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Alexandra Gil

12 Dic 2019
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Firmas

Balzac no madruga

Tenía algo más de quince años cuando pisé Francia por primera vez. Viajé a Saint Malo, con un diccionario que no llegué a abrir y un vaivén de temor en el cuerpo. Conviví con una familia bretona que no entendió muy bien por qué en mi maleta había tanta ropa y tan pocos paraguas. Quería conocer la lengua, mejorar la pronunciación, poner cara, brazos e historias a todas las viñetas que hablaban sin voz en mis libros de texto. Me hicieron falta cuatro semanas en contacto diario con los galos para regresar a España con dos certezas. La primera de ellas: me había enamorado de Francia. Y esto, a pesar del segundo diagnóstico, que es el que aquí nos concierne: a los franceses les faltan palabras.

La primera cena bretona fue copiosa, y rebañé hasta la última miga por miedo a que la familia de acogida interpretase que no me gustaban sus galettes y fuesen luego esparciendo a diestro y siniestro que los españoles (además de gritar mucho) éramos unos maleducados. Cuando llevaba allí algo más de una semana e insistieron de nuevo en que repitiese ración, me armé de valor para decirles que eran muy amables, pero que yo no podía seguir comiendo, que estaba llena. O eso pensaba yo que les decía. Al padre, Stephane, se le quedó encajado el tenedor en la boca. Por un instante pensé que estaba posando para una foto o que los ojos se preparaban para saltar en triple tirabuzón de sus órbitas. La madre retorció una ceja y ladeó la cabeza para mirarme por debajo del mantel. Las dos niñas, algo más jóvenes que mi yo de entonces estallaron en una carcajada sonora. Aquel día se me quedó grabado a fuego que je suis pleine no significa ‘estoy llena’ sino ‘estoy embarazada’. Aquella sería solo la primera de las innumerables carambolas lingüísticas que me aguardaban en el país vecino. Dicho de otro modo, viví en primera persona lo que el autor de Madame Bovary reivindicó como principio básico en su escritura: su incesante búsqueda de le mot juste (‘la palabra justa’). Gustave Flaubert enarboló la bandera de la economía del lenguaje, defendiendo a ultranza que todas las palabras que él elegía cautelosamente para conformar su obra eran vitales para la comprensión de la historia e insustituibles, cada una de ellas, por muy similares que pudiesen parecer a otras.

Esa precisión fue la que busqué incesantemente (y sin éxito) cuando a los veintipocos me mudé a París dándome así de bruces con la ausencia de vocablos franceses que en mis expresiones castellanas necesitaba a diario. «Estrenar», (porter pour la première fois, esto es, ‘llevar por primera vez’), «barato», (pas-cher, ‘no caro’), o «legaña», con un equivalente en completo desuso y que ya traducen como caca dans l’œil. Sí, ‘caca en el ojo’).

Mi asombro no había hecho más que empezar. Descubrí que mis nuevos vecinos no podían «madrugar» (levantarse al amanecer o muy temprano) o al menos, no podían hacerlo con un único término, sino que utilizaban la expresión se lêver tôt (esto es, ‘levantarse’, que no despertarse «pronto»), despojando al interlocutor de una estimación de tiempo que sí tiene quien madruga. El matiz no es peccata minuta. ¿Qué era para Honoré de Balzac «levantarse pronto»? Cuando cayó en mis manos el libro Daily Rituals: How artists work, en el que Mason Currey reúne las variopintas rutinas de ciento sesenta y un genios creativos de la historia, aprendí con estupor que el autor había escrito La Comedia Humana en torno a un exigente ritmo de sueño. Tenía por dogma dormir siete horas al día, sí: desde las seis de la tarde hasta la una de la madrugada. (Madrugada para nosotros, porque para los franceses este término no tiene traducción equivalente y dirán tard la nuit, ‘tarde por la noche’, o tôt le matin, ‘pronto por la mañana’, en función del momento de la madrugada al que hagan referencia). La lengua francesa no tenía una palabra que permitiese al autor expresar los momentos del día en que la vida de sus más de 3.000 personajes se fundían con la suya propia y le arrebataban el sueño. Que la lengua de Molière no contase con un único vocablo para definir las innumerables noches en vela de Balzac trazaba sobre su cama las posibles andanzas de Eugène de Rastignac; así, para «desvelarse» (impedir el sueño a alguien, no dejarlo dormir) los franceses recurren a expresiones como ne pas trouver le sommeil (‘no encontrar el sueño’), être insomniaque (‘tener insomnio’) y en un sentido más literario se maintenir éveillé (‘mantenerse despierto’).

