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08 Jul 2022
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

La importancia relativa de los nombres

Acabo de pasar con mi taxi por el Puente de las Flores, sobre el falso río Turia, y resulta que las flores están secas, o apenas se ven. El puente soporta una presión brutal más allá del tránsito o de su propia estructura: es el peso del nombre que le han dado.

Cuando llamas a un puente «el puente de las flores» está condenado a tener flores siempre y, obviamente, a mantenerlas siempre. Llueva o nieve. Haga frío o calor. Del mismo modo que si tengo una hija y decido llamarla «Felicidad», no podrá ni deberá estar triste nunca. Es la ley de los nombres. De las palabras. Salvo excepciones. Por ejemplo, una vez dije «te querré el resto de mi vida» a una chica cuyo nombre no recuerdo. Ni siquiera su rostro. Sólo recuerdo el tatu que lucía en una nalga (idea: a partir de ahora llamaré a esta chica Lucía). El tatu era un cangrejo, no me preguntes por qué. Aunque han pasado muchos años, cada vez que veo cangrejos en la playa, me sigue viniendo la imagen de su culo. Sólo el culo de Lucía porque del resto, como digo, no lo recuerdo.

Por cierto, me hubiera encantado que mis padres me llamaran Felicidad para ahorrarme no pocas zozobras, pero les fue improbable porque soy varón. Me acabaron llamando Daniel, que no significa una mierda, ni me obliga a mantener ningún estado de ánimo concreto. Por eso zozobro, supongo. Por eso no me hallo.

Ayer mantuve una conversación chulísima con una mujer en mi taxi. Después de medio trayecto en silencio, la mujer sacó su móvil y comenzó a hacer fotos desde el asiento trasero, mientras cruzábamos otro puente, el Pont de Fusta («Puente de madera» en valenciano). No hizo fotos al puente, sino a la furgoneta rotulada con mamparas de baño que nos precedía.

—Disculpa, no te estoy haciendo fotos a ti. Hago fotos a la furgoneta esa. Quiero cambiar la bañera de casa por una mampara y ahí viene el teléfono.

Luego me contó una historia tremenda al respecto, sobre un tío abuelo suyo que inventaba aparatos asombrosos pero sólo se inspiraba cuando estaba en la bañera. Fuera de ella era un auténtico zoquete. Los últimos días de su vida los vivió dentro de la bañera. Incluso dormía ahí. Y, por supuesto, murió ahí.

Mientras me contaba aquello, me dio por pensar que se lo estaba inventando todo y que, efectivamente, no había hecho fotos a la furgoneta, sino a mí. Y que al verse en el apuro se inventó esa magnífica historia. Real o no, da un poco igual. No me llamo Veridico, sino Daniel, que no significa una mierda.