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05 Dic 2018
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Escalofrío y erección

Me cuesta ducharme los lunes. Tengo miedo de perderte en el desagüe.

Sé que las diminutas esporas
que se me despeñan del ombligo,
los trocitos de piel muerta que se suicidan al contacto con la bañera
son los únicos restos del fin de semana de tu piel en mi piel,
y ningún gel dermoprotector va a darme el mismo placer
que la periferia abandonada de tu tacto en mi cuerpo.
Cuando nos vamos de vacaciones y luego volvemos a ciudades separadas
estoy una semana sin probar el jabón y el agua, para que no te vayas del todo;
y sería capaz de habitar el Sáhara después de vivir contigo un par de meses.
Me cuesta comer, también.
Mi lengua que ha rezado en tu boca prefiere el ayuno a pecar de menú del día.
Mi boca, que ha sido pila bautismal del agua bendita
recogida de tu benditísimo coño
no quiere volver a beber por lo menos hasta el martes.
Y así adelgazo todos los principios de semana.
Me transparento, y por la calle me llaman el hombre invisible.
Luego por las noches vas deslizándome caramelos en el paladar,
uno a uno, por las ranuras del teléfono,
y a la vuelta de los viernes me introduzco de nuevo en tu cama
de nuevo como el peso pesado que ha sido campeón a tus órdenes.
Mientras tanto, los martes, miércoles, jueves,
trabajar resulta imposible. Tampoco es necesario, claro.
El dinero será un problema para los que comen y los que tienen facturas
con la empresa municipal del agua,
pero no para mí. A mí, que además
me viene la electricidad en forma
de escalofrío y erección.
A mí, que no me podría borrar ni siquiera lijándome de arriba abajo
la radiación que absorbo después de cada explosión nuclear
que produce el contacto de tus braguitas con el suelo.

Roberto Moro