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11 May 2024
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Los mejores en castellano, seleccionados, comentados y recitados por el editor y director de Archiletras.

Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

José Santos Chocano, ‘El Cantor de América’ hoy casi olvidado

Hace más de cien años, era conocido en todo el territorio hispanohablante como El Cantor de América. Era aclamado, homenajeado, reconocido. Él mismo se equiparaba a Walt Whitman. Hoy apenas queda memoria de él. Hablamos del peruano José Santos Chocano, una de las figuras más controvertidas -por su trayectoria personal, ligada a dictadores y caudillos latinoamericanos- de las letras en español.

Salvo en su país natal, el Perú, hoy apenas se recuerda a José Santos Chocano. En su tiempo, sin embargo, fue famosísimo y aclamado como El Cantor de América– Vivió en el paso del siglo XIX al siglo XX. Nació en 1875 y murió en 1934. Su vida fue rocambolesca, aventurera, envuelta en todo tipo de conflictos y de situaciones extremas. Su muerte, también.

A los 20 años estuvo preso, acusado de subversión, en una fortaleza militar del Callao. A los 32, tuvo que salir a toda prisa de Madrid, donde llevaba tres años residiendo, tras verse involucrado en una estafa al Banco de España. Fue más tarde activista político en Cuba, en Puerto Rico y en México, donde ejerció de secretario de Pancho Villa, el famoso jefe revolucionario. A los 45 años estuvo a punto de ser fusilado en Guatemala tras haber colaborado con el dictador Manuel Estrada Cabrera. A los 47 fue laureado oficialmente por el Gobierno de su país. A los 50 fue de nuevo encarcelado -e indultado dos años después- tras matar de un disparo a quemarropa en una disputa a un joven escritor en la redacción del diario El Comercio, de Lima. 

Él mismo, Chocano, murió de modo violento. En Santiago de Chile, a los 58 años, apuñalado en un tranvía por un esquizofrénico que creía que el poeta tenía el mapa de un tesoro que no quería compartir.

Como poeta, José Santos Chocano es uno de los grandes del modernismo. A Rubén Darío, el gran pope de esa corriente literaria, que era ocho años mayor que él, se acercó cuanto pudo procurando su amistad y su refrendo, especialmente en Madrid, donde ambos coincidieron como diplomáticos. El nicaragüense se dejó querer, con algunas reticencias. 

Hábil versificador, dueño de un amplísimo registro de recursos literarios, poeta del ritmo y del color, autoproclamado heredero a partes iguales de los incas y de los conquistadores españoles, José Santos Chocano tuvo lo que hoy diríamos un alto concepto de sí mismo como literato. Una grandísima autoestima. Un enorme afán por ser el mejor de entre los primeros. “Walt Whitman tiene el norte, pero yo tengo el sur”, escribió muy temprano, en 1908, comparándose de igual a igual con la gran figura de las letras estadounidenses del siglo XIX.

Vamos con su obra, con sus versos. Empezamos con el poema titulado Blasón, uno de los más populares, uno de los que muchos peruanos se saben de memoria. Es un soneto en versos alejandrinos, de catorce sílabas. Dice así:

Soy el cantor de América autóctono y salvaje:
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con vaivén pausado de hamaca tropical…

Cuando me siento inca, le rindo vasallaje
al Sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje
parecen mis estrofas trompetas de cristal.

Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el león, de oro,
y las dos castas fundo con épico fragor.

La sangre es española e incaico es el latido;
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera sido
un blanco aventurero o un indio emperador. 

Ya veis. Un yo muy potente, una exaltada reivindicación de su doble sangre inca y española y unos versos muy musicales.

Muchos más musicales son aún los dos poemas que ahora os traigo. Son dos centelleantes poemas épicos, llenos de color, de sonoridad, a veces de grandilocuencia. El primero es muy largo, tiene más de un centenar de versos, veremos solo los primeros. Se titula Los caballos de los conquistadores, y está considerado como una de las joyas del modernismo. Comienza así:

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales…

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:

Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

El segundo poema épico de Chocano os lo traigo completo. Se titula Caupolicán. Es una evocación del mítico caudillo araucano de ese nombre. Una evocación de un pasaje crucial de su vida. El pasaje en el que Caupolicán se impone en la prueba física de caminar sin descanso con un gran tronco de árbol cargado a los hombros para ser elegido como el jefe -el toqui- de los araucanos -los mapuches- que van a luchar contra los conquistadores españoles.

