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24 Mar 2023
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Neorruralidad, cotidianeidad y ensueño

Tuve un compañero de casa, llamado Alberto, que era freelance. Nunca supe qué era lo que lanzaba libre, pero por las noches tocaba el piano en su teclado eléctrico de reciente adquisición, y durante el día se paseaba con unos auriculares rojos colgando del cuello, a través de los cuales decía mantener importantes reuniones con gentes diversas de todo el país. Nos cruzábamos por el pasillo, la cocina o el cuarto de baño, y Alberto levantaba su mano izquierda en un gesto que hacía de saludo y disculpa por no poder atenderme en ese momento, inmerso en el más allá. Yo le sonreía, divertida y curiosa, y también levantaba una mano que saludaba y restaba importancia a la presencia física y ausencia mental. Luego él venía con el teclado a enseñarme lo que la noche anterior había aprendido a tocar, y tras la muestra quedábamos en hablar por WhatsApp para concertar, de habitación a habitación, los horarios de comidas y cenas. Llegado el momento, Alberto acudía a la cita apresurado, señalando que él solo iba a picar algo rápido para volver al trabajo, y entonces abría el frigorífico y podía oírse el crsssss de la lata de cerveza que acababa de abrir. «¿No hay aceitunas?», preguntaba.

Un día decidimos salir de la rutina e ir a un discopub. Quedamos a las ocho en la puerta de casa y caminamos por la carretera solitaria, silenciosa y oscura, con las manos en los bolsillos resguardándose del frío, hacia el único bar del pueblo. Alberto me hablaba de un rapero estadounidense que había hecho algo revolucionario, pero al que, en su momento, nadie prestó mucha atención. Acababa de sacar un nuevo álbum en YouTube, y parecía que esta vez no iba a pasar desapercibido.

Al día siguiente, por la mañana, acompañé a Alberto a hacer gestiones al pueblo de al lado. De vuelta a casa, en el coche, el otoño nos explotó de emoción. Habían salido relucientes el sol y el naranja y el azul del cielo y el verde brillante de la hierba que orillaba el asfalto. Cantábamos I will survive conquistando con nuestras voces el espacio y el tiempo aquella mañana de noviembre, por una carretera terciaria de un solo carril, mientras movíamos bailongos nuestros cuerpos de sabrosura, ajenos a las ataduras del cinturón de seguridad. Éramos jóvenes, el mundo quedaba lejos y el campo se desplegaba a nuestros pies con la cara recién lavada tras una noche de juerga. Llegamos a casa, apagamos el motor, y Alberto sacó de su bolsillo del pantalón los auriculares rojos que desenrollaba cuidadosamente y conectaba al móvil siempre bajo de batería, al tiempo que me decía que iba a aprovechar para hacer un par de llamadas y acabar un par de cosas antes de la hora de comer.

—Genial. Me avisas por WhatsApp cuando acabes —respondí. Me fui a mi habitación a contestar un par de emails, y luego me eché un rato a dormir: aunque Alberto esto no lo supo hasta que me vino a buscar preocupado ante mi ausencia de respuesta en la mensajería instantánea, y entonces se dio cuenta de por qué no había estado atenta al WhatsApp.

Cocinamos espaguetis con salsa de tomate y espinacas, y el perro de Alberto, llamado Tobillos, nos vino a merodear los susodichos porque él también quería comer.

Luego Alberto anunció que se volvía a su cuarto a trabajar, y yo me quedé en la cocina a escribir estas líneas mientras lo escuchaba repetir una y otra vez las nueve primeras notas de Para Elisa, que Alberto se había propuesto manejar en su teclado eléctrico de reciente adquisición, como si los suyos fueran los dedos del maestro corriendo ágiles por las teclas de marfil de un piano de cola, en el centro de la estancia marmoleada de un palacio en Viena. Corriendo mis dedos por las teclas del ordenador, unas gotitas repiqueteantes sobre el cristal de la ventana me hicieron levantar la vista de la pantalla. Ante mis ojos, a través del vidrio, la lluvia y el viento se erguían sobre el paisaje gris de la tarde otoñal, y la radiante luz de la mañana parecía entonces un sueño lejano. Era como si aquella súbita tormenta viniera a anunciar el final de mi estancia en aquella casa con Alberto.

Al día siguiente, mientras pelaba una naranja para desayunar y Alberto me acompañaba inmerso de nuevo en alguna importante reunión a través de sus auriculares rojos, mi teléfono sonó después de semanas sin emitir un ruido. Una voz al otro lado preguntó por mí, y al conocer que hablaba con la destinataria de su mensaje, pasó a desvelar el motivo de su llamada.

—¿Podrías empezar mañana? —preguntó.

Alberto me ayudó a buscar una nueva casa en Internet, y acto seguido se sumergió en la red de redes para desvelar los más profundos vicios de mi nueva compañera de piso. Me informó de que se dedicaba a masajear cabezas, y yo preparé a Alberto una infusión de jengibre con tomillo y ajo para el resfriado que aquella mañana le había empezado a aflorar. Recogí mis cosas, me despedí de Alberto. Me subí a un tren y comí tortitas de maíz inflado para calmar la pena del adiós.

María López