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27 Jun 2019
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Ramón, el escritor en las ciudades

Juan Manuel Bonet

Un acercamiento a los lugares en los que vivió y sobre los que escribió Ramón Gómez de la Serna, desde su infancia en las calles de Madrid a sus últimos años en Buenos Aires

A pocos escritores identificamos tanto con su Madrid natal como a Ramón Gómez de la Serna, que algunas veces en su juventud firmaría bajo la máscara Tristán, pero que gustaba mucho de utilizar un Ramón a secas, siempre con su acento, incluso en mayúsculas, y sin ese don que a veces le ponen, equivocadamente, algunos, y digo esto último porque en lo que a Ramones se refiere, el don está reservado a don Ramón del Valle-Inclán y a don Ramón Menéndez Pidal. Nacido muy cerca del Palacio de Oriente (en la entonces calle de las Rejas, hoy de Guillermo Rolland), nuestro Ramón (aquí vamos a designarlo así, pese a recordar un viejo artículo en que Juan Goytisolo bramaba contra la familiaridad española que le quitaba los apellidos a más de un escritor, algo que efectivamente pasa a menudo, sin ir más lejos con Juan Ramón Jiménez, y sin que ello suponga falta de respeto) tuvo una infancia en la que su lugar de esparcimiento natural fue la vecina plaza de Oriente. Vivió los primeros años en el centro de la capital (tras la calle de las Rejas, la Cuesta de la Vega, la Corredera Baja de San Pablo, la calle de Fuencarral, la calle de la Puebla que sería su primer domicilio ya fuera de la tutela paterna), y pasó más tarde a su ensanche (María de Molina, y luego sus sucesivos torreones de Velázquez y de Villanueva: el despacho como prolongación del Rastro, y como obra de arte total).

Ramón novelizó la Ciudad Lineal, el gran invento urbanístico de Arturo Soria, en El chalet de las rosas (1923), y la vida canalla en La Nardo (1930). Dedicó estupendos libros monográficos al paseo del Prado (en realidad el prólogo, del que se haría una separata, del libro de su compañera, Carmen de Burgos, sobre Larra); al Rastro (luego hablaremos de ese título clave), y a la Puerta del Sol (Toda la historia de la Puerta del Sol y otras muchas cosas), que contempló a todas las horas del día y de la noche. Compiló lo principal de ese saber capitalino en un Elucidario de Madrid (1931) que es como de un moderno Mesonero Romanos. Por si faltara poco, están sus dos monumentales volúmenes (1918 y 1924) sobre un establecimiento romántico, el Café y Botillería de Pombo, pegado a la Puerta del Sol, y sede, entre 1915 y 1936, de su tertulia sabatina, punto de encuentro de la fauna más moderna de la capital, y por supuesto de los intelectuales de provincias o extranjeros que la visitaban, y escenario de sonados banquetes. Otros cafés también salen en esas páginas. Pero además esparció su saber madrileñista en multitud de artículos, así como en esa creación por la que es recordado siempre, la greguería (las primeras salieron en 1912, en las páginas del diario madrileño La Tribuna), entre máxima, haiku, chispa de humor… Y en muchos de sus magistrales retratos literarios, por ejemplo en los de Lope, Quevedo, Valle-Inclán o Azorín. Y en sus monografías sobre pintores tan distintos entre sí como Velázquez, Goya o Picasso, o como dos de sus descubrimientos más personales, a los que ya en sus años porteños dedicó sendas monografías. La más importante, la de José Gutiérrez Solana, pintor de la España negra sobre los pasos del belga Émile Verhaeren y de Darío de Regoyos, gran cantor de Madrid él mismo, tanto con la pluma como con el pincel, y responsable de la inmortalización de la tertulia pombiana en un cuadro magistral, colgado en ella a partir de 1920, y hoy en el Reina Sofía. La segunda, sobre Maruja Mallo. A propósito de la última mencionada, era inevitable que sus cuadros verbeneros, y el propio Ramón como actor, salieran en el corto vanguardista y a la vez castizo Esencia de verbena (1930), de Ernesto Giménez Caballero.

El Rastro de Madrid

Si hubiera que elegir un año madrileño clave para Ramón, ese fue sin duda 1915. El Rastro salió ese año, que fue también el de la fundación de su tertulia de Pombo, y el de su prólogo a la primera muestra de vanguardia celebrada en la capital, la de los Pintores Íntegros, en la que participaron el caricaturista Luis Bagaría, los pintores cubistas María Blanchard y Diego Rivera y Agustín El Choco, un escultor que no ha pasado a la historia, y que era ayudante del novecentista Julio Antonio. Además, 1915 es el año del retrato cubista de Ramón por Rivera, que está en Buenos Aires, en el MALBA.

