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16 Sep 2023
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Los mejores en castellano, seleccionados, comentados y recitados por el editor y director de Archiletras.

Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

El Cid, una creación poética

 

¿El héroe por excelencia? ¿El buen vasallo si hubiese buen señor? ¿El paladín cristiano legendario: noble, leal, esforzado, piadoso, sereno…? ¿O un mercenario cruel y despiadado que se vendía al que mejor le pagara, fuera cristiano o musulmán? No sabemos cuál de esos dos fue realmente el Cid, pero sí sabemos que el primero, que ha pervivido mil años, es sobre todo una creación literaria, poética.

La naturaleza imita al arte. Y a veces el arte crea la naturaleza. Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid, existió realmente. Fue un líder militar muy relevante de los reinados de Sancho II y Alfonso VI de Castilla, en la segunda mitad del siglo XI. Del primero de los dos reyes fue el alférez real, algo así como el general en jefe. Con el segundo, hermano del primero, tuvo una relación más tensa, muy complicada. El rey ordenó su destierro, y el Cid, con su propia mesnada, un pequeño ejército, sirvió en varias batallas a diversos señores cristianos y musulmanes y acabó tomando para sí mismo la ciudad de Valencia. Fue en ella algo así como un rey al que sólo le faltaba la corona.

El Cantar de mío Cid, que narra las hazañas de Rodrigo Díaz de Vivar, el Campeador, es la primera obra poética extensa de la literatura en español. Consta de 3.735 versos, agrupados en tiradas, unas series sin número fijo de versos con una misma rima asonante.

El poema se debió de escribir unos cien años después de la muerte del Cid, muerte que ocurrió en Valencia en el año 1099. Narra las hazañas del héroe, muchas ciertas y otras inventadas, según investigaciones académicas recientes. Inventadas no sólo por el anónimo autor del Cantar. La literatura cidiana es muy temprana y bastante abundante. Antes del Cantar, dos obras narrativas escritas en latín, el Carmen Campidoctoris y la Historia Roderici, ya habían empezado a crear la leyenda del héroe.

El anónimo autor del Cantar es un excelente poeta. Observad cómo nos presenta al Cid, ¡entre lágrimas!, en unos de los primeros versos del poema. Os sitúo en la escena. El Cid, que ha recibido la orden del rey para que salga al destierro, reúne a amigos, parientes y vasallos para despedirse y para pedirles a los que quieran que le acompañen lejos de Castilla.

De los sos ojos tan fuertemientre llorando
tornava la cabeça e estávalos catando.
Vio puertas abiertas e uços sin cañados,
alcándaras vacías, sin pieles e sin mantos
e sin falcones e sin adtores mudados

Para una mejor comprensión del texto, os los diré en una versión modernizada y adaptada a nuestro castellano de hoy por el profesor Alberto Montaner Frutos. Dice así:

En silencio intensamente llorando,
volvía la cabeza, los estaba mirando.
Vio puertas abiertas, batientes sin candados,
perchas vacías, sin túnicas de piel ni mantos,
sin halcones y sin azores mudados.
Suspiró mio Cid, por los pesares abrumado,
habló mio Cid bien y muy mesurado:
—¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en lo alto!
¡Esto han tramado contra mí mis enemigos malvados!

Allí empiezan a espolear, allí sueltan las riendas.
A la salida de Vivar una corneja les salió por la derecha
y entrando en Burgos les salió por la izquierda.
Se encogió mio Cid de hombros y agitó la cabeza:
—¡Alegría, Álvar Fáñez, que nos echan de la tierra!

Mio Cid Ruy Díaz en Burgos entró,
en su compañía hay sesenta pendones.
Salían a verlo mujeres y varones,
burgueses y burguesas están en los miradores,
llorando en silencio, tal era su dolor,
por las bocas de todos salía una expresión:
—¡Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor!—

Salto en el tiempo, ya estamos probablemente en el siglo XIII o en el XIV, y ha surgido en las letras españolas un género muy fecundo. El de los romances.

