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03 Abr 2019
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Comala

Las Comalas de Juan Rulfo

Carlos Ramírez Vuelvas

¿Cuál es la Comala que vivió, imaginó y escribió Juan Rulfo? Visitemos los mapas narrativos de un clásico moderno

Después de un tupido corredor de parotales se asoma Comala, el verde municipio del Estado de Colima, en México, sobre un lomerío coronado por calles sinuosas y empedradas. Paredes encaladas y tejas de barro rojo definen a las casas del «pueblo blanco de América», como decimos quienes vivimos aquí. «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», es la segunda frase que unimos a la primera para referirnos a Comala, y añadir que esta Comala es la homónima de la celebérrima Comala donde acontece la historia y la trama de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y sus personajes: Susana San Juan, Juan Preciado, Dolores Preciado, Osorio, Padre Rentería, Fulgor Sedano y Miguel Rentería.

Juan Rulfo, fotografiado en un banco de Comala en 1961, ante el edificio del Ayuntamiento del municipio. El territorio imaginado de la Comala de Pedro Páramo en realidad sí existe: es un capítulo de la historia de México escrito sobre tierra reseca.

Pero la Comala de Juan Rulfo es un sitio inasible y vaporoso, un poema y una cosmogonía: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche», escribió el escritor mexicano en su primera referencia al pueblo. La Comala de Juan Rulfo es un lugar fantasmagórico y fáustico, un paisaje observado siempre detrás de un velo negro y ruinoso: «Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno. Con decir que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija».

Esta Comala de 20.000 habitantes se ubica en el occidente de México, a más de mil kilómetros de la capital del país. Alegre y bullanguera, esta Comala distingue su picardía de la de otros pueblos por la capacidad de sus habitantes para nombrarse con apodos. Uno de los más extraños: «Jorge El Cara de Axila de Elefante»; otro de los más simpáticos: «Pedro El Sapo». En la plaza principal de esta Comala te recibe el jolgorio ganado en fama por sus mariachis y cantinas, que revienta en un volar de palomas a las 12 del día cuando se sirve, por norma, el primer tequila.

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El 22 de diciembre de 1983, Juan Rulfo asistió a la Universidad de Colima para dictar la conferencia Hipótesis sobre historia regional. El escritor dirigía el Instituto Nacional Indigenista de México cuando enunció las fronteras de lo que debe ser Comala: «simplemente son divagaciones, más bien, hipótesis, porque en realidad eso fue lo que me encontré. Todo es hipotético, todo es un supuesto…, nada nos acerca a la verdadera realidad».

Uno de sus críticos más perspicaces (y también más entrañables), Emmanuel Carballo, apunta que en la generación literaria de Juan Rulfo conviveron dos tipos de escritores mexicanos. El primero, solo retrata con elegancia los colores locales. El segundo, a partir de los colores locales, indaga sobre las pasiones humanas. Carballo sintetiza en Rulfo un tipo de escritor que a partir de los colores locales explora las pasiones humanas y construye un universo literario propio. Este universo estético, en Juan Rulfo, habría de llamarse Las Comalas, presente en toda su obra literaria: los cuentos de El llano en llamas, el guión de El gallo de oro y la novela Pedro Páramo, donde Comala resplandece por el misterio que la trasciende.

La primera edición de ‘Pedro Páramo’. El libro fue publicado en México en 1955 por el Fondo De Cultura Económica, en su colección Letras Mexicanas. Se imprimieron 2.000 ejemplares de esta primera edición.

Son muchas las Comalas rulfianas, los espacios narrativos modificados según la óptica del lector. Comala, el territorio real, debe ser la suma de una geografía ubicada en el occidente de México. Son los pueblos, las leyendas, las personas y los paisajes de un cuadrante geográfico de México, que va del sur de Jalisco hasta el sur de Nayarit, que incluye el occidente de Michoacán y todo el Estado de Colima. El eje de este territorio son dos volcanes, uno de altura y otro de fuego, como un doble faro terrestre (un padre tierno y furioso al mismo tiempo) al que todos guardan ceremoniosa atención. En derredor, hay un paisaje maravilloso de tremendos contrastes.

Valga la redundancia: contrastes rulfianos que Juan Rulfo también definió con su cámara fotográfica, obsesionada por «la realidad del desaliento mexicano», diría Carlos Fuentes. El escritor mexicano comenzó a fotografiar en los mismos años que comenzó a escribir su obra literaria, en la década de los treinta del siglo XX, y profundizó —nunca una fotografía interpretó con tal acuciosidad una obra literaria, enfatizando más los colores oscuros que la luminosidad de los claros— en los referentes que ya había expuesto en su literatura. Los bellísimos paisajes del occidente de México, pero también las ruinas prehispánicas, los edificios coloniales, además de los pueblos y sus habitantes, siempre matizando la nostalgia, y a través de ella cierta crudeza realista que nuestro autor nunca abandonó ni siquiera en sus conversaciones, según recuerdan algunos de sus fieles, como el escritor Vicente Leñero.

