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Antonio Martín

05 Feb 2021
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Firmas

Cuando el lenguaje claro se encontró con el lenguaje inclusivo

La primera vez que visité Estocolmo, con 25 años, en España aún no había IKEA; mi imagen de Suecia estaba condicionada por unas pocas lecturas que iban desde Pippi Calzaslargas (su mejor embajadora) a Swedenborg, a escenas de Bergman, promesas de Ozores, y los relatos de otros amigos viajeros. En definitiva: esperaba encontrar el paraíso en la Tierra. Por eso, cuando salí de la estación de Gamla Stan, lo que no esperaba encontrarme era con ancianos que paseaban solos con su andador (¡con el mando a distancia para abrir puertas!), niños pequeños, ¡solos!, andando decididos con rumbo claro; y muchas personas con diversidad funcional, con sus propias ocupaciones yendo de un lado a otro. Me deshice de mis prejuicios para comprender que lo que hacía de Estocolmo un paraíso era la visibilidad de cualquiera de sus ciudadanos, la accesibilidad sin distinciones.

La visibilidad y la accesibilidad son las dos corrientes que un movimiento social imparable está logrando que se manifiesten también en el lenguaje. Lo que ahora no esperaba era encontrarme con que estas corrientes no se mezclen del todo, como el río Negro y el Blanco en el Amazonas.

Me preocupa que el lenguaje inclusivo esté tomando el camino de convertirse en un lenguaje especializado. Ese no es su propósito. Ya he leído que hay personas que piensan que el lenguaje inclusivo puede estropear el lenguaje. ¡Con lo difícil que es estropear el lenguaje, incluso queriendo! Palabra de corrector. Hay aspectos del lenguaje inclusivo que se consideran excesos, como ya los hubo antes ante otras reformas, pero la preocupación por los excesos es una mera excusa por el simple temor al cambio.

Siempre he partido del hecho de que el lenguaje no sexista y ahora el inclusivo tienen una función clara: eliminar los usos peyorativos y discriminatorios; esos usos que impiden al receptor comprender el mensaje, porque no se identifica o porque le excluye, o, peor aún, porque se percibe que se excluye o insulta intencionadamente a una parte de la población.

Técnicamente, es un error de comunicación; en la práctica, una falta de respeto innecesaria. Por eso los incluyo en todos los usos discriminatorios y peyorativos que se dan en una lengua: las diferencias físicas e intelectuales («cojo», «subnormal», «retrasado»), la edad («que lo entienda hasta tu abuela»), las creencias («judiada», «como Dios manda»), la rama profesional («verdulero», «señora de la limpieza»), y la pertenencia a una etnia o a una región (que se ve en algunas acepciones de «gitano», «andaluz» y «gallego» —donde suprimir estas entradas no ayuda: ciega para comprender el pasado—).

El lenguaje inclusivo es la exigencia social que está pidiendo la visibilización de la diversidad sexual —no solo de la mujer—. Y, como todo cambio, encuentra dificultades en su recepción como las han tenido el lenguaje políticamente correcto y el no sexista. Si hay una demanda de la ciudadanía, esta también se percibirá en el lenguaje, como afortunadamente estamos viendo día a día: le estamos poniendo nombre a hechos, situaciones y relaciones que antes se nombraban con subterfugios o, de nuevo, con lenguaje peyorativo y discriminatorio.

Y estas corrientes confluyen con otra más: el lenguaje claro. Aquí llegamos al Amazonas que vimos antes.

La simplificación del mensaje no conduce a su empobrecimiento, sino a la mejora de comprensión, para localizar la información con facilidad y agilizar la toma de decisiones con cualquier mensaje. Un comunicado entre profesionales de medicina no requiere lenguaje claro, pero sí cuando se dirigen a sus pacientes. Usan un lenguaje especializado que tiene que ayudar a comprender a los usuarios, tanto en el léxico como, sobre todo, en su sintaxis y organización de las frases —y añadir caligrafía en este caso también sería un gran avance—.

Por eso, todas las reformas previas de esas corrientes se han ido asumiendo por un interés recíproco que va desde las administraciones, empresas y, sobre todo, la demanda de los ciudadanos. El inclusivo también se está asimilando. Visibilizar todas las opciones de género es necesario. Los cambios que han permitido esta actualización del lenguaje a la realidad se han reflejado fundamentalmente en el léxico. Por su parte, el lenguaje claro pide, además, reflexión en la estructuración de las frases y en una sintaxis sencilla. Pero el inclusivo requiere intervención en la morfología, el uso de un morfema: ya sea la ‘e’, como antes fue la ‘x’ o la ‘@’. Usar estos morfemas es ante todo mostrar una actitud, un gesto, un grito por el cambio y el reconocimiento. Puede ser un morfema o una palabra —como «portavoza»—, que lejos de escandalizar simplemente hacen una llamada de atención puntual. Un acto de rebeldía como lo fue usar la ‘k’ de los okupas y borrokas; o los de rebeldía fonética para acabar con la ‘h’ y variantes de b/v, g/j, c/q/k, o c/z/s (no escriban «Cuzco» en Perú, sino «Cusco»).

Este gesto tiene todo el sentido en distintos actos comunicativos (desde un discurso hasta cualquier mensaje en redes), pero no cuando se pretende que cualquier persona, con un nivel básico de español (B1), comprenda este giro morfológico en un mensaje que pretender ser claro y sencillo (un contrato, una hipoteca, unas instrucciones). El cambio morfológico del inclusivo trastoca las concordancias: no visibiliza porque difumina la información.

Como lingüista, no creo que el lenguaje se estropee por este cambio en particular: si no te entienden, no estropeas el lenguaje: te aíslas. El lenguaje inclusivo contribuye a que cualquier texto se asemeje más a la realidad en la que aparecen toda clase de personas, de modelos familiares, opciones sexuales y personas con diversidad funcional, como al salir del metro en Estocolmo. Pero la morfología que conlleva el lenguaje inclusivo lo aísla de muchos ciudadanos que deben hacer un sobresfuerzo para comprenderlo cuando aparece escrito, y redoblarlo cuando es hablado.

Trastocar morfemas sin una norma clara y concisa, desconocida por la mayoría de los ciudadanos, no es simplificar el lenguaje. Es ahí —y solamente ahí— donde choca con el lenguaje claro. Solo quienes conocen y desarrollan esa norma de morfemas inclusivos pueden escribir y leer con facilidad esos textos, como unos profesionales especializados (en Ciencias sociales, principalmente). Nadie puede ni debe impedirlo. El lenguaje es de todos. Pero no todos estamos preparados para leer textos especializados, como no podemos de pronto, comprender y hablar el idioma sueco, aunque compartamos su esencia.

 

Este artículo de Antonio Martín es uno de los contenidos del número 9 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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