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06 Oct 2022
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Contradicciones

Era un bar diferente. La luz entraba torcida por las cristaleras y se reflejaba en las grandes esferas de vidrio ambarino que colgaban del techo. Esparcidos por las paredes y el suelo, los rayos del sol daban al local el aire fresco de un amanecer divino. Sin embargo, aquella luz aureolada no conseguía penetrar en las personas, que seguían siendo sombras oscuras que deambulaban por el local, se sentaban en cualquier banqueta a beber o tomar algo y abrían cuadernos misteriosos con anotaciones en los márgenes. Los cristales estaban limpios; las cortinas, no. Las mesas estaban ordenadas; las sillas, no. El techo era hermoso, de madera tallada con frescos y cenefas barrocas, pero el suelo deslucía el lugar con un estampado pedregoso de imitación dudosa. La cafetera nueva y reluciente contrastaba con un congelador horizontal olvidado que parecía contener toda la historia del local y que reposaba desvencijado en un rincón. Era el tipo de congelador que nadie se atrevería a abrir por miedo a lo que pueda uno encontrar en su interior: hay cosas que es mejor no saber.

Los camareros se movían de una punta a la otra de la barra sirviendo cafés e infusiones en tazas blancas y rojas. Su movimiento provocaba una ligera brisa cálida que apagaba la corriente fría que entraba por el resquicio de la puerta. El vapor escalaba el aire al salir de la cafetera, las gotas de agua se desprendían del grifo oxidado y se sumergían en la rendija infinita del sumidero. Del presente a la eternidad. Pureza e inmundicia. Olía a plancha y a croissant horneado.

Un viejo abrió la puerta de par en par y se sentó en el extremo más alejado de la barra. Llevaba un abrigo largo y sucio que arrastraba por el suelo y que estaba lleno de pelos de perro. En la piel muerta de su rostro brillaban un par de ojos oscuros y una mueca que pretendía ser sonrisa. Nadie se fijó en la mochila que llevaba puesta y que no se quitó al acomodarse en la barra. Era grande y gris, como si llevara un montón de tormentas dentro. El aspecto desabrido del cliente no impidió que fuese atendido rápidamente por el camarero más joven.

—Póngame un café descafeinado, por favor. Acompañado de un recuerdo sin melancolía.
—No servimos todos los imposibles aquí, señor. Lo siento.
—Olvide el café entonces.

El camarero, algo confundido, se fue al almacén a buscar algo que sabía no iba a encontrar. Dio un par de vueltas, movió un par de sacos y volvió a la barra para prepararle el café al señor. Se lo sirvió, callado, y esperó una reacción del cliente que nunca llegó. Después le preguntó lo que preguntaba a todos los demás, como si no hubiera pasado nada anodino.

—¿Algo de comer para acompañar el café?
—Sí, por favor. Un pan sin gluten con aceite y tomate. Y no olvide el recuerdo sin melancolía, si tiene.

Ya no supo cómo reaccionar. Se dio la vuelta para poner el pan en la tostadora y esperó a que se calentara sin darse la vuelta. El hombre no hizo ningún ruido ni un solo ademán de inquietud. Solo esperaba. El camarero le sirvió sus tostadas e ignoró lo demás. Luego fue al baño, se lavó la cara y se miró al espejo un tiempo: ojos rojos, nariz torcida, frente arrugada, barba desaliñada… Era un esperpento. El pelo, sin embargo, brillaba entre rizos y curvas recogidas en un moño alto. Era moreno, de tez y de cabello, con ojos claros y verdes. Salió del baño lo más seguro que se puede estar de que no vivir un sueño. Y se encontró con el hombre de frente nada más entrar por la barra en el gran vestíbulo del bar.

—¡Solo una cosa le pido, por favor! ¡Escúcheme, solo una! Póngame ese recuerdo que le pido, solo uno, sin una gota de melancolía. Le pagaré lo que sea, pero permítame recordar tranquilo, sin sufrir. ¡Se lo pido de rodillas!

Y el hombre, efectivamente, se puso de rodillas para pedir aquel sinsentido a un camarero enfadado que lo miraba desde el otro lado de la barra.

—Verá, señor, eso que pide no lo hay ni aquí ni en ningún otro bar del mundo. Ni en ningún otro lugar del mundo. ¡No existe! Aquí solo se han hecho realidad las contradicciones más absurdas. ¡Así que deje de joder, maldita sea!

El cliente parecía algo decepcionado con la respuesta, pero no sorprendido. El camarero, que había gritado aquella frase como para protegerse, se arrepintió enseguida del tono que había utilizado. Cambió el enfado por una comprensión algo abatida de la locura de aquel pobre hombre y salió de la barra, se le acercó, y lo abarcó entre sus brazos mientras lo ayudaba a levantarse y recomponerse.

— Si alguna vez llega a encontrar lo que busca, por favor, avíseme. Seguiré aquí, en este bar, esperando a otro cliente como usted que me devuelva la fe en la vida.

Javier Quevedo