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Pablo Alzugaray

17 Abr 2019
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Firmas

Dime cómo hablas, y te diré cuánto influyes

La publicidad está comprometida con la lengua y, a la vez, la compromete.

Una marca se construye hoy más con lo que hace, o no hace, que con lo que dice, o no dice. En esto da igual que se trate de un banco, una cerveza, un detergente, una ONG o un candidato a la Presidencia del Gobierno.

Pero es evidente que, aunque solo fuera para narrar lo que se hace o justificar lo que no se hace, la publicidad de una marca está irremediablemente comprometida con las palabras. El llamado lenguaje publicitario, también construido de imágenes, sonidos, olores y cualquier otra experiencia, sigue encontrando en la lengua una de sus herramientas esenciales y más cotidianas. Y sostengo que, a la vez, la compromete. Porque los anuncios, en cualquiera de sus formatos, son capaces de enriquecer o actualizar la forma en la que nos expresamos. Pero también la pueden aplanar y vulgarizar.

Al fin, la esencia misma de lo que hacemos los publicitarios es influir. ¿Cuántas expresiones, modismos y anglicismos hemos convertido en lenguaje corriente?

La lengua hecha anuncio ofrece expresiones tan evocadoras como la buena literatura. Desde el «¿Te gusta conducir?», de SCPF para BMW, hasta el «Conduce como Piensas», de Oriol Villar para Toyota. Aquella pregunta que envolvía su respuesta, «¿Por qué somos del Atleti?», de Señora Rushmore para el Atlético de Madrid. O síntesis tan elocuentes como aquel «A veces lo quieres todo» que hicimos para explicar la «omnicanalidad» de Carrefour o «El mayor premio es compartirlo» de Leo Burnett para Lotería de Navidad.

Pero también hay una publicidad chata, banal y hasta soporífera. Esa que abusa estúpidamente de las conjugaciones imperativas —llama, entra, descubre, prueba, compra— o de la repetición, y la repetición, y la repetición, subestimando groseramente la agudeza de aquel a quien se dirige.

Conscientes de ello, y también del valor social, cultural y, por supuesto, económico que supone contar con una lengua tan vasta y arraigada como la nuestra, muchos publicitarios estamos comprometidos y movilizados para promover el mejor uso del español.

Más allá de la convicción intelectual o, incluso, identitaria de cada uno, conseguir que se expanda la conciencia sobre la importancia de decir bien las cosas, es conveniente para aquellos que vivimos de la comunicación. Porque pocos activos pueden resultar más rentables que nuestra lengua que, en su función natural de acercarnos a otras personas, es un dinamizador de relaciones productivas de todo tipo: emocionales, culturales, comerciales, industriales, financieras, laborales y, por supuesto, también publicitarias.

Nótese que no me refiero a un movimiento en contra, por ejemplo, del inglés. Sería igualmente legítimo, pero las batallas planteadas a favor de lo propio siempre me han parecido más cabales que las que se libran para oponerse, en general defensivas y menos estimulantes.

Al margen de lo que suele decirse, afortunadamente el mundo es enorme y hay decenas de iniciativas que, de una u otra forma, promueven el buen uso de nuestra lengua en numerosas profesiones. Dudo que estén coordinadas o formalmente interconectadas, pero la verdad es que da un poco igual, mientras compartan su gran objetivo.

En España, desde la Academia de la Publicidad, en el seno de su convenio marco con la Real Academia Española, llevamos varios años trabajando en la cuestión. Desde campañas de sensibilización, como la del aniversario del diccionario «Limpia, fija y da esplendor» o la de las gafas Blind Effect, hasta diferentes mesas redondas y conferencias en las que relevantes académicos, publicitarios, escritores, filólogos, entre otros, han disertado sobre ello con la consiguiente repercusión en medios y redes.

Y me alegro de todo ello.

 

Este artículo de Pablo Alzugaray, CEO de Shackleton y presidente de la Academia de la Publicidad, es uno de los contenidos del número 2 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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