Los romances medievales son unos poemas de tradición oral, muchos de ellos desgajados de alguna escena de un cantar de gesta anterior, que los juglares recitaban o cantaban de pueblo en pueblo, de mercado en mercado, de castillo en castillo. Están en versos octosílabos, los pares riman en asonante. No tenían autor conocido. En muchos de ellos, incluido este cidiano que os traigo, el Romance de la jura de santa Gadea, del que hay muchas versiones diferentes, se advierte la mano de distintos autores: los diferentes juglares que los adaptaban, quitando, poniendo o cambiando versos, en función de sus propios gustos o de la audiencia a la que en cada ocasión se dirigían.

El Romance de la jura de santa Gadea es uno de los más famosos e intensos de los llamados romances históricos. En este caso, falsamente históricos, pues multitud de estudios modernos han demostrado, como os anticipaba antes, varias cosas. Una, que ni el Cid ni Alfonso VI fueron como nos cuenta la literatura medieval. Otra, que la famosa jura de santa Gadea o de santa Águeda (una iglesia de Burgos que aún hoy día existe, a pocos metros de la catedral), en la que el primero le habría pedido cuentas al segundo sobre la muerte de su hermano el rey anterior, Sancho II, en realidad nunca se produjo. Otras más, que el destierro del Cid se debió a otras razones.

En lo que cuenta, el Romance de la jura de santa Gadea enlaza con otro también muy popular y muy bello: el Romance del rey don Sancho, que dice así:

—Guarte, guarte, rey don Sancho,
no digas que no te aviso,
que de dentro de Zamora
un alevoso ha salido:
llámase Bellido Dolfos,
hijo de Dolfos Bellido,
cuatro traiciones ha hecho
y con esta serán cinco;
si gran traidor fuera el padre,
mayor traidor es el hijo.
Gritos dan en el real:
que a don Sancho han mal herido.
Muerto le ha Bellido Dolfos,
gran traición ha cometido.
Desque le tuviera muerto,
metiose por un postigo;
por las calles de Zamora
va dando voces y gritos:
—Tiempo era, doña Urraca,
de cumplir lo prometido.

La Urraca de los últimos versos era la hermana mayor de ambos reyes, Sancho y Alfonso. Y lo prometido que se apunta, la conjura entre aquella y este para matar a Sancho y que Alfonso se convirtiera en el nuevo rey. De ahí las explicaciones que en el romance de la jura pide Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid.

Vamos con el romance de la jura. Es un poema recio, intenso, bellísimo. La eficacia narrativa, la riqueza léxica, la naturalidad y soltura con las que se engarzan las rimas, la altura lírica y épica en algunos pasajes, el crescendo de la primera interpelación del Cid al rey —que te mate la peor gente posible, del peor modo posible, en el peor lugar posible… si no dices la verdad sobre la muerte de tu hermano— y la habilidad y contundencia del diálogo entre los dos protagonistas convierten a este romance en una de las piezas más valiosas de toda la literatura medieval en castellano. Dibuja además y deja fijada para siempre una escena de un alto valor representativo, un relato que acaba convirtiéndose en un símbolo universal. El del vasallo leal, cabal, honrado y con principios que se rebela contra un rey ilegítimo, opresor, quizás fratricida y usurpador del trono, al que le pide cuentas aun a sabiendas de que su gesto le va a traer la ruina y la desgracia personal.

El poema, el Romance de la jura de santa Gadea, dice así:

En santa Águeda de Burgos,
do juran los hijosdalgo,
le toman la jura a Alfonso
por la muerte de su hermano;
tomábasela el buen Cid,
ese buen Cid castellano,
sobre un cerrojo de hierro
y una ballesta de palo
y con unos evangelios
y un crucifijo en la mano.
Las palabras son tan fuertes
que al buen rey ponen espanto.

—Villanos te maten, Alfonso;
villanos, que no hidalgos;
de las Asturias de Oviedo,
que no sean castellanos;
mátente con aguijadas,
no con lanzas ni con dardos;
con cuchillos cachicuernos,
no con puñales dorados;
abarcas traigan calzadas,
que no zapatos con lazo;
capas traigan aguaderas,
no de contray ni frisado;
con camisones de estopa,
no de holanda ni labrados;
caballeros vengan en burras,
que no en mulas ni en caballos;
frenos traigan de cordel,
que no cueros fogueados.
Mátente por las aradas,
que no en villas ni en poblado,
y sáquente el corazón
por el siniestro costado,
si no dijeres la verdad
de lo que te es preguntado:
si fuiste o consentiste
en la muerte de tu hermano.

