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20 Ene 2024
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Los mejores en castellano, seleccionados, comentados y recitados por el editor y director de Archiletras.

Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

Hurtado de Mendoza, agente doble

Hoy os traigo a una de las personalidades más interesantes de nuestro primer Siglo de Oro, el siglo XVI. Se llamaba Diego Hurtado de Mendoza y Pacheco. Para muchos era don Diego, a secas. Tuvo un enorme prestigio. «¿Qué cosa aventaja a una redondilla de don Diego Hurtado de Mendoza?», dijo de él Lope de Vega. 

Nació hacia 1503 o 1504, en Granada. Y falleció muy mayor para la época, en agosto de 1575. Cuando nació, reinaba en Castilla Isabel la Católica, y cuando murió lo hacía, ya como rey de España, su bisnieto Felipe II. Su larga vida, la de don Diego, le dio para mucho. Poeta, quizás novelista, diplomático y político, bibliófilo, hombre de armas y de letras, humanista. Muy culto. ¡Sabía latín! Bueno, latín, y griego, y árabe, y hebreo, y varias lenguas europeas.

Poeta en el viejo estilo tradicional castellano, pero también al nuevo modo italianizante impulsado por sus contemporáneos y casi amigos Juan Boscán y Garcilaso de la Vega. 

Diplomático de larga carrera: fue embajador en la Inglaterra de Enrique VIII; en Venecia, donde se instaló en un palacio en el Gran Canal; en Roma… Fue gobernador de Siena, donde sofocó una sublevación contra el dominio español. Participó en una misión oficial en Bruselas. Fue el representante de Carlos I en el Concilio de Trento. En fin, fue también un hombre de poder. 

Y un bibliófilo exquisito: en sus viajes por toda Europa reunió una colección de libros que legó al final de su vida a Felipe II y acabó depositada en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. 

Hijo de un militar, y militar él mismo en las campañas contra la sublevación de los moriscos, escribió después la obra titulada Guerra de las Alpujarras que se tiene aún hoy por una de las más documentadas y completas de aquel conflicto bélico.

Historiador, por tanto. ¿Y novelista? Puede que también, y no un cualquiera: desde hace ya cuatro siglos, desde el siglo XVII, ha habido docenas de expertos que lo han tenido por el autor del Lazarillo de Tormes, la primera novela moderna de la historia. Quizás algún día se encuentre la prueba definitiva de que lo fue. O de que no lo fue, nunca se sabe.

Como poeta, fue tradicional y moderno; de octosílabos y de redondillas típicamente castellanas tradicionales y de modernos endecasílabos y sonetos traídos de Italia en aquellos años suyos. Fue por tanto un poeta al que podemos considerar agente doble, y de dos causas o tendencias que parecían enfrentadas y que en él eran complementarias. Y con peculiaridades tan curiosas como estas dos:

Una. Que hizo incluso poemas erótico-satíricos, entre ellos una titulada Fábula del cangrejo que pasa por ser una de las principales obras del sugénero. Está en octavas reales y es muy ingeniosa, muy divertida. A una bella que se bañaba desnuda en un día de julio de mucho calor se le mete un cangrejo donde imagináis. Pese a los esfuerzos de la madre de ella, es la habilidad de un mancebo que pasaba por allí la que logra sacárselo. Imaginad cómo.

Y dos. Que Hurtado de Mendoza fue el inventor del soneto dentro del soneto. Recordaréis el célebre de Lope de Vega que comienza diciendo: «Un soneto me manda hacer Violante, / que en mi vida me he visto en tanto aprieto; / catorce versos dicen que es soneto; / burla burlando van los tres delante». Pues bien: casi cien años antes, Diego Hurtado de Mendoza había compuesto este que dice así: 

Pedís, Reina, un soneto y os lo hago.
Ya el primer verso y el segundo es hecho;
si el tercero me sale de provecho,
con otro más en un cuarteto os pago.

