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06 Ene 2024
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Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

Pedro Salinas, el amor a ti debido

Hace ahora unos cien años, la literatura en español experimentó un momento estelar, una conjunción de estrellas insólita, irrepetible. Hablamos de la Generación del 27, de un grupo de poetas de primerísima fila que se conocieron, se trataron y tuvieron una alta conciencia de formar parte de un colectivo único. De uno de ellos vamos a hablar y a disfrutar hoy. Se llama Pedro Salinas. Pocas veces un solo autor hizo tantos poemas de amor memorables.

Soy Arsenio Escolar, y esto es Poemas sentidos.  

Ensayista. Dramaturgo. Novelista. Profesor y maestro de otros profesores en prestigiosas universidades. Traductor, por ejemplo de Marcel Proust, al que dio a conocer en todo el ámbito hispanohablante. Y poeta, sobre todo poeta. El madrileño Pedro Salinas es uno de los considerados poetas mayores de la enorme Generación del 27. Uno de los poetas mayores en un grupo en el que los otros poetas mayores son Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego… ¡Nunca desde el Siglo de Oro había concentrado la literatura en español tanto talento en tan poco tiempo!

Como académico, Salinas hizo una larguísima carrera que lo llevó a residir en muy distintas ciudades, periplo en el que lo acompañó su amada Margarita Bonmatí Botella, con la que se había casado muy joven, con 24 años. Tras dos cursos de Derecho y doctorarse en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid con una tesis sobre las ilustraciones del Quijote, Salinas emprendió una deslumbrante trayectoria universitaria. Fue lector de español en La Sorbona y en Cambridge. Fue catedrático en la Universidad de Sevilla, donde tuvo entre sus alumnos a Luis Cernuda. Permutó su cátedra sevillana con la de Jorge Guillen en la Universidad de Murcia, aunque no llegó a ejercer allí. Fue en Madrid profesor en la Escuela Central de Idiomas y en el Centro de Estudios Históricos, vinculado a la Institución Libre de Enseñanza. Fue también, en los primeros meses de la República, uno de los promotores de la Universidad Internacional de Verano de Santander, luego denominada Universidad Internacional Menéndez Pelayo, fundada en 1932, y de la que Salinas acabó siendo secretario general.

Es en esa época cuando conoce y se enamora de una estudiante estadounidense seis años menor que él, Katherine R. Whitmore, que andando el tiempo sería una de las más prestigiosas profesoras de lengua y literatura española en Estados Unidos. Ella es la destinataria de la trilogía poética de Salinas que forman los volúmenes titulados La voz a ti debidaRazón de amor y Largo lamento. Y fue ella, Katherine, la que puso fin a la relación cuando la mujer de Salinas, Margarita, la descubrió e intentó suicidarse.

Salinas bebe en la poesía pura de la primera época de Juan Ramón Jiménez, que era diez años mayor que él. En sus primeros pasos poéticos, hablaba de «liberar el verso español del yugo de la métrica». También lo hizo del de la rima. La mayoría de sus versos son blancos, no rimados. Frases lapidarias, tono conceptista, paradojas, reflexiones y sentimientos reducidos a su mínima expresión, pocos o ningún adorno… Y el amor como tema prácticamente único. Así es su poesía. 

Entre los de la Generación del 27, Salinas es el gran poeta del amor. «He tenido siempre un deseo de amor tan vivo que por eso he sido poeta», escribe en una de sus Cartas de amor a Margarita, su mujer.

Salinas es autor de docenas de poemas excelentes, excelsos. Es difícil hacer una selección, una antología. Vamos a empezar por este. Por uno que dice así:

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

O este otro, probablemente también dirigido a su amada Katherine, como el anterior, como tantos de los suyos. Dice así:

¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!
Lo dejaría todo,      
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!

Y aún espero tu voz:
telescopios abajo,
desde la estrella,
por espejos, por túneles,
por los años bisiestos
puede venir. No sé por dónde.
Desde el prodigio, siempre.
Porque si tú me llamas
-¡si me llamaras, sí, si me llamaras!-
será desde un milagro,        
incógnito, sin verlo.

Nunca desde los labios que te beso,
nunca
desde la voz que dice: «No te vayas.»

