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04 Ene 2019
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México

Ha nacido un gentilicio orgullosamente chilango

Laura García Arroyo

Las vicisitudes ocurridas hasta ponerle nombre a los habitantes del estado número 32 de México, heredero del antiguo Distrito Federal. La elegida, una expresión coloquial y al principio peyorativa

Los embarazos suelen traer un sinfín de decisiones con fecha de caducidad. Con el nacimiento del bebé llegan muchas responsabilidades. La primera: registrar a ese nuevo ser vivo con nombre y apellidos. Las discusiones más acaloradas durante la gravidez giran en torno a ese nombre que le pondrán a la criatura, de qué manera se referirán y dirigirán a él toda su vida.

Esa palabra se convertirá en su carta de presentación, aparecerá en documentos, con él responderá a los pases de lista en las clases y con él inmortalizarán alguna calle, si llega a hacer algo relevante. No es poca cosa.

Si esto pasa con una persona, imagínense cuando se trata de una población. Las denominaciones de la mayoría de las ciudades se establecieron al ser ocupadas o creadas por nuevos habitantes. Por suerte, todas tienen ya varios siglos como para cuestionarse a estas alturas por qué se tomó tal decisión. Se llama así y punto, nos acostumbramos y no nos planteamos que pueda haber otra forma.

Y aquellos ciudadanos con ganas de bautizar una localidad, con talento y trabajos que lo permiten, se atreven a inventar ciudades de ficción y dan rienda suelta a su creatividad sin temor a ser criticados: sus habitantes no pueden reclamar y los espectadores o lectores suelen aplaudir semejantes audacias; Gotham, Comala, Macondo, Amaurota, Camelot, Liliputh, Narnia, Pandora, Atlántida, Sión, Vetusta o la Tierra Media se han convertido en lugares que uno casi podría situar en el mapa. En uno que existe en nuestra imaginación, claro.

Pero, ¿qué hay de sus gentilicios? ¿Cómo se referiría Peter Pan a los oriundos de Neverland, cómo recordaríamos a los naturales del Tlön de Borges o cómo se definiría el Principito como único residente del Asteroide B? Quizá no importe, sus nativos son igualmente de ficción.
Pero volvamos a la realidad. A la cercana, la mexicana. Muchos de nuestros topónimos fueron decididos por los conquistadores que tomaron las tierras (Loreto, Córdoba, Salamanca, San Ignacio, Bahía de Kino), héroes que las recuperaron (Morelos, Hidalgo, Guerrero) o personajes que destacaron en la región (Quintana Roo). En muchos casos, de las adaptaciones que hicieron locales y recién llegados al tratar de pronunciar la lengua del otro (Orizaba, Churubusco). Otros casos atienden a características geográficas o naturales que las definen (Aguascalientes, Oaxaca, Querétaro, Jalisco, Colima). Pero sacando la lupa en el plano nacional uno puede encontrarse maravillas como Tangamandapio, Mocorito, Mascota o Ciudad Mante, donde los gentilicios suponen un verdadero reto. Olviden la temperatura de los hidrocálidos de Aguascalientes, a los playenses —que no playeros— de Playa del Carmen, a los colimotes/colimenses/colimeños que forman el combo 3×1 de Colima o todos esos segundos nombres coloquiales que conviven con los oficiales, como tuzos, jarochos, tapatíos, chocos o guayabos. Todos ellos son de uso común y guardan una historia apasionante.

Pero en épocas en donde todo parece ya descubierto —y bautizado— se celebra mucho que se susciten conversaciones, a veces controvertidas, sobre aspectos que tienen que ver con el uso de una palabra. Y los gentilicios no suelen ser protagonistas de las sobremesas, pero recientemente se produjo un hecho poco frecuente que provocó una de estas excepcionales ocasiones.

El antecedente es el siguiente: hasta 2016, los Estados Unidos Mexicanos estaban compuestos por 31 estados y un Distrito Federal, la capital. Pero una reforma política aprobada en diciembre de 2015 y promulgada en enero siguiente la convirtió en una entidad federativa con autonomía y soberanía propias y, con ella, nacía el estado número 32 del país. Inmediatamente había que redactar una constitución local que entró en vigor el 17 de septiembre de 2018. Mientras la Asamblea Constituyente debatía sus artículos, en la calle surgía una duda inesperada que se transformó en singular preocupación en pocas semanas. Si el DF había cambiado de nombre y ahora había que decirle Ciudad de México, ¿cómo se llamarían sus habitantes a partir de ahora?

Pronto los medios, las oficinas, las fiestas, las banquetas, los hogares se hicieron eco de la noticia y empezaron a meditar sobre el gentilicio. Ciudad Victoria, Ciudad Juárez y Ciudad del Carmen habían enfrentado dificultades similares y habían optado por centrarse en el segundo término de su nombre. Lo resolvieron con victorense, juarense y carmelita. El problema con la capital es que esta segunda palabra era México, ya incluida en el país (mexicano) y en uno de los otros estados (mexiquense).

Salió a la luz entonces que la Academia Mexicana de la Lengua había propuesto en 2001 mexiqueño para despachar este dilema y en el DILE (Diccionario de la lengua española) aparecía definido como «natural de México, capital de la república mexicana». Eso era cuando la llamábamos «la ciudad de México». Pero ahora Ciudad era parte del acta de nacimiento y a nadie le gustó, por muy etimológicamente bien construido que estuviera.

Empezaron las sugerencias. Capitalino. No, porque es genérico, hay muchas capitales en el mundo. Citadino. Menos aún, no tiene ninguna personalidad que nos identifique. Vallense. ¿Y eso qué? Hay millones de valles por todas partes. Mexicas. ¡Volvamos a los orígenes! Aunque no quede nada de entonces… Y empezaron las bromas y excentricidades: exdefeños, cedemecos, cedemexiquenses, traficalinos, chairopolitanos, tepichulos… Nos divertimos, eso que ni qué.

De repente una voz insinuó: ¿Y si nos quedamos con el chilango? Y de repente esa expresión coloquial que empezó usándose de forma peyorativa para criticar a los inmigrantes de la capital provenientes de otros estados y acuñado para ofender a los defeños se convertía en orgullosa reivindicación para defender una identidad, un carácter y una manera de entender la vida que ningún otro vocablo conseguía representar y unir de la misma manera.

Y entonces los ánimos se calmaron. La polémica se zanjó. Todos sonrieron y chilangamente siguieron viviendo.

La nueva constitución ya está en vigor, pronto entrará un nuevo gobierno y se plantea una nueva imagen turística y otro logo para la ciudad (¡apenas nos aclimatábamos!). Pero ahora sabemos que por muchos esfuerzos que hagan las autoridades, en cuestiones de uso lingüístico, los hablantes siempre tendrán la última palabra. Y tan tan.