El quinto alcanzo: ¡España! ¡Santïago
cierra! Y entro en el sexto: ¡Sus, buen pecho!
Si el séptimo libro, gran derecho
tengo a salir con vida de este trago.

Ya tenemos a un cabo los cuartetos:
¿Qué me decís, señora? ¿No ando bravo?
Mas sabe Dios si temo los tercetos.

¡Ay! Si con bien este segundo acabo,
¡nunca en toda mi vida más sonetos!
Más deste, gloria a Dios, ya he visto el cabo.

Mentía y mucho con eso de «¡nunca en toda mi vida más sonetos!». Hizo muchos, y muy bien armados. A mí me gusta mucho este, por ejemplo:

Alcé los ojos, de llorar cansados,
por tornar al descanso que solía;
y como no lo vi donde solía,
abajélos con lágrimas bañados.

Si algún bien yo hallaba en mis cuidados,
cuando por más contento me tenía,
pues que ya le perdí por culpa mía,
razón es que los llore ahora doblados.

Tendí todas las velas en bonanza,
sin recelar humano entendimiento;
alzóse una borrasca de mudanza,

como si tierra y mar y fuego y viento
no me fueran en contra mi esperanza,
y castigaron solo el sufrimiento.

O este otro, que en su comienzo a mí me recuerda un verso memorable de Garcilaso. El “Salid sin duelo, lágrimas, corriendo” de la Égloga I del toledano. Dice así el soneto del granadino:  

Salid, lágrimas mías, ya cansadas
de estar en mi paciencia detenidas;
y siendo por mis pechos esparcidas,
serán mis penas tristes mitigadas.

De mil suspiros vais acompañadas,
y por tan gran razón seréis vertidas,
que si mi vida dura por mil vidas,
jamás espero veros acabadas.

Y si después, llegado el final día
do por la muerte dejaré de veros,
hallase algún lugar mi fantasía,

la alma, que aun en la muerte ha de quereros,
a solas sin el cuerpo lloraría
lo que en vida ha llorado sin moveros.

Vamos a acabar con un poema de Hurtado de Mendoza que entra de lleno en otra fecunda tradición literaria. La de la mirada, la de los ojos como punto de partida en el amor y en el desamor. Es un tema poético eterno. En nuestra literatura, por ejemplo, está en el Cantar de Mio Cid: «de los sus ojos, tan fuertemente llorando», dice uno de los primeros versos. O está en Gutierre de Cetina, en su célebre madrigal que comienza así: «Ojos claros, serenos, / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿por qué, si me miráis, miráis airados?». Está también en Gustavo Adolfo Bécquer, en la rima XXIII, la que comienza así: «Por una mirada un mundo / por una sonrisa, un cielo, / por un beso… ¡yo no sé / qué te diera por un beso!».

Vamos con el poema de Hurtado de Mendoza. Fijaos  en unos versos casi al final, esos que dicen «si quieres a quien te deja / y dejas a quien te quiere» que nos remiten a otra constante poética que nos encontraremos siglo y medio después extraordinariamente bien desarrollada y sentida por sor Juana Inés de la Cruz, cuando decía: «Al que ingrato me deja, busco amante; / al que amante me sigue, dejo ingrata; / constante adoro a quien mi amor maltrata; / maltrato a quien mi amor busca constante».

Vamos con don Diego. Dice así este poema que él tituló Canción:

Pastora, si mal me quieres
y deseas apartarme,
bien lo muestras con mirarme.

Contigo tienes testigos,
señora, de estos antojos,
que el corazón y los ojos
nunca fueron enemigos.
Huyan de ti tus amigos
y tú huye de mirarme,
que yo no puedo apartarme.

Nadie ponga el afición
en voluntad ocupada,
que al cabo de la jornada
para en desesperación.
Yo busco mi perdición
y tú quieres ayudarme,
pastora, con mal mirarme.

Doblada lleva la queja
el pastor que por ti muere,
si quieres a quien te deja
y dejas a quien te quiere.
Vaya amor adonde fuere
que, aunque quieras apartarme,
no podrás con no mirarme.