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06 Feb 2020
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Saldar la deuda

Parado en medio de la estación, el linyera apuntaba los ojos al piso. Acaso pensaba en su madre, esa devota mujer que siendo niño lo obligaba a rezar cada noche, y que le escondía un rosario de semillas de algarrobo en el bolsillo de la campera que él llevaba a la escuela. Acaso recordaba su lejana vida como marinero. O probablemente pensaba en Carmencita.

Con lento andar, como si los harapos le pesaran, se acercó al tacho de basura. Se inclinó para mirar adentro, y sacó un resto de comida: un sobre de McDonalds con algunas papas fritas. Metió el sobre en la bolsa de plástico que le colgaba de la soga anudada a su cintura.

A esa hora de la noche ya quedaban pocos pasajeros en la estación Retiro.

El linyera caminó hasta el ala de la estación ocupada por comercios de artículos en oferta. En el recodo de la vidriera de un local de ropa interior acomodó dos cartones, tiró una manta encima, se descolgó las bolsas, y se sentó.

Fijó la mirada en el alto techo abovedado, y la dejó ahí perdida.

—Lo suyo está demasiado avanzado —lo había sentenciado el médico del hospital, mientras estudiaba con ceño grave una placa de tórax—. Le aconsejo que se interne ya mismo. Podemos evaluar una cirugía. Como sea, amigo, acá va a sufrir menos.

Ni loco me internan, se dijo aquel día, escapando del hospital. Había visto ya cómo a los crotos que morían en la calle, o en las estaciones de tren, los mandaban directo a la morgue.

A la morgue, sí: ese es el lugar donde terminaría, donde él quería terminar.

Cuando lo atacaba esa tos que lo estrangulaba hasta el desmayo, se preguntaba si debió haber obedecido el «Acá va a sufrir menos» del médico. Y al final siempre se respondía lo mismo: aunque tuviera que padecer esa enfermedad, había decidido quedarse en Retiro para cumplir su misión, para ver a Carmencita. Seguramente ella no lo reconocería. Sí: después de tantos años ya no le importaría nada de su padre. Él recordaba bien el domingo en que abandonó a su esposa: Carmencita cumplía ese día dos años, la familia se reunía en la tarde, y él se había jugado al póker la plata del pedido de la confitería. Se escapó mientras dormían, en la madrugada, sin una nota, sin siquiera un llamado o una explicación.

En aquella época se justificaba, se decía que lo agobiaba la obligación de mantener una familia. Aunque los siguientes años le demostraron que tampoco era capaz de mantenerse a sí mismo. Su única etapa de estabilidad había sido en la Marina Mercante: solo debía cumplir órdenes, le daban de comer, y de arriba del barco no podía escaparse adonde fuese.

Del bolsillo del sobretodo sacó una botella de plástico, y tragó como si la sed lo consumiera. El vino le aseguraba algunas horas de sueño. Dormiría hasta que lo sacudieran los accesos de su sangrienta tos, o echado a baldazos de agua por el personal de limpieza al amanecer.

Unas horas después, abrió los ojos sobresaltado por una acidez que le corroía la garganta.

Fue hacia el baño. Se sacó la remera, y se enjuagó los sobacos y la cabeza en la pileta.

—¡La puta madre! —dijo un tipo de mameluco azul que entró en ese momento al baño. Seguramente maldecía por tener que compartir el baño con semejante escoria: un vago oloroso y semidesnudo, con un ancla tatuada que le ocupaba toda la espalda. Al toser y escupir sangre, el ancla se encogía y se expandía, como navegando en movimientos ondulantes.

Al salir del baño, el linyera fue a plantarse en su puesto habitual, cerca de los andenes y próximo al paso de los pasajeros que bajaban del tren. Colocó a sus pies una lata, y apoyó en ella un cartel escrito a mano:

«Una ayuda. No se lo pido yo. Dios se lo pide».

No se paraba ahí por la miseria de las limosnas. De hecho, los pasajeros repudiaban a esos sucios pedigüeños, y él ya se había acostumbrado a comer lo que rescataba de los tachos. También cada tanto caminaba al refugio de pordioseros de Caritas a recibir un guiso caliente, y de paso, se traía algún jarabe para la tos que les pedía a los enfermeros.

En ese puesto apenas recaudaba unas monedas para el vino, pero desde ahí él podía ver llegar a Carmencita.

Cuando supo de su enfermedad —en realidad cuando supo que se moría—, decidió buscar a su hija. En la computadora de un centro de jubilados encontró en Facebook el perfil de Carmencita. Se detuvo en cada una de sus fotos, en cada uno de sus comentarios. Al leer que era médica, un estúpido orgullo lo hizo emocionarse. Escondiendo de los jubilados sentados cerca de él las lágrimas de alegría, sonrió: ella era alguien. Sí: por algún misterio de la genética, ella no había heredado su débil personalidad; esa puta irresponsabilidad con la que maltrató a los que tuvo cerca.

