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Miguel Somovilla

26 Dic 2018
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Firmas

El español pasa pantalla

El castellano —lengua milenaria compartida por más de 500 millones de hablantes en todo el mundo— hace tiempo que ha pasado página para abandonar la galaxia Gutenberg y adentrarse en los deslumbrantes territorios audiovisuales, dominados hoy por los dispositivos móviles conectados a la Red. No es la primera vez: el adanismo, tan tentador como engañoso, nos suele engatusar con falsos descubrimientos en todos los órdenes, incluido el campo tecnológico.

Antes de que el planeta fuera un bosque de pantallas táctiles, en los siglos XIX y XX, aparecieron en escena precursores nada desdeñables de nuestras omnipresentes luciérnagas electrónicas: el cine, la radio y la televisión, la industria discográfica… que también contribuyeron decisivamente a la expansión y unificación del español. Unos medios estos últimos en aparente retirada —junto con libros y periódicos impresos—, pero que siguen ahí, en un proceso de adaptación y metamorfosis de incógnito final.

Si los albores del castellano —aquellos «vagidos de la lengua» de los que hablaba con emoción Dámaso Alonso— hay que rastrearlos en los códices de los monasterios medievales, los primeros balbuceos de las pantallas se remontan casi tres décadas atrás. A finales de los felices ochenta, llegaron las pantallas interactivas, rudimentarias y elementales en sus inicios, pero convertidas hoy en el principal soporte de transmisión de nuestro idioma global. No aceptar esta obviedad, y asumirla sin dramatismos, supondría caer en la más oscura ceguera.

Para el que suscribe, amante de los libros impresos, modesto coleccionista de primeras ediciones y bibliófilo de vocación, no siempre resulta fácil combinar estas inclinaciones estéticas con la realidad circundante. Nunca me han asustado los cambios, pero creo que no es lo mismo leer un poema de Machado en un cálido tomo amarillento y con manchas de óxido que hacerlo en la pantalla de una tableta, por luminosa y ligera que sea. Aclaración y contradicción adicional: siento una emoción parecida cuando me apetece con urgencia leer un libro que no tengo a mano y accedo a él en formato electrónico tras una compra realizada en segundos.

Hechas estas consideraciones, más románticas y sentimentales que prácticas, no comparto tesis apocalípticas como las de Roberto Casati en su libro Elogio del papel (2015), un alegato «contra el colonialismo digital». Sus prevenciones recuerdan bastante a los temores difundidos tras la invención de la imprenta y, antes aún, de la escritura.

No hay vuelta de hoja. El español es una lengua en auge que crece y se fortalece —nos guste o no— más a través de las pantallas que desde ninguna otra plataforma. El ejemplo puede parecer banal, pero no hay que menospreciarlo con prejuicios: el vídeo musical más escuchado en YouTube en 2017 fue una canción interpretada en castellano desde Puerto Rico, el Despacito de Luis Fonsi, con casi cinco mil millones de visualizaciones logradas en apenas un año.

El fenómeno, del que también forman parte los videojuegos, las series televisivas o los contenidos producidos por youtubers y otros activistas de las redes, ha modificado sustancialmente la forma de difundir la lengua española. Hemos de admitir que nunca en la historia se habló y se escribió tanto como ahora, bien y mal. Un aparato destinado inicialmente a la comunicación oral, el teléfono, se ha convertido en el mejor aliado de la escritura gracias a la enorme popularidad de los textos y vídeos enviados mediante sus distintos sistemas de mensajería instantánea. Más que cuestionar las pantallas hay que lograr, y la escuela sigue siendo esencial en este reto, que se use bien la lengua. Dicho en jerga propia de los videojuegos, pero que se ha extendido ya a otros ámbitos: más que pasar página, hay que pasar pantalla para entender cómo será el español que viene.

 

Este artículo de Miguel Somovilla es uno de los contenidos del número 1 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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