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22 May 2019
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Los mecanismos de la risa

Resulta que el azar volvió a hacérselo conmigo y plantó en mi taxi al monologuista y mejor persona Dani Alés (a la sazón, viejo amigo virtual en Twitter).

Nada más tomar asiento clavó sus ojos en mi espejo retrovisor y me dijo:

—No… ¿Arroba simpulso?

—No… ¿Arroba daniales guion bajo? —dije yo en idéntica ojiplática pose.

Lo que vino a continuación fue comedia de altura. Primero, el abrazo que intentó darme (él detrás de mí, rodeando con sus brazos el respaldo de mi asiento). Después, cuando le pedí que se pasara al asiento del copiloto, a mi lado, y en lugar de abrir la puerta y hacerlo desde fuera, comenzó a reptar como una lagartija por entre el hueco de los asientos, clavándome el codo en la sien hasta acabar, no sé bien cómo, con su cabeza boca abajo y los pies en alto pisando el techo. De esta guisa decidí seguir el curso de su gag e inicié la marcha como si nada; pero Dani, lejos de amilanarse, aprovechó el momento: Con el moflete derecho todavía pegado en la alfombrilla y las piernas en alto, añadió:

—Es más cómodo Uber. A Gran Vía 70, por favor.

Sin querer, aquello destripó ciertos resortes dispuestos a activar el mecanismo de la risa. Los conductores en derredor no daban crédito a la imagen de un taxi cuyo usuario viajaba, literalmente, boca abajo. Pero al verme conducir riendo a carcajadas, inmediatamente ellos también se echaban a reír. Mi risa, por tanto, servía de espejo para contextualizar una situación desconcertante y convertirla en comedia.

Ya incorporado en su asiento, Dani me explicó algunas otras técnicas que solía emplear en su show. Escuchándole, cualquiera entendería que la risa es una ciencia casi exacta basada en la experiencia crítica, el ensayo/error, el estudio, buenos maestros, psicología intuitiva y un talento indiscutible. Según deduje, sus monólogos eran auténticas piezas literarias pulidas cada noche y adaptadas según la reacción del público asistente. Y para comprobarlo, me invitó a su show. De hecho, en aquel trayecto se dirigía a su propio espectáculo, “El mejor monólogo de la historia” en la sacrosanta Chocita del Loro de la Gran Vía de Madrid.

Dicho y hecho. Aparcamos en el parking de Mostenses, él me hizo un simpa en mi taxi y luego yo también a él en el teatro (“Déjale entrar. Viene de parte de la novia”, le dijo a la taquillera). Y en la hora y media siguiente, no paré de reír. Sólo Dani, hablando. Nada más. Repito, un tipo hablando durante hora y media subido a un escenario delante de una sala abarrotada partiéndose al unísono de risa. Gente distinta y desconocida, riéndose, a la vez, a través de la palabra. La palabra. Seis milenios después del inicio del habla entre humanos, seguimos sin encontrar arma más poderosa capaz, entre otras virtudes, de doblegar el tiempo. Y la risa. Hora y media. Riendo.