Las juras eran tan fuertes
que el rey no las ha otorgado.
Allí habló un caballero
que del rey es más privado:

—Haced la jura, buen rey,
no tengáis de eso cuidado,
que nunca fue rey traidor,
ni papa descomulgado.

Jurado había el rey
que en tal nunca se ha hallado;
pero allí hablara el rey
malamente y enojado:

—Muy mal me conjuras, Cid;
Cid, muy mal me has conjurado;
mas hoy me tomas la jura,
mañana me besarás la mano.

—Por besar mano de rey
no me tengo por honrado,
porque la besó mi padre
me tengo por afrentado.

—Vete de mis tierras, Cid,
mal caballero probado,
y no vengas más a ellas
desde este día en un año.

—Pláceme, dijo el buen Cid;
pláceme, dijo, de grado,
por ser la primera cosa
que mandas en tu reinado.
Tú me destierras por uno,
yo me destierro por cuatro.

Ya se parte el buen Cid,
sin al rey besar la mano,
con trescientos caballeros,
todos eran hijosdalgo;
todos son hombres mancebos,
que ninguno había cano;
todos llevan lanza en puño
y el hierro acicalado,
y llevan sendas adargas
con borlas de colorado.
Mas no le faltó al buen Cid
adonde asentar su campo.

Nuevo salto en el tiempo, y ya vamos acabando. Ahora el salto es más largo. Nos plantamos en los comienzos del siglo XX, en concreto en 1902. Manuel Machado, hermano mayor de Antonio y excelente poeta también, toma un pequeño episodio del Cantar de mío Cid y hace un nuevo poema que refuerza el mito cidiano y que -vuelvo al principio- demuestra que en ocasiones el arte crea la naturaleza.

El episodio se narra en los versos del Cantar inmediatamente posteriores a los que antes os he reproducido, cuando el Cid sale de Burgos camino del destierro. Dice así en el Cantar, en la versión original:

Grande duelo habian las gentes cristianas;
ascondense de mio Çid, ca no le osan dezir nada.
El Campeador adeliño a su posada;
asi como llego a la puerta, fallola bien çerrada,
por miedo del Rey Alfonso, que asi lo habian parado:
que si no la quebrantase por fuerza, que no gela abriese nadi.
Los de mio Çid a altas voces llaman;
los de dentro no les querien tornar palabra.
Aguijo mio Çid, a la puerta se llegaba,
saco el pie del estribera, una ferida le daba;
no se abre la puerta, ca bien era çerrada.
Una niña de nueve años a ojo se paraba.
¡Ya Campeador, en buen hora çinxiestes espada!
El rey lo ha vedado, anoche d’el entro su carta,
con gran recaudo & fuertemientre sellada.
No vos osariemos abrir ni coger por nada;
Si no, perderiemos los haberes y las casas
y demas los ojos de las caras.
Çid, en el nuestro mal vos no ganades nada.

Manuel Machado convierte ese pequeño episodio de la niña del Cantar de mio Cid en un poema memorable. Lo titula Castilla, y es un romance peculiar, hecho de heptasílabos y de endecasílabos. Con una rima que suena muy leve, con una fuerza descriptiva y una tensión emocional intensas, y con una musicalidad y un ritmo que se diría que evocan el avance de la mesnada del Cid “por la terrible estepa castellana”, camino del destierro. A mi me parece escuchar los caballos al trote, como si ellos y sus jinetes, el Cid y su mesnada, se resistieran a dejar su tierra.

Dice así este Castilla, de Manuel Machado.

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.

Cerrado está el mesón a piedra y lodo.
Nadie responde… Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los terribles golpes
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde… Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules, y en los ojos, lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.

Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja…
Idos. El cielo os colme de venturas…
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!

Calla la niña y llora sin gemido…
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: ¡En marcha!
El ciego sol, la sed y la fatiga…
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.