—Y a Carmencita más que a nadie —dijo en voz baja frente a la pantalla—. Y a mí mismo también.

También se daba el dato de en dónde la doctora Carmen Albertini ejercía como médica forense. En uno de los comentarios de Facebook, ella mencionó sus viajes en tren a Retiro. Y por eso él decidió apostarse en esa estación.

Verla cada mañana era una ceremonia que cumplía desde hacía pocas semanas. Al principio le había sido difícil identificarla entre todo ese gentío.

Con la ayuda de las fotos, un día la reconoció bajando del tren. Y no tuvo dudas: ella, Carmencita, avanzaba por el andén, sin mirar a los costados, la espalda recta y la cabeza erguida mirando al frente, como si nadie existiera a su alrededor.

Y, desde ese reencuentro, él cumplía su misión: a diez pasos atrás, la escoltaba, la custodiaba en ese corto trayecto hacia el subte. Podría ser una misión trivial o acaso innecesaria, pero cuidarla en la estación era la forma que había encontrado él para saldar algo de su deuda.

Miró el reloj de la estación: casi las 7.15. Ya era la hora.

Aguzó la vista entre los pasajeros que avanzaban apresurados, y la detectó detrás de un grupo de estudiantes. Jamás le hablaría. ¿Para qué? No le arruinaría la vida pidiéndole perdón, revelándole que ese sucio y canceroso linyera era su padre.

Acompañó a Carmencita con la mirada, hasta que ella se metió en la boca del subte.

A la madrugada del día siguiente, pocas horas antes de que Carmencita atravesara la estación, un grupo de policías custodiaban un cuerpo tapado con cartones. Había sido encontrado por el personal de limpieza a metros de un negocio de ropa interior. La gente se detenía a curiosear, y hacía comentarios, mientras los policías les ordenaban que circulasen. Al rato, cuando recién amanecía, dos camilleros cargaron el cadáver envuelto en una tirante sábana, y se lo llevaron en una ambulancia.

Y a las 7.15 Carmencita atravesó la estación, como todos los días. Ella nunca notaría —seguramente nadie lo notaría— que el linyera ya no mendigaba como era habitual, al costado del paso de los pasajeros.

Un rato después, unos minutos antes de las ocho de la mañana, ella, la doctora Carmen Albertini, saludó con un beso a los enfermeros, y se metió en su minúsculo despacho. Colgó el tapado en el perchero, se cambió las zapatillas que traía de la calle por un calzado de goma blanco, y se puso el guardapolvo. Recogió dos fichas de cartón que le habían dejado sobre el escritorio, y se encaminó hacia el depósito de los cuerpos.

Ya dentro de la sala, leyó la primera ficha: identidad desconocida.

Seguiría el protocolo para estos frecuentes casos de decesos de sujetos en situación de calle: identificar la causa de la muerte y extraer muestras de ADN para un posterior reconocimiento.

Con la ayuda de un enfermero, abrieron la cámara refrigerada. Deslizaron el cuerpo hacia afuera, y lo movieron hacia la mesa de Morgagni, en donde se practicaría la autopsia.

Del examen de la caja torácica del NN, Carmen verificó en forma evidente el muy extendido cáncer pulmonar grado 4. Eso confirmaba la causa del paro cardiorrespiratorio.

Para completar el estudio, le ordenó al enfermero que invirtiera el cadáver para su examen en decúbito prono, mientras completaba la ficha.

Terminó con sus anotaciones, y fijó la vista en el cuerpo acostado boca abajo, con los brazos colgando de la camilla.

Sintió un mareo que le oscureció la visión, y se agarró del escritorio para mantenerse en pie. El ancla oscura, tan ancha como la propia espalda del cadáver, se destacaba en esa macilenta piel como un símbolo vigoroso. Como si no estuviera destinado a la muerte. Carmen tenía pocos recuerdos de su temprana infancia, aunque esa ancla era la única imagen vívida que conservaba de su padre.

—Por favor, vuelva a invertir el cuerpo —le ordenó al enfermero, disimulando su entrecortada respiración—. Y después salga unos minutos. Yo lo llamo enseguida.

Cuando estuvo sola, no le costó reconocer esas facciones. Es él, se dijo tragando lágrimas.

La madre siempre había rehusado hablarle del padre. Pero ella, siendo adolescente, había encontrado en el desván una caja con algunas fotografías y otras pocas pertenencias de él. Furtiva, cuando sabía que nadie la encontraría, estudiaba esas fotografías durante horas, y siempre le había llamado la atención el ancla tatuada en la espalda.

Nunca lo culpó por haber desaparecido. Tampoco lo odió. Simplemente, nunca lo entendió.

Buscó en la cartera el rosario de semillas de algarrobo. El mismo que había encontrado en la caja del desván. El mismo que siempre llevaba con ella.

Entrelazó el rosario en los dedos de su padre. Y lloró.

Fabián Kon