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Maia Sherwood Droz

16 Feb 2022
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Firmas

Líos de faldas y otras asimetrías

Desde que se viene discutiendo públicamente sobre el lenguaje inclusivo o no sexista, la mayoría de los hispanohablantes, en algún momento —me atrevo a pensar—, nos hemos detenido a reflexionar sobre el tema e intentar tomar una postura.
Este tiene que ser, sin duda, uno de los grandes logros de este debate: provocar una reflexión metalingüística colectiva, un detente grupal e individual para considerar cómo usamos el idioma. Siempre es bueno cuando el ser humano piensa sobre el lenguaje («el límite de nuestro mundo», parafraseando a Wittgenstein).

¿Qué opinar y cómo actuar sobre las soluciones planteadas para incluir ambos sexos en el discurso? Son bien conocidas la @ («l@s alumn@s»), el desdoblamiento («los/las alumnos/nas»), los nombres colectivos o abstractos («el alumnado»). Más recientemente, para evitar la oposición binaria, han emergido formas como: «lxs alumnxs» o «les alumnes». También se mantiene el masculino genérico («los alumnos»).

Las propuestas han provocado reacciones apasionadas, tal vez porque, a diferencia del cambio lingüístico que ocurre naturalmente y que se adopta casi inconscientemente —que también puede enfrentar crítica—, en este caso, se trata de un cambio lingüístico que se promulga y se utiliza de modo consciente y deliberado. Los proponentes están tomando cartas activamente en la «normativa» del idioma, algo usualmente reservado para determinadas instituciones.

Pero es difícil imponer cambios lingüísticos exclusivamente desde «la teoría», a menos que se cuente con una gran maquinaria de adoctrinamiento y control, como lo son un Estado fuerte y una educación sistemática. El cambio lingüístico viene «de abajo», de la necesidad de los hablantes de nombrar nuevas realidades o expresar nuevas sensibilidades. La norma lingüística en nuestras culturas surge de una suerte de danza entre esas dos fuerzas. En el caso del género gramatical, alguna solución novel se asentará cuando el referente —las personas no identificadas con las opciones binarias— y la sensibilidad social hacia ese referente constituyan una realidad mayoritaria en la sociedad; esto se reflejará en nuestra lengua y entonces la «normativa» la recogerá.

Mi foco en este escrito radica en parcelas lingüísticas menos polémicas que la gramática:
el léxico y la fraseología. Ahí las disparidades históricas entre los sexos quedan plasmadas de manera más evidente, lo que facilita que las reconozcamos y hagamos ajustes. De hecho, algunos de estos fraseos empiezan a sonar «antiguos», señal de que la sensibilidad de la época está cambiando.

En particular me refiero al tema de las asimetrías léxicas y fraseológicas. Se trata de formulaciones que no se pueden articular de igual modo para ambos sexos. Estas discrepancias idiomáticas reflejan, muchas veces, visiones estereotipadas o anticuadas de la mujer y del hombre, de lo masculino y lo femenino.

Varios manuales de lenguaje inclusivo recomiendan «la regla de inversión», un cotejo rápido para constatar si al cambiar el sexo de los sujetos se mantiene la misma expresión. Un ejemplo común es «la mujer del jefe». ¿Podemos decir «el hombre de la jefa…»? Si la contestación es no, conviene usar una alternativa, por ejemplo, «esposa»/»esposo» o «cónyuge».

En algunas frases, son frecuentes las piezas de ropa como metonimia de mujeres y hombres. Tenemos el «lío de faldas», ese ‘problema generado por una relación amorosa, típicamente ilícita, de un hombre con una mujer’. Por otro lado, en «llevar los pantalones», estos simbolizan no solo al hombre, sino la autoridad también. Lingüísticamente no existen los «líos de pantalones» o «llevar la falda o el vestido (en una relación)». Estas frases —tal vez en ruta a la obsolescencia— deberán ser sustituidas con lenguaje neutral.

Los órganos sexuales se usan metonímicamente para representar rasgos asociados estereotípicamente a lo masculino y femenino. En el español de Puerto Rico, la fraseología del «cojón» —toda malsonante— es vasta, y apunta a la valentía («tener cojones»), al sentido de merecimiento («ser cojonudo»), a las grandes cantidades («un cojonal»), a enfurecerse («encojonarse»), a la excelencia («ser algo de siete pares [de cojones]»); «descojonar» algo es destruirlo. Por su parte, lo relativo al sexo femenino solo tiene una posibilidad, hasta hace poco tabú —hoy todavía extremadamente malsonante—, que hace referencia al caos («crical»). Es similar la situación del «coñazo» en España, que es algo latoso o insoportable.

Algunas frases suenan ya ridículas, como «ser una mujer de pelo en pecho», una mujer ‘valiente’. A la vez, «ser una dama», dicho de un hombre, se usa en Puerto Rico para expresar la suma gentileza, delicadeza y amabilidad de un caballero.

Otro tipo de asimetrías son los «vacíos léxicos», palabras que podrían existir, pero no existen. Tenemos«hombría» y «caballerosidad», pero ningún derivado equivalente que nombre cualidades esenciales en la mujer o la dama. Los hombres pueden ser «mujeriegos», pero las mujeres «hombreriegas» reciben otro apelativo. Según la realidad cambia, también cambia el lenguaje: hasta hace poco solo había «amas de casa» y «primeras damas»; ahora van saliendo los «amos de casa» y «primeros caballeros».

Los llamados «vocablos ocupados» son otro grupo asimétrico: pares de palabras con los dos sexos, pero con significados o valoraciones muy diferentes. En muchas parejas, los femeninos tienden a compartir el sentido de las siguientes palabras: «perra», «zorra», «callejera», «cualquiera», «mujerzuela», etc.

Todo esto apunta a una asimetría más fundamental, la conceptual e ideológica, que es la que subyace toda expresión lingüística. Esta es, finalmente, la que debemos escudriñar. Recientemente estudiaba las unidades léxicas que hablan de la sexualidad de la
mujer en los diccionarios de Puerto Rico.

Un sentido frecuente era el de la mujer «fácil». Traducirlo a términos neutrales no es sencillo; requiere describir el marco conceptual desde el que se concibe la noción, que a su vez incluye otras metáforas conceptuales. En este caso, se presupone que acceder a tener sexo, sin poner resistencia o esperar al momento legítimo, es algo negativo. También subyace la idea de que la «conquista» amorosa debe ser difícil; si es fácil, su valoración no es positiva. Por supuesto, no existe la noción del hombre «fácil».

Pero… ¿queremos que exista? ¿No sería mejor eliminar la noción misma y el entramado conceptual que la sostiene? En casos como este, más que emparejar las asimetrías lingüísticas, conviene ir más allá y repensar los marcos ideológicos que las albergan.

 

Este artículo de Maia Sherwood es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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