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07 Mar 2021
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Los mejores en castellano, seleccionados, comentados y recitados por el editor y director de Archiletras.

Arsenio Escolar

Periodista, filólogo, escritor y editor. Fundé Archiletras en 2018 tras darle vueltas al proyecto durante 35 años.

Caupolicán, de José Santos Chocano

Ya todos los caciques probaron el madero.
«¿Quién falta», y la respuesta fue un arrogante: «¡Yo!»
«¡Yo!», dijo; y, en la forma de una visión de Homero,
del fondo de los bosques Caupolicán surgió.

Echóse el tronco encima, con ademán ligero,
y estremecerse pudo, pero doblarse no.
Bajo sus pies, tres días crujir hizo el sendero,
y estuvo andando… andando… y andando se durmió.

Anduvo, así, dormido, vio en sueños al verdugo:
él muerto sobre un tronco, su raza con el yugo,
inútil todo esfuerzo y el mundo siempre igual.

Por eso, al tercer día de andar por valle y sierra,
el tronco alzó en los aires y lo clavó en la tierra
¡como si el tronco fuese su propio pedestal!

Hoy insuficientemente recordado, salvo en su país natal, y en su tiempo famosísimo y aclamado como ‘el Cantor de América’, el peruano José Santos Chocano (1875-1934) es una de las figuras más controvertidas -por su trayectoria personal- de las letras en español. Su vida fue rocambolesca, aventurera. Se vio envuelto en todo tipo de conflictos y situaciones extremas.

Preso político a los 20 años, acusado de subversión; de Madrid, donde vivió tres años, tuvo que salir a los 32 a toda prisa tras verse involucrado en una estafa al Banco de España; activista político más tarde en Cuba, Puerto Rico y México, donde fue secretario del jefe revolucionario Pancho Villa; a punto de ser fusilado a los 45 en Guatemala tras haber colaborado con el dictador Manuel Estrada Cabrera; laureado oficialmente por el Gobierno de su país a los 47; preso de nuevo a los 50, e indultado dos años después, tras matar de un disparo a quemarropa en una disputa a un joven escritor en la redacción de un diario; muerto en Santiago de Chile a los 58, apuñalado en un tranvía por un esquizofrénico que creía que el poeta tenía el mapa de un tesoro que no quería compartir.

Como poeta, es uno de los grandes del modernismo. A Rubén Darío, el gran pope de la corriente, que era ocho años mayor que él, se acercó cuanto pudo procurando su amistad y su refrendo, especialmente en Madrid, donde ambos coincidieron como diplomáticos. El nicaragüense se los dio, con algunas reticencias. Hábil versificador, dueño de un amplísimo registro de recursos literarios, poeta del ritmo y del color, autoproclamado heredero a partes iguales de los incas y de los conquistadores españoles, Chocano tuvo lo que hoy diríamos un alto concepto de sí mismo como literato, una grandísima autoestima, un enorme afán por ser el mejor de entre los primeros. “Walt Whitman tiene el norte, pero yo tengo el sur”, escribió muy temprano, en 1908, comparándose de igual a igual con la gran figura de las letras estadounidenses del siglo XIX.

El poema que hoy es traigo es muy representativo de la obra del peruano. Podíamos habernos fijado en otros quizás más populares, como el celebérrimo Blasón («Soy el cantor de América autóctono y salvaje: / mi lira tiene un alma, mi canto un ideal. / Mi verso no se mece colgado de un ramaje / con vaivén pausado de hamaca tropical…») o el muy celebrado Los caballos de los conquistadores, de un ritmo y una musicalidad excelsos: “¡Los caballos eran fuertes! / ¡Los caballos eran ágiles! / Sus pescuezos eran finos y sus ancas / relucientes y sus cascos musicales…”. He preferido este Caupolicán porque se trata de una de sus grandes composiciones de aliento épico. Es una evocación del mítico caudillo araucano Caupolicán, que se impone en la prueba física de caminar sin descanso con un gran tronco de árbol cargado a los hombros para ser elegido como el jefe -el toqui- de los araucanos -los mapuches- que van a luchar contra los conquistadores españoles.

El mito arranca de La Araucana, un poema épico de finales del siglo XVI del poeta y soldado madrileño Alonso de Ercilla. En uno de sus pasajes, el anciano Colocolo propone «mas ha de haber un capitán primero / que todos por él quieran gobernarse. / Éste será quien más un gran madero / sustentase en el hombro sin pararse». Chocano tenía un precedente cercano en que inspirarse, un soneto en versos alejandrinos (de catorce sílabas) de su admirado Rubén Darío: “Es algo formidable que vio la vieja raza: / robusto tronco de árbol al hombro de un campeón / salvaje y aguerrido, cuya fornida maza / blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón. / Por casco sus cabellos, su pecho por coraza, / pudiera tal guerrero, de Arauco en la región, / lancero de los bosques, Nemrod que todo caza, / desjarretar un toro, o estrangular un león. / Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día, / le vio la tarde pálida, le vio la noche fría, / y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán. / «¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta. / Anduvo, anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta», / e irguiose la alta frente del gran Caupolicán”.

El de Chocano, también un soneto en alejandrinos, quizás no alcance el nivel del poema del nicaragüense, pero no le anda lejos. Yo lo siento así: