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13 Jun 2020
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Los mejores en castellano, seleccionados, comentados y recitados por el editor y director de Archiletras.

Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

El amor ascendía entre nosotros, de Miguel Hernández

El amor ascendía entre nosotros
como la luna entre las dos palmeras
que nunca se abrazaron.

El íntimo rumor de los dos cuerpos
hacia el arrullo un oleaje trajo,
pero la ronca voz fue atenazada.
Fueron pétreos los labios.

El ansia de ceñir movió la carne,
esclareció los huesos inflamados,
pero los brazos al querer tenderse
murieron en los brazos.

Pasó el amor, la luna, entre nosotros
y devoró los cuerpos solitarios.
Y somos dos fantasmas que se buscan
y se encuentran lejanos.

No es de los poemas más conocidos de Miguel Hernández (1910-1942), quizás porque nadie le puso música y lo popularizó, pero es de los más bellos. Rezuma amor y dolor, pasión y desengaño, ilusión y frustración, alegría contenida y poca y tristeza infinita.

Pertenece al último poemario del autor, Cancionero y romancero de ausencias, escrito en las muchas cárceles (Madrid, Palencia, Ocaña, Alicante) en las que pasó Hernández los tres últimos años de su vida, condenado por el franquismo primero a muerte y después a 30 años de prisión por su activismo republicano y comunista durante la guerra civil.

Murió de tuberculosis, y de todas las penalidades que pasó en aquellas cárceles de la postguerra, en la enfermería de un penal de Alicante. Tenía 31 años.

Niño pobre, pastor de cabras desde crío, se hizo escritor y poeta leyendo vorazmente, en los montes a los que llevaba el rebaño, todo lo que caía en sus manos. De Virgilio a Verlaine, de San Juan de la Cruz y Garcilaso a Cervantes, Lope de Vega, Calderón y, sobre todo, Góngora. Aprendió con ellos a utilizar los metros más diversos y complicados (tercetos, sonetos, octavas reales…) con una pericia impropia de un autodidacta. El apoyo y el elogio en el Madrid republicano e intelectual de los años treinta de buena parte de las figuras de la época, y entre ellos de tres futuros premios Nobel, Pablo Neruda, Vicente Aleixandre y Juan Ramón Jiménez, lanzan su carrera literaria. La guerra y la represión de la postguerra la cercenaron para siempre. Como la de Lorca, pero aún mucho más joven.

Hay un Hernández muy valioso que es poeta social, político, bélico, y hay otro quizás aún más valioso y perdurable que es lírico puro. Lírico del dolor -el de la Elegía a Ramón Sijé, con el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca, y las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, las tres grandes elegías de la literatura en español- y lírico del amor. El poema de hoy es ambas cosas, amor y desamor, amor y dolor.

Hernández usa de modo magistral la forma que le da al poema. Todo está en su sitio y en su medida. Sugiere más que cuenta. Hay más sensaciones que datos. Hay una melodía de fondo con una leve rima asonante a/o (abrazaron, trajo, labios…). Hay espiritualidad (luna, oleaje, arrullo), pero hay sobre todo carnalidad: cuerpos, brazos, huesos, labios, carne. Hay cuatro estrofas, una de tres versos y tres de cuatro versos, todas de endecasílabos que se cierran con heptasílabos. En los endecasílabos, el atisbo de esperanza; y en cada heptasílabo de final de estrofa, el pero, la herida, el dolor: “que nunca se abrazaron”, “fueron pétreos los labios”, “murieron en los brazos”, “y se encuentran lejanos”.

Y hay, además, esa imagen de la luna ascendiendo entre dos palmeras distantes que se os va a quedar para siempre, como se me quedó a mí cuando lo leí por primera vez, de adolescente.