Al parecer, el escritor tampoco trasnochaba. Ya no porque aquella rutina creativa se lo prohibía, sino más bien porque su propio idioma le impedía hacerlo. Como mucho, Balzac «se acostaba tarde», que es como en francés se traduce el verbo trasnochar (‘pasar la noche, o gran parte de ella, velando o sin dormir’). Y cuando el sol se asomaba al fondo, en el horizonte de su escritorio, él asistía al levée du soleil (‘el despertar del sol’), al levée du jour (‘el despertar del día’) o al aube (‘al alba’), que son las locuciones más comunes con las que el francés trata de dibujar esa luz matutina que en el castellano ya contiene la palabra amanecer (del latín hispánico admanescĕre, del latín mane, ‘por la mañana’).

En París, recuerdo, reflexionaba cada día sobre estas ausencias semánticas, refugiándome abiertamente en la lengua castellana para curar esa morriña (tristeza o melancolía, especialmente la nostalgia de la tierra natal) que después de algo más de siete años, empezó a ganar terreno. Describir a mis amigos galos ese sentimiento de añoranza me hizo descubrir que tampoco tenían una única palabra capaz de albergar la nostalgia que tan bien describe este término, aunque la expresión con que suplían este galleguismo no estaba exenta de belleza: le mal du pays (‘el dolor o la enfermedad del país’). El vocablo, tuve que admitirlo, rebosaba belleza, precisamente porque lejos de minimizar los daños, elevaba ese nudo de ausencia inexplicable a una enfermedad. No es casualidad, si tenemos en cuenta que la melancolía (uno de los rasgos de nuestra morriña), se consideró hasta la Edad Media una enfermedad física, un desequilibrio de los humores, antes de empezar a interpretarla como un estado anímico, una dolencia del alma.

Sin alejarnos de país como raíz semántica, llegamos a una de las expresiones más bellas de la lengua francesa, que, devolviéndonos los reproches de ausencia de equivalencias, no encuentra su hermano gemelo en el diccionario español. El sentimiento de depaysement nos envía a un imaginario lejano a lo que nos es familiar, aunque su uso no lleva intrínseco un halo de tristeza. Se trata, más bien, de una forma de expresar la certeza de estar ante un entorno que nos es extranjero, en el que no hallamos nuestras costumbres. Un viajero puede sentirse depaysé por el mero hecho de no reconocer en los hábitos que le rodean aquellos que ya tiene interiorizados y vinculados a su hogar. Esto no implica nostalgia o añoranza, sino la prueba fehaciente de que ha llegado lo suficientemente lejos en su viaje como para no encontrar a su alrededor referentes cotidianos capaces de hacerle sentir como en casa.

Yo lo sentí, ese depaysement, al comprobar durante los innumerables domingos que hilaron aquellos ocho años en la ciudad de la luz, que los franceses no conocían el imaginario que rodeaba al concepto sobremesa, que la RAE define como ‘inmediatamente después de comer’, y que allí traducen para delimitar un momento del día, (l‘après-manger o ‘después de comer’) obviando el ruido de charla sosegada y el olor de café interminable.

Hubo, eso sí, un término que no extrañé, aunque debo confesar que la carencia de matices sexistas en el vocablo equivalente no eximió a los galos de la puesta en práctica de un mismo comportamiento. Esto es, en su incansable afán de verter una opinión sobre el cuerpo de una mujer que pasea libremente, el francés no la cosifica a través de piropos, (que la RAE todavía define como un ‘dicho breve con que se pondera alguna cualidad de alguien, especialmente la belleza de una mujer’), sino a través de cumplidos (compliments), que es como Larousse lo traduce: «La acción de felicitar a alguien por un mérito». Lo cierto es que esa intromisión en un espacio personal disfrazada de galantería no entiende de idiomas, y si la carga machista no la hallamos implícita en los dos diccionarios, sí es idéntica en ambas acciones. Y ante una respuesta firme por parte de la mujer, el que vierte comentarios sobre su físico no suele quedarse callado. Las locuciones son similares, aunque los matices, al menos, nos sirvan hoy de excusa para conocer curiosidades de la lengua vecina. «Solo era un halago, no le busques los tres pies al gato», diría quien piropea. Mientras que su homólogo en Francia que felicita a la mujer por el mérito de ser guapa apostillará: «No busques que a las doce sean las dos» (chercher midi à 14 h).

Aunque no se trata de la expresión más curiosa que interioricé durante aquellos años. Me sorprendió descubrir que un francés no tira piedras sobre su propio tejado, sino que se pega un tiro en el pie (se tirer une balle dans le pied). Que no cambia de tema cuando no le interesa una conversación, sino que salta del gallo al asno (sauter du coq à l’âne). Una expresión, eso sí, me enamoró más que el resto: laisser l’esprit dans l’escalier (‘dejarse el espíritu en la escalera’), que un francés utiliza para definir el momento en que, ya demasiado tarde, se nos ocurre todo lo que querríamos haber dicho a una persona que segundos antes teníamos ante nosotros.

 

Este artículo de Alexandra Gil es uno de los contenidos del número 5 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en kioscos y librerías.
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