Hoy ya no existe Pombo, y la mayor parte de los demás cafés han desaparecido víctimas de la piqueta. Además de en el Reina Sofía, donde en 2002 Carlos Pérez y el firmante de estas líneas le dedicamos la muestra Los ismos de Ramón Gómez de la Serna y un apéndice circense, la memoria de Ramón se conserva en la zona del Conde Duque. En el Museo de Arte ubicado en el centro municipal de ese nombre está instalado su despacho porteño, donado por su viuda al Ayuntamiento de Madrid. A dos pasos del Conde Duque está el Museo ABC, que atesora la rica colección de dibujos publicados por ese diario y por el semanario Blanco y Negro; entre ellos está un importante conjunto de dibujos ramonianos; este mismo año el Museo ha recopilado esas greguerías ilustradas, que se han expuesto en varias ocasiones, tanto en Madrid como en los Institutos Cervantes de diversas ciudades europeas.

De todos los textos ramonianos sobre Madrid que he enumerado antes, quienes le tenemos como uno de nuestros grandísimos prosistas sentimos especial devoción por El Rastro, donde se entrega a la enumeración caótica de los objetos que se acumulan en esa estación terminus de la gran urbe. Libro de los objetos, de esos «objetos perdidos y encontrados» a los cuales otro rastrista, el post-ramoniano César González-Ruano, dedicaría años después otro volumen de menor entidad. El año pasado Andrés Trapiello publicó su propio El Rastro, más erudito y a la vez más reflexivo, pero en el que como no puede ser de otra manera contempla a Ramón como el gran precursor de su propia afición, reconociéndole esa alta capacidad lírica al que fuera el único prosista con capítulo propio en el libro de Cernuda sobre la poesía española. En el caso ramoniano, relacionado con su volumen rastrista está evidentemente uno de sus grandes textos de estética, su precursor Ensayo sobre lo cursi, aparecido en 1934 en Cruz y Raya, la revista del pombiano José Bergamín.

Pero salgamos de Madrid. El recorrido por el resto de las ciudades ligadas a la vida del escritor ha de empezar por Palencia. En el internado del colegio escolapio de San Isidoro de esa vieja ciudad castellana, donde entre 1898 y 1900 realizó parte de sus estudios primarios, el madrileño, cuyo padre era por aquel tiempo registrador de la propiedad en Frechilla, coincidió con un nativo, Francisco Vighi, futuro pombiano, al que al fundador de la tertulia designaba siempre como «el noveno poeta español». Entre los mejores versos de Vighi hay que citar precisamente aquel donde evoca el clima reinante en el establecimiento de la calle Carretas.

Segovia es ciudad a mencionar en esta geografía ramoniana, primero porque es en la imprenta de su diario El Adelantado, donde se imprimió, en 1905, Entrando en fuego, su primer libro. Y segundo por su novela de 1922 El secreto del acueducto. Escrita en la propia ciudad, en el parador precisamente llamado del Acueducto, donde estuvo mes y medio a dieta de cordero asado, se da el caso de que además también salió de las prensas del citado diario. Por lo demás, Javier Gómez de la Serna, el padre del escritor, fue registrador de la propiedad en Segovia, entre 1914 y 1919, lo cual había motivado numerosas visitas del hijo.

La siguiente ciudad de la que hay que hablar es Oviedo, la «Vetusta» de Clarín y de La Regenta, y la inspiradora de los Poemas de la provincia (1910) de Andrés González Blanco, amigo de Ramón y colaborador de Prometeo. Fue en la capital asturiana donde estudió nuestro héroe parte de la carrera de Derecho, que por cierto no le serviría de mucho, ya que, en contra de la opinión de su familia, que pretendía que opositara y se convirtiera en funcionario, le pudo la literatura, de la que fue un auténtico galeote, de ingente producción, parte de ella en la prensa diaria, así como en revistas, tanto literarias, como generalistas.

París, capital mundial del arte cuando Ramón se asomó a ella en 1903.

