PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

02 Oct 2020
Compartir

Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Los límites de una buena historia

Muchos años después de mi primer relato, me sigue asombrando esa innata necesidad que algunos tenemos de contar historias. Nada nuevo bajo el sol: el acto en sí mismo (ya sean relatos veraces o inventados) se remonta al principio de los tiempos.

Sucede que algunos pobres humanos nos resistimos a pasar por la vida de puntillas. Es un acto de hedonismo, supongo. Y un «hacedme casito» en toda regla. En perspectiva, me parece más sabia la opción contraria: pasar lo más desapercibido posible y dedicarte a disfrutar de tu propia mismidad sin el constante escrutinio del mundo en derredor. Estar expuesto supone en cierto modo dejarte arrastrar por el criterio de los demás. Y eso, quieras o no, contamina. Si escribes para ser leído te verás afectado por la crítica. Si la crítica es buena, creerás que vas por el buen camino y no avanzarás. Si la crítica es mala, pensarás que lo que haces no vale la pena. La crítica, en cualquiera de los casos, es una trampa. Los focos son un lastre para el crecimiento personal. Pero ahí seguimos: buscando el foco porque da calor.

Como veis, no es difícil verte envuelto en una contradicción constante. A diario me suceden innumerables anécdotas a bordo de mi taxi, y algunas de ellas sin duda son dignas de ser contadas. Hay detalles que te hermanan con el cosmos, y otros te invitan a salir huyendo. Pero ambos, en conjunto, conforman la vida que nos tocó vivir. El amor no sería posible sin desamores, o el sueño sin la vigilia, por ejemplo. No somos tanto lo que somos en un sentido filosófico, sino lo que demostramos ser.  Y contar historias forma parte de esa precisa demostración.

En las últimas semanas me he dedicado, fundamentalmente, a llevar en mi taxi a pacientes de COVID-19 recién dados de alta. Me llaman del hospital y acudo a recogerles para trasladarlos a sus respectivos domicilios. Los pacientes tienen mi teléfono, y ayer me llamó uno que recién acababa de llevar para preguntarme cada cuánto debía tomarse la medicación: «Es que en el hospital no me cogen el teléfono, y como usted tiene trato con ellos a lo mejor sabría decirme con qué frecuencia tengo que tomarme estas pastillas». Estuve a punto de decirle «cada ocho horas», pero también hay límites en esto de contar historias. No me quedó otra que hacer lo correcto: remitirle de nuevo a los profesionales. Tal vez se me escapó una una buena historia, pero al menos el tío sigue vivo. Supongo.