No solo a su mujer, Margarita. También a Katherine le escribió Salinas muchas cartas, algunas incluso después de la ruptura. En 2002 se publicó una selección de ellas, 151 de las 354 que se conservan en la biblioteca de la Universidad de Harvard. Lo había autorizado la propia Katherine, con dos condiciones: que se publicaran 20 años después de su muerte, de la de ella, y que no se publicaran las cartas que ella le envió a él, también depositadas en Harvard. Los estudiosos creen que de alguna manera las cartas y los poemas eran la forma de Salinas de cortejarla, de seducirla.

Vamos con otro poema. Dice así:

Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto,
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más. El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada ya,
para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.

Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no…
-¿Adónde se me ha escapado?-.
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.

Y seguimos con otro poema más, bellísimo: Dice así:

Cuando te digo: «alta»
no pienso en proporciones, en medidas:
incomparablemente te lo digo.

Alta la luz, el aire, el ave;
alta, tú, de otro modo.

En el nombre de «hermosa»
me descubro, al decírtelo,
una palabra extraña entre los labios.

Resplandeciente visión nueva
que estalla, explosión súbita,
haciendo mil pedazos,
de cristal, humo, mármol,
la palabra «hermosura» de los hombres.

Al decirte a ti: «única»,
no es porque no haya otras
rosas junto a las rosas,
olivas muchas en el árbol, no.

Es porque te vi sólo
al verte a ti. Porque te veo ahora
mientras no te me quites del amor.
Porque no te veré ya nunca más
el día que te vayas,
tú.

Tras la crisis, tras dejar Katherine al poeta, Margarita siguió con Salinas hasta la muerte de este, en Boston, en 1951, en el exilio al que habían salido tras la guerra civil española: Francia, Estados Unidos, Puerto Rico, Estados Unidos de nuevo…

En 1939, cuatro años después de su ruptura con el poeta, Katherine se casó con un profesor del que tomó el apellido. El de soltera era Reding. Mucho tiempo después, ya fallecidos Pedro y Margarita, y también el marido de Katherine, esta escribió esto sobre Salinas y sobre su relación con él: «Fue emocionante, alegre, devastador y triste para ambos. Verdaderamente tenía «Beauty, and Wonder, and Terror», cita de Shelley que sirve de prefacio en La voz a ti debida. Cuando releo sus cartas después de tantos años y paso las páginas de los exquisitos volúmenes que encuadernó especialmente para mí, me pregunto cómo el destino pudo ser tan amable».

Vamos a acabar con otro poema de amor de Pedro Salinas. O, mejor dicho, con un poema de ausencia. Muchos de ellos lo eran, eran poemas a Katherine cuando ya Katherine no estaba. Este está en versos heptasílabos blancos, sin rima. El «No te vayas» entrecomillado, que ya hemos visto antes en otro poema, y que vemos tres veces ahora, es la voz de Katherine.

Dice así este poema:

¡Qué paseo de noche
con tu ausencia a mi lado!
Me acompaña el sentir
que no vienes conmigo.
Los espejos, el agua
se creen que voy solo;
se lo creen los ojos.

Sirenas de los cielos
aún chorreando estrellas,
tiernas muchachas lánguidas,
que salen de automóviles,
me llaman. No las oigo.
Aún tengo en el oído
tu voz, cuando me dijo:
“No te vayas”. Y ellas,
tus tres palabras últimas,
van hablando conmigo
sin cesar, me contestan
a lo que preguntó
mi vida el primer día.
Espectros, sombras, sueños,
amores de otra vez,
de mí compadecidos,
quieren venir conmigo,
van a darme la mano.
Pero notan de pronto
que yo llevo estrechada,
cálida, viva, tierna,
la forma de una mano
palpitando en la mía.
La que tú me tendiste
al decir: “No te vayas”.
Se van, se marchan ellos,
los espectros, las sombras,
atónitos de ver
que no me dejan solo.
Y entonces la alta noche,
la oscuridad, el frío,
engañados también,
me vienen a besar.
No pueden; otro beso
se interpone en mis labios.
No se marcha de allí,
no se irá. El que me diste,
mirándome a los ojos
cuando yo me marché,
diciendo: “No te vayas”.