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Manuel Saco

Periodista. Ha trabajado en Cambio 16, ha sido director de la revista Ciudadano, jefe de la sección de Economía y, posteriormente, de Cultura y Sociedad de TVE y subdirector del diario El Sol, entre otros cargos.

21 Nov 2018
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Firmas

El homo sapiens y la mulier sapiens

Parece haber consenso entre los antropólogos sobre cuándo nació el lenguaje abstracto en el ser humano. Piensan que nuestras primeras conversaciones animaron las tertulias en las cuevas de nuestros antepasados hace unos 60.000 años.

Y es que, aunque conozcamos una legión de gente que tiene por costumbre hablar segundos antes de pensar, fue necesario desarrollar un mecanismo muy complejo, aprendido tras muchos siglos de evolución. Fueron precisas miles y miles de generaciones sucesivas de homínidos y de sapiens para remodelar nuestra faringe, y desarrollar un nicho muy preciso del lóbulo izquierdo de nuestro cerebro, para que el lenguaje de los signos y de los sonidos guturales se enriqueciera con la palabra, con la complejidad y precisión suficientes para poder expresar el pensamiento abstracto. Siempre y cuando, como digo, se tenga la delicadeza de pensar antes de hablar.

Un bebé humano que todavía no haya aprendido a hablar utilizará los mismos recursos que los bebés del chimpancé y del gato para explicarse, para pedir comida, para expresar su dolor, casi siempre a grito pelado, un método de comunicación que nos acompañará hasta la muerte y que nos será útil en todo lugar del planeta, porque por fortuna se llora igual en inglés que en chino o en castellano.

El lenguaje es un pacto entre los habitantes de un mismo lugar para designar a las cosas por el mismo nombre con la mayor precisión posible, para evitar confusiones y malas interpretaciones que puedan derivar en consecuencias fatales. Entre los recolectores de setas, por ejemplo, una comunicación precisa y meticulosa puede salvar muchas vidas, en la misma proporción que la enrevesada y equívoca letra de médico puede matar en lugar de curar. El grito de «¡fuego!» tiene la capacidad de desencadenar una reacción salvadora inmediata, como el de «¡cuidado, mi mujer!», dicho entre dientes, cuando paseamos tranquilamente por el parque acompañados de nuestra amante.

Expresarse en una lengua común, como bien saben los nacionalismos, crea fuertes lazos, es capaz de dar sentido a una identidad nacional, y debería actuar como pegamento cultural entre clases sociales. El refranero español, bienintencionado pero no muy fiable, asegura que hablando se entiende la gente, concediendo al intercambio de ideas el valor balsámico de una negociación bien llevada. Para eso lo inventó el homo sapiens.

El recientemente fallecido Stephen Hawking concedía a esta nueva cualidad del homo sapiens un valor de hito histórico, sin cuya aparición el desarrollo humano habría sido muy distinto: «Aprendimos a hablar y a escuchar. El habla ha permitido la comunicación de ideas, permitiendo a los seres humanos trabajar juntos para construir lo imposible. Los mayores logros de la humanidad se alcanzaron hablando, y sus mayores fracasos, al no hacerlo».

Andando el tiempo, el lenguaje se convirtió en un arma de fuego a distancia, ha servido para distinguirse de los demás, para ahondar en la brecha entre las clases sociales, y ha funcionado como defensa contra las extrañas lenguas de los pueblos que nos rodean. Esos vecinos que emiten unos sonidos extravagantes, peligrosos, porque sabemos que las invasiones más duraderas son las que han dejado «la ponzoña de la palabra invasora» cuando las espadas y los cañones hace ya tiempo que han callado.

No se tiene la certeza de cuándo el homo sapiens le encontró a la lengua una segunda utilidad perversa, la de ser utilizada para justo lo contrario: para no entenderse, o más bien, para que no te entiendan los que no han sido elegidos por ti para compartir los mismos conocimientos. Fustel de Coulanges (La ciudad antigua) ya nos avisó hace un par de siglos de que el lenguaje fue utilizado por el hombre, ya antes de la formación de las ciudades estado, como cofre de los secretos, del culto a los dioses familiares, a los lares particulares. Y tan solo, según fuimos compartiendo dioses comunes, llegamos a la complejidad de formar estados e imperios.

La Iglesia católica cultivó durante siglos con maestría ese lenguaje común a toda la clerecía, el latín, la lengua imperial, una lengua iniciática que los feligreses repetían como un mantra sin sospechar siquiera su significado. Introibo ad altare Dei, ad Deum qui laetificat juventutem meam, repetían en misa los fieles ancianos, ignorantes de que se acercaban, arrastrando los pies o en muletas, al altar de un dios que les prometía «alegrarles su juventud». Su juventud. Puro sarcasmo que la ignorancia ponía a salvo. Las profesiones de élite, médicos y leguleyos (otrosí digo), conservaron también su estatus gracias a su metalenguaje, ese territorio inaccesible para los legos, como fórmulas magistrales que poseen el poder de librarnos del cáncer o de la cárcel.