El mito de Caupolicán arranca de La Araucana, un poema épico de finales del siglo XVI del poeta y soldado madrileño Alonso de Ercilla. En uno de sus pasajes, el anciano Colocolo propone «mas ha de haber un capitán primero / que todos por él quieran gobernarse. / Éste será quien más un gran madero / sustentase en el hombro sin pararse». 

Chocano tenía un precedente cercano en el que inspirarse, un soneto en versos alejandrinos de su admirado Rubén Darío. Vamos a ver primero el soneto de Rubén Darío y después el de José Santos Chocano.

El del nicaragüense dice así: 

Es algo formidable que vio la vieja raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.

Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.

Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.

«¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta»,
e irguiose la alta frente del gran Caupolicán.

Y ahora vamos con el del peruano, con el de José Santos Chocano. Es  también un soneto en versos alejandrinos. Quizás no alcance el nivel del poema del nicaragüense, pero no le anda lejos. Dice así:

Ya todos los caciques probaron el madero.
«¿Quién falta», y la respuesta fue un arrogante: «¡Yo!»
«¡Yo!», dijo; y, en la forma de una visión de Homero,
del fondo de los bosques Caupolicán surgió.

Echóse el tronco encima, con ademán ligero,
y estremecerse pudo, pero doblarse no.
Bajo sus pies, tres días crujir hizo el sendero,
y estuvo andando… andando… y andando se durmió.

Anduvo, así, dormido, vio en sueños al verdugo:
él muerto sobre un tronco, su raza con el yugo,
inútil todo esfuerzo y el mundo siempre igual.

Por eso, al tercer día de andar por valle y sierra,
el tronco alzó en los aires y lo clavó en la tierra
¡como si el tronco fuese su propio pedestal!

Hay también un Chocano más allá de la épica. Un José Santos Chocano lírico, intimista, reflexivo. Vamos a acabar con dos poemas de ese tipo. El primero es un soneto en endecasílabos. Se titula Playera, y dice así:

Filósofo es el mar: se alza y se llena;
y después de estallar en broncos ruidos,
corta su voz, apaga sus latidos,
y se dilata en la extensión serena.

Sabe que hay una ley que lo refrena;
y, sus sueños al ver desvanecidos,
se queja con furiosos alaridos
y como un gladiador rueda en la arena.

Almas que el ansia de luchar obstina:
venid conmigo a la arenosa raya,
y veréis cómo el mar también, se inclina;

que el rendirse ¡ay! cuando el vigor se abruma,
es solamente respetar la playa,
y dejar de ser ola, y ser espuma!…

El segundo y último se titula Nostalgia, y dice así:

Hace ya diez años
que recorro el mundo.
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!

Quien vive de prisa no vive de veras,
quien no echa raíces no puede dar frutos.

Ser río que recorre, ser nube que pasa,
sin dejar recuerdo ni rastro ninguno,
es triste y más triste para quien se siente
nube en lo elevado, río en lo profundo.

Quisiera ser árbol mejor que ser ave,
quisiera ser leño mejor que ser humo;
y al viaje que cansa
prefiero terruño;
la ciudad nativa con sus campanarios,
arcaicos balcones, portales vetustos
y calles estrechas, como si las casas
tampoco quisieran separarse mucho…

Estoy en la orilla
de un sendero abrupto.

Miro la serpiente de la carretera
que en cada montaña da vueltas a un nudo;
y entonces comprendo que el camino es largo,
que el terreno es brusco,
que la cuesta es ardua,
que el paisaje es mustio…

¡Señor! ¡Ya me canso de viajar! ¡Ya siento
nostalgia, ya ansío descansar muy junto
de los míos!… Todos rodearán mi asiento
para que les diga mis penas y mis triunfos;
y yo, a la manera del que recorriera
un álbum de cromos, contaré con gusto
las mil y una noches de mis aventuras
y acabaré en esta frase de infortunio:

-¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!