En cuanto pudo, que fue en 1903, Ramón se asomó a París, entonces la capital mundial del arte. Su padre le había premiado con un viaje allá por haber terminado con éxito sus estudios de bachillerato. Durante su estancia más larga (1909-1911, aunque buena parte del tiempo lo pasó viajando por países vecinos: Gran Bretaña, Italia, Suiza), residió en el boulevard Saint-Michel, en el Hotel de Suez, empapándose de modernidad, de cubismo, de sicoanálisis, de futurismo y de lo que se terciara. También persiguió las sombras de los raros franceses o belgas, a muchos de los cuales fue publicando en su revista madrileña Prometeo (1908-1912), nominalmente dirigida por su padre, pero de entera responsabilidad suya. Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Barbey d’Aurevilly, Villiers de l’Isle-Adam, Huysmans, Verhaeren, Rodenbach y Remy de Gourmont son algunas de esas sombras francesas por él amadas. Por lo que se refiere a las incipientes vanguardias, hay que anotar que en 1909 tradujo para Prometeo el manifiesto futurista de Marinetti, entonces recién aparecido, en francés, en las páginas del diario Le Figaro; al año siguiente, el italiano le confió otro manifiesto futurista, específicamente destinado a los lectores españoles, y en el que entre otras lindezas proponía la destrucción de la catedral de Burgos.

En 1917, Ramón conoció, en París, a Picasso, al cual unos meses después tributaría un banquete en Pombo. Al año siguiente, tuvo el proyecto de un álbum titulado París 1918, en el cual un texto suyo manuscrito habría ido acompañado de litografías de Angelina Beloff, Juan Gris, Lipchitz, Marevna, Picasso, Diego Rivera, y Ángel Zárraga, todos ellos cubistas.

Durante los años veinte, Ramón tuvo muchísimo éxito en sus sucesivas visitas a París, donde se codeó con muchos de los grandes de la escena cultural francesa, a varios de los cuales (Paul Morand, los Delaunay, Marie Laurencin y un Valery Larbaud del que luego hablaré…) los conocía de Madrid y de Pombo. En 1924, una selección de su libro Senos aparecía en francés, en traducción de Jean Cassou, con dibujos nada menos que de Pierre Bonnard. Difundían su obra editoriales como Kra y revistas como Bifur. Orador en el Cirque d’Hiver a lomos de un elefante, se interesó por ese mundo ya cantado por Toulouse-Lautrec, y por el cine de vanguardia, y por escultores alambristas y amigos de la chapa metálica, como nuestro José de Creeft, el mexicano Germán Cueto o el norteamericano Alexander Calder, entonces un principiante apenas conocido, cuyo circo en miniatura presentaría en 1933 en la Residencia de Estudiantes madrileña.

Clave en la vivencia ramoniana de París es el año 1930. El llorado Nigel Dennis recopiló para Pre-Textos los fantásticos artículos enviados durante el mismo por el escritor al diario madrileño El Sol. Nostálgico de Pombo, Ramón creó entonces una suerte de su tertulia madrileña, en La Consigne, un café frente a la estación de Montparnasse.

Lisboa es otra ciudad profundamente ramoniana. Allí había vivido, junto al Tajo, su tía, la escritora tardorromántica Carolina Coronado, a quien, en 1942, es decir ya en sus años argentinos, quien siempre fue un nostálgico del 800, incluida su cursilería, dedicaría una monografía en cuyo frontispicio reprodujo el retrato de ella por Federico de Madrazo.

Los primeros textos ramonianos sobre la ciudad datan de su primer viaje allá, en 1915, y están dentro de la sección Cartas europeas del primer Pombo, el de 1918. Fue en la capital portuguesa, que le deslumbró, donde el escritor compró sus primeras piezas de arte africano. Una preciosa revista lisboeta en la que, ya durante la década siguiente, encontramos su firma es Contemporãnea. Los años 1924-1926 los pasó en Estoril, donde se construyó un chalet que bautizó El Ventanal. Allí trató, entre otros, a modernistas (así se definían los vanguardistas portugueses: nada que ver con nuestro modernismo, ni con el modernisme catalán: maneras de designar el simbolismo) como José de Almada Negreiros (con el que luego coincidiría durante los años que el portugués pasó en Madrid), António Ferro (el futuro responsable de la política cultural salazarista), João de Castro Osório (que heredaría su biblioteca de El Ventanal, de la que alcanzamos a adquirir algunos pecios prestigiosos en un alfarrabista del Barrio Alto), y el propio Fernando Pessoa. La melancolía portuguesa impregna La quinta de Palmyra (1923), una de sus más hermosas novelas.