Tal es su fuerza, que los nacionalismos han convertido las palabras secretas de su tribu en armas de grueso calibre, y hasta el más ignorante de sus adeptos considera su lengua como el único instrumento capaz de marcar los límites exactos de su nación. Nación y religión: dos constructos del ser humano contra los que la razón se viene estrellando desde el alba de los tiempos. Sordo a la vieja historia del astronauta al que le preguntan por su experiencia mística de volar a las alturas y contemplar desde allí la Tierra, y que contesta: «Arriba no hay ningún dios, y abajo no se distinguen las naciones». Las palabras y giros que utilizamos hoy representan a las especies que habitan la superficie de un océano que esconde en sus profundidades toda una fauna lingüística, un plancton, una sopa nutricia de oligoelementos, muchas especies desconocidas, unas palabras ya olvidadas por la mayoría de la fauna que vive arriba. El Diccionario de la Lengua es todo un compendio de palabras fósiles, antepasadas del idioma vivo, y que explican los sentimientos, los valores morales, los odios, los credos, los prejuicios, los oficios de muchos siglos atrás. Una especie de excavación de Atapuerca que nos conduce en un viaje histórico a los estratos inferiores de cuando nació el lenguaje hablado y escrito.

Los movimientos feministas saben que la historia está escrita por hombres. Y así nos va. Y con ella, la formación de la lengua con la que se expresaron nuestros antepasados, remotos o recientes. Cada sexo aportó un bagaje específico que los lingüistas saben rastrear y asignar a un tiempo concreto de nuestra historia. Con la moderna lucha feminista por la igualdad, el lenguaje, trufado de siglos de machismo y de exclusión de la mujer de la vida social, se ha vuelto hiriente, cuando no inservible, para un numeroso grupo de mujeres. Y como ellas representan el 50% de los votantes, asistimos ahora a una sobreactuación de los partidos políticos que está a punto de convertir una reivindicación justa de reparación histórica en un disparate cómico.

El ya clásico del humor de «todos y todas los jubilados y las jubiladas» se multiplica cada día por las televisiones, en lo que parece ser una competición de feminismo impostado entre los líderes políticos de la izquierda. Y hasta la derecha invoca tímidamente a ellos y ellas, los vascos y las vascas, para no quedar en evidencia entre sus votantes (y votantas), untándose con una pátina de sentimiento igualitario que en realidad aborrece.

El feminismo, al trasladar al lenguaje su lucha por la «visualización» (otro palabro) de la mujer, ha abierto un nuevo frente paralelo al de su enemigo natural, el machismo. Ha puesto a los filólogos en pie de guerra. Un colectivo sosegado, acostumbrado al pausado análisis científico, metido ahora de lleno en una batalla emocional, casi religiosa, de sentimientos a flor de piel.

Dejando a un lado el incómodo detalle de que dios es el Señor por antonomasia, macho creado a semejanza de los jefes de tribu que inventaron las religiones, un dios que suele estar generalmente de un humor de perros, el feminismo pretende corregir el abuso y desprecio histórico al que ha sido sometida la mujer, mediante el asalto, no a las iglesias, sino a la gramática y al diccionario que son hoy testigos de esa violencia, olvidando que los idiomas se construyen de abajo arriba, como las «almóndigas», y no de arriba abajo, como las dictaduras.

Uno podría pensar que están errando el tiro. Porque no es la gramática la culpable de la desigualdad, sino una sociedad que acepta que a los niños se les explique desde la infancia, sin el menor sonrojo, que la mujer es en realidad un subproducto del hombre, hecho de una costilla del varón. Pretenden limpiar de machismo el lenguaje, pero no se atreven a levantar la voz contra los que propagan impunemente, Biblia en mano, que la mujer no estaba prevista en los planes iniciales de Dios, y que fue creada casi a regañadientes «porque no es bueno que el hombre esté solo». Existe porque es el animal de compañía ideal del varón, del homo sapiens. Nadie menciona a la mulier sapiens. Un experimento que salió mal. Una estúpida mujer, origen de todos nuestros males por dejarse engañar por una serpiente tentadora.

Podrán multiplicarse hasta el infinito los 8 de marzo, día internacional de la mujer, y las más decididas conseguirán un día al año hacer comprender a sus hijos varones y maridos que la ropa sucia no vuela sola a la lavadora, que hay que mancharse las manos para cocinar, que la fregona es el instrumento mágico que impide la acumulación de mugre, que las camisas no se autoplanchan… pero el resto del año sus hijos, los futuros machos alfa, seguirán aprendiendo que desde el Génesis el planeta fue hecho para el varón.

En medio de este lío, tímidamente, el filólogo apenas consigue hacerse oír, por más que intente explicar que en castellano hay tres géneros —masculino, femenino y neutro—, más otros tres de propina: el ambiguo (el mar-la mar, el armazón-la armazón), el común (artista, periodista, psiquiatra) y el epiceno (víctima, persona, bebé, hormiga), que no hacen referencia al sexo sino al género.

Que yo recuerde, no hay memoria de una batalla semejante, por lo que soy incapaz de barruntar sus posibilidades de éxito. El famoso lenguaje inclusivo que solo practican los políticos por motivos electorales o como guiños a sus «militantas», se está revelando como un absoluto fracaso fuera del ámbito de sus iglesias. Por varias razones. Porque el «queridos amigos y amigas, doy las gracias a todos y a todas por estar implicados e implicadas en esta lucha de hombres y mujeres…», además de fatigoso, resulta ridículo si utilizas como instrumento de análisis la razón y no la fe en el credo feminista.

Porque, en definitiva, la lengua es el resultado de lo que se cocina en la mente de los hablantes de una sociedad concreta. Explica su entorno vital. Es la foto instantánea de un momento histórico. Así que un feminismo mal entendido yerra si piensa que es la cámara que toma esas instantáneas la que hay que manipular, cuando la deformidad, la injusticia y la desigualdad solo estaban ahí afuera posando para que la retrataran.

 

Este artículo de Manuel Saco es uno de los contenidos del número 1 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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