Municipal de Madrid, conmocionaron la Villa y Corte. Él le dio papeles protagonistas en alguna de sus obras teatrales y barajó casarse con ella, y sus amigos y el ejército -al que pertenecía, pues era militar- se lo desaconsejaron. Ella murió por fiebres tifoideas con poco más de 25 años, y él casi enloqueció y convirtió aquella pérdida en un gran motivo vital y literario. Se le atribuyó incluso a Cadalso un intento de desenterrar a su amada, de abrir su tumba para volver a verla y despedirse de ella. 

A María Ignacia Ibáñez va dirigido este soneto de Cadalso que ahora os voy a decir. Ella es citada como Filis aquí y en muchos otros poemas del autor. 

Estamos ante un poema de lo que llamaríamos amor eterno, imperecedero, motivo muy abundante en nuestras letras. Un ejemplo: Amor constante más allá de la muerte se titula un celebérrimo soneto de Quevedo, medio siglo antes de Cadalso. Y una rima de Bécquer, un siglo después, dice: ; «Podrá nublarse el sol eternamente / (…) pero jamás en mí podrá apagarse / la llama de tu amor”. Pero a este motivo literario, como es digo muy frecuente, le Cadalso un tono muy personal y valioso, especialmente en el último terceto. 

El soneto de José Cadalso se titula Sobre el poder del tiempo, y dice así:

Todo lo muda el tiempo, Filis mía,
todo cede al rigor de sus guadañas:
ya transforma los valles en montañas,
ya pone un campo donde un mar había.

Él muda en noche opaca el claro día,
en fábulas pueriles las hazañas,
alcázares soberbios en cabañas,
y el juvenil ardor en vejez fría.

Doma el tiempo al caballo desbocado,
detiene el mar y viento enfurecido,
postra al león y rinde al bravo toro.

Sola una cosa al tiempo denodado
ni cederá, ni cede, ni ha cedido,
y es el constante amor con que te adoro.

Amor en sonetos varios. Sonetos de amor. Ya hemos escuchado la mitad de los previstos, tres de seis. Vamos con el cuarto, con el siglo XIX. Y vamos con un poeta que quizás tampoco te suene. Yo sabía muy poco de él. Se llama José Somoza. Era de Piedrahita, una localidad de Ávila. Y allí vivió la mayor parte de su vida. Salió de joven para estudiar en Salamanca y de mayor de vez en cuando a Madrid, para ver a sus amigos y participar en la vida intelectual de los cafés y los teatros. Se quedó en Piedrahita entre otras cosas por cuidar a un hermano suyo que estaba muy enfermo. Era además pintor. 

De José Somoza os traigo un soneto de amor admirativo, de amor casto. Se titula La Durmiente y dice así:

La luna mientras duermes te acompaña,
tiende su luz por tu cabello y frente,
va del semblante al cuello, y lentamente
cumbres y valles de tu seno baña.

Yo, Lesbia, que al umbral de tu cabaña
hoy velo, lloro y ruego inútilmente,
el curso de la luna refulgente
dichoso he de seguir, o amor me engaña.

He de entrar cual la luna en tu aposento,
cual ella al lienzo en que tu faz reposa,
y cual ella a tus labios acercarme;

cual ella respirar tu dulce aliento,
y cual el disco de la casta diosa,
puro, trémulo, mudo, retirarme.

Cambio de centuria, llegamos ya al siglo XX. Y cambiamos de continente también. Nos vamos a Argentina, país de grandes sonetistas, de Borges a Alfonsina Storni. 

No os traigo un soneto de ninguno de ellos, os presento a otro autor: Francisco Luis Bernárdez. Fue poeta y periodista, y amigo de Borges y cuñado de Julio Cortázar. Era hijo de emigrantes gallegos, y vivió unos años en España, en los años veinte del siglo pasado. 

Su soneto, un soneto de amor y de dolor, tiene una fuerza especial. Dice así: 

Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,

si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.

Llegamos a nuestro siglo, al XXI, y al final de este episodio. Os he seleccionado un soneto de la granadina Esperanza Clavera, que murió hace muy poco, hace tres años, en 2021. Esperanza tiene una sorprendente trayectoria literaria y vital. Era hija de una familia acomodada, culta y amiga de la de García Lorca, y emparentada con María Zambrano, a finales de los años cincuenta del pasado siglo. Se inició al mismo tiempo como poeta y como actriz. Hizo primeros papeles en Romeo y Julieta y en Hamlet y llegó a actuar en el María Guerrero, en Madrid.

Un «cuento de hadas» infrecuente le apartó mucho tiempo de ambas cosas, de la poesía y del teatro. Se había licenciado en Filosofía y Letras y trabajaba en una tesis doctoral sobre los códices miniados de San Millán de la Cogolla. Y en ello estaba cuando en un crucero por el Mediterráneo conoció a Sydney William Malkin, un judío norteamericano de origen ruso y divorciado, veinte años mayor que ella, con el que se casó en Gibraltar en 1964 y con el que montó en Madrid una exitosa empresa cinegética. 

Viuda de Malkin en 1978, se casó después con otro estadounidense, Robert Terry Stuart, un rico empresario y mecenas, dueño de un histórico rancho en Oklahoma, con el que Esperanza recorrió medio mundo y se relacionó con casas reales, aristócratas, adinerados y estrellas de Hollywood.

Viuda de nuevo, en 2001, Clavera pasa a residir en Miami y en Nueva York, visita cada año su Granada natal y retoma su actividad como poeta. Ese mismo 2001 publica Tiempo de amor, un nuevo poemario tras décadas sin dar ninguno a la imprenta, y ese le siguen muchos otros hasta su muerte. De esta última etapa es de donde he seleccionado el soneto que os traigo. 

Buena parte de su obra es, por tanto, de madurez. «Mi poesía obedece siempre a un dictado interior que no puede analizarse, que es esotérico, que no sé de dónde viene», dice Esperanza en 2004 en una entrevista en el diario Ideal, de Granada. Sus versos, escribe Amelina Correa Ramón, «conjugan esteticismo, trascendencia, el erotismo más carnal y a la vez el más sublimado, con un intenso misticismo que permite traslucir en ráfagas la particular influencia de un admirado Juan de la Cruz». Tomo esta cita de Amelina Correa de su artículo sobre Esperanza Clavera incluido en el número 7 de Archiletras Científica, el monográfico titulado Poesía del siglo XXI en lengua española. Lo publicamos en 2022 y aún podéis adquirirlo en nuestra tienda en línea. Os lo recomiendo vivamente si amáis la poesía.

Dice así este soneto de Esperanza Clavera con el que terminamos este episodio: 

Al alba, penetrada en la deshora
del desamor y el pánico, aterida,
se hizo el silencio punto de partida
hacia la soledad desoladora.

Noviembre funeral. El llanto en hora,
noticia de un adiós sin despedida.
Todo el solsticio se tornó en herida,
súbito daño en terminal aurora.

Sin orillas dejaste mi naufragio,
sin los astros de luz mi firmamento,
y el giro de mis aves sin presagio.

La lejanía fue tu testamento
y abrazada a los ecos de tu adagio
habité en la esperanza en que te siento.