Es también en el primer Pombo, el de 1918, donde en una de las cartas italianas se encuentra una frase definitiva de Ramón sobre la Europa de los maniquíes, frase que a uno siempre le ha hecho pensar en los que pintaba Giorgio de Chirico, el padre de la pintura metafísica.

En Nápoles una placa recuerda la presencia de Ramón allá, durante parte del año 1926, en el que ambientó en la Galleria Principe di Napoli (un pasaje del tipo de los parisienses) su relato El hombre de la galería. También en clave italiana hay que recordar su amistad, en París, con el humorista Pitigrilli, y su presencia en el comité de redacción internacional de 900, revista milanesa dirigida por Massimo Bontempelli.

Buenos Aires, ciudad que entonces consumía una gran cantidad de conferenciantes y de concertistas al año, vio llegar a Ramón en el año 1930, invitado por la sociedad Amigos del Arte, responsable también de la ida allá de Ricardo Viñes, Marinetti, Paul Morand, Le Corbusier o Federico García Lorca, entre otros. Cinco años antes, se había anunciado un viaje suyo allá, que finalmente no realizó, y del que quedó un precioso suplemento en papel color ladrillo de la revista Martín Fierro. Uno de los firmantes de aquel homenaje fue Borges. A este, y a su hermana Norah, Ramón los había conocido en el Madrid de unos años antes. Cuando apareció Fervor de Buenos Aires (1923), el primer libro borgiano, una de sus primeras reseñas a este lado del Atlántico había sido la de Ramón en Revista de Occidente; en ella se imagina, a partir de los versos del entonces ultraísta y pombiano, cómo es Buenos Aires. Otro viejo amigo al que vuelve a ver en la capital argentina es Oliverio Girondo, cuyo humor tiene bastante que ver con el suyo, y que como él practicó el arte del dibujo, como puede comprobarse ante su primer libro, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922). En aquel viaje de 1930, Ramón conoce, en el banquete que le tributa la sección argentina del PEN Club, a la escritora Luisa Sofovich, con la que, tras el correspondiente flechazo, se volverá a Madrid.

También lo vemos, en la mansión funcionalista de Victoria Ocampo, entre los fundadores de Sur, cuyo primer secretario de redacción sería uno de los efigiados en las fotos tomadas aquel día, el exultraísta y expombiano Guillermo de Torre, ya residente allá, y casado con Norah Borges. Desde Buenos Aires, Ramón se asoma a varias ciudades argentinas, así como a Montevideo, Asunción y Santiago de Chile. En 1933 tiene lugar un segundo viaje ramoniano a Buenos Aires, también con extensiones al interior del país; su conferencia de Amigos del Arte sobre las tertulias literarias la dio delante del cuadro pombiano de Solana, que se había llevado allá… enrollado dentro de su equipaje.

En 1936, Ramón marchó definitivamente a la capital argentina, asustado ante el descontrol que reinaba en el Madrid de aquel verano sangriento, y en concreto ante la estampa del poeta hampón por excelencia, Pedro Luis de Gálvez, de miliciano armado. El piso de Ramón sería saqueado; años después, ya fallecido el escritor, reaparecería, cual resto del naufragio, su efigie cubista por Rivera, sobre la cual él en sus años porteños había escrito varias veces en clave elegíaca, designándolo como su «retrato perdido». Por protegerlo, el cuadro de la tertulia de Pombo de Solana fue llevado al Prado, que al término de la contienda lo devolvería al café. Establecido en la capital editorial del Nuevo Mundo, este exiliado de 1936 hubo de tratar a los de 1939, y especialmente a editores como Gonzalo Losada (cuyo consejero literario era Guillermo de Torre), Antoni López Llausás (Sudamericana) o Joan Merlí (Poseidón). Sin embargo, la lectura de su correspondencia de los años de la guerra civil con Ernesto Giménez Caballero no deja duda sobre el hecho de que el escritor había tomado partido por el bando franquista. Para más inri, en 1944 iniciaría su colaboración con el diario falangista madrileño Arriba. Como es imaginable, la coexistencia con los republicanos no fue sin tensiones, algo que evidencia un prescindible soneto de Alberti, que comienza así: «Por qué franquista tú torpe Ramón», aunque al final lo califique de incongruente (cita indirecta de El incongruente), de inverosímil (por El doctor inverosímil), pero también de genial. En 1955, sin embargo, apareció una antología de su obra, conmemorativa de Entrando en fuego, es decir, de sus cincuenta años de vida literaria, ordenada por Guillermo de Torre y ecuménicamente coeditada por Emecé, Espasa-Calpe Argentina, Losada, Poseidón y Sudamericana; con motivo de la aparición de la misma, Luis Seoane le organizó un banquete al que asistieron, entre otros, Alberti y María Teresa León, Rafael Dieste y Lorenzo Varela.

En la capital argentina, a la que en 1948 (el mismo año en que escribió su monumental y magistral Automoribundia) dedicó un libro (Explicación de Buenos Aires), al que debe sumarse Interpretación del tango (1949), a Ramón le corroían irrefrenables Nostalgias de Madrid (1956). Fruto de estas son también sus novelas Las tres gracias (1949) y Piso bajo (1961), centrada esta, última de las suyas, en la plaza del Dos de Mayo. Pero salvo un viaje de ida y vuelta en 1949 (y que incluyó cuatro sábados pombianos, y una visita a Franco en el palacio del Pardo, visita sobre la que hay que leer lo que de ella cuenta Rafael Flórez en su libro de 1988 Ramón de ramones), los veintisiete años finales de su vida transcurrieron en la capital argentina, en un apartamento de la calle Hipólito Irigoyen (su último torreón, reedición aumentada de los sucesivos madrileños). Por lo demás, allá Ramón era muy leído, tanto por los lectores de prensa generalista como por sus colegas, destacando, entre estos, Julio Cortázar.

Hay una ciudad que Ramón jamás pisó y que sin embargo deseo sumar, para terminar estas páginas, a su geografía si no vital, sí literaria: la francesa Vichy. Su gran amigo Valery Larbaud era hijo del propietario de una de las fuentes de aguas medicinales de esa ciudad termal, luego tristemente célebre por ser, durante los años de la ocupación del país por los alemanes, la capital del gobierno-títere del mariscal Pétain. Larbaud había pasado en Alicante los años de la Primera Guerra Mundial, y en 1918, con ocasión de una estancia en Madrid, se había asomado a Pombo, donde había saludado al fundador de su tertulia, del que terminaría haciéndose muy amigo. Con motivo de un viaje suyo de 1923, ya desde París, en el café se le tributó al francés uno de los consabidos banquetes. Fue gracias a Larbaud, ayudado por colegas más jóvenes como el citado Cassou o como Mathilde Pomès, que por aquellos años se desencadenó la antes aludida boga parisiense por Ramón. Auténticamente de fábula los tesoros literarios que contiene la mediateca de Vichy, que lleva el nombre del francés, uno de los hombres más cosmopolitas de su tiempo, próximo a Joyce o a Italo Svevo, y que, aunque jamás pisó el Nuevo Mundo, estaba en estrecho contacto con la cultura de sus repúblicas. Allí se conservan cartas del escritor madrileño, y sus libros, y cartas y libros de amigos comunes como Gabriel Miró, Alfonso Reyes o Borges. También un retrato del de Vichy, en 1921, por Paul-Émile Bécat, que presenta la particularidad de que en él está representado con el Libro nuevo ramoniano en las manos.

 

Algunas de las greguerías ilustradas por Gómez de la Serna, publicadas en el diario ABC y en el semanario Blanco y Negro, están hoy expuestas en el Museo ABC de Madrid.

Greguerías: humorismo más metáfora

Patillas: cara entre comillas.
El tiempo no es oro; es purpurina.
Una receta es un salvoconducto que nos da el médico para que el boticario se sonría.
Cuando en trenes o barcos nos llaman «pasajeros» sentimos la tristeza de la efemeridad.
Ballena se escribe con elle porque así lo piden las dos eles de los surtidores de su cabeza.
Tren expreso: tren movido por los celos.
Los académicos debieran tener derecho a usar en las sesiones gorros de dormir.
El peine es un aparato de jardín para la cabeza.
Los flamencos de largas patas sirven de nivel para los estanques, mostrando la profundidad de sus aguas.
La araña es la zurcidora del aire.
Hay unas puertas que rechinan como si les hubieran pisado el rabo.
Menos mal que a los mosquitos no les ha dado por tocar el saxofón.
A la mayor parte de los libros con notas habría que llevarlos al quitamanchas.
Entré en el estanque de las sábanas nuevas.
Mariposa: tarjeta de visita con alas.

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 3 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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