En esta región crece una naturaleza de imágenes variables dispuestas en el calendario. En enero, una estela azul, un aura azul, bordea cerros y arboledas. En agosto, la lluvia torrencial aviva un verde feroz, y despeña las laderas, tumbando rocas, desgajando barrancos y deslizando troncos al vacío. Con la llegada del invierno, las bajas temperaturas tejen mantos de nieve en las montañas más altas. Bajo las faldas de los volcanes, una fatigosa serranía, el montón de granito y pedrería, solo permite la presencia de pómez, cantera o pélex, piedras mineras propias de la industria.

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Esta región también fue bautizada como «Jaliscolimán» por Juan José Arreola, gemelo literario de Juan Rulfo. Ambos son para las letras mexicanas «nuestro James Joyce doble», como calificó el crítico literario Christopher Domínguez Michael a la dupla de escritores jaliscienses: el primero escribió en La feria la versión mexicana de Ulises; el segundo con Pedro Páramo, nuestro Finnegans Wake.

Juchitlán, Tapalpa, Zacoalco, Sayula, Tamazula, Tuxpan, Apulco, Attaco, Ejutla, Tuxcacuexco, Tonaya, San Gabriel y Zapotlán, entre otros pueblos de Jaliscolimán, serían el fermento real donde se abreva la imaginación rulfiana para trazar el territorio fantástico de su obra. Jaliscolimán es un añejo territorio que, como buena parte de México, conserva con huraña altivez las heridas de varios episodios históricos que entrelazados forjan los rasgos de identidad de los mexicanos. A esos asuntos históricos diversos y dispersos por toda la región Juan Rulfo dedicó varios años de estudio para ensayar artículos y conferencias de corte antropológico, además de otras piezas literarias aún no publicadas.

Las primeras culturas prehispánicas asentadas en esta zona datan, aproximadamente, del 1.400 a. C., y debieron de ser el sitio final tanto de migraciones de la costa del Pacífico del sur de América Latina como de tribus nómadas provenientes del norte del continente americano. Colima es la tercera ciudad más antigua del país, fundada en 1523. En Jalisco, el cura Miguel Hidalgo y Costilla planeó la guerra de Independencia de México, en 1810. Y las dos revoluciones sociales más importantes del siglo XX, la Revolución mexicana y la Revolución Cristera, tuvieron episodios protagónicos (y después olvidados) en el sur de Jalisco, en Colima y en Michoacán.

«Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces»

 

Aunque abundan las interpretaciones sobre el territorio mítico de Juan Rulfo, sus mejores críticos (Carlos Blanco Aguinaga, Edmundo Valadés, Alberto Vital, José Carlos González Boixo, Gerald Martin o Christopher Domínguez Michael) vislumbran en sus interpretaciones fragmentos de la historia de México como luces encendidas para caminar el entreverado dominio de Pedro Páramo, el cacique de corte paternal que vigila los días y las noches, la vida y la muerte, y según Juan Preciado (el protagonista débil de la historia) también el purgatorio.

El territorio imaginado de la Comala de Juan Rulfo sí existe: es un peñasco seco donde escuece el abandono de los miles de campesinos que fueron despojados de sus tierras por la reforma agraria de la década de los treinta en México; un sauce llorón en cuyas raíces avanza fatigoso un hormiguero: los migrantes de Latinoamérica que año con año cruzan el país, en una caravana interminable que comenzó desde mediados del siglo XX, siguiendo el sueño americano en Estados Unidos de Norteamérica; una barranca añorando el eco de los gritos, sumando muertas y cruces rosas en el desierto de Chihuahua, desde la época de la Revolución mexicana. Y unas cuantas personas que tal vez sobreviven, o tal vez estén muertas, o tal vez nunca vivieron, y escriben la historia de este país. Pero todo eso existe.

El territorio imaginado de la Comala de Juan Rulfo es un capítulo de la historia de México escrito en letra de molde sobre tierra reseca: el retrato de héroes y canallas intercambiando posición en el proscenio, la mano del poder en turno meciendo la cuna de la historia común mientras llega un nuevo ventarrón para borrarlo todo. El territorio imaginario de la Comala de Juan Rulfo sí existe, es la historia al margen de la historia. Rulfo describe así la agonía de Pedro Páramo, como si se refiriera a la historia de algún país occidental: «Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos».

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En la región de Jaliscolimán que Juan Rulfo evocó con el nombre de Comala, nacieron los escritores involucrados en la creación, edición y difusión de la novela Pedro Páramo. Efrén Hernández, nacido en León, Guanajuato (también occidente de México), fue el asesor intelectual en plena gestación de Juan Rulfo escritor. No hay quien dude que Juan José Arreola, originario de Zapotlán, Jalisco, debió ser el gran orquestador del magnífico episodio que permitió a las prensas imprimir las desventuras de los personajes rulfianos en el limbo de Comala. Arreola alentó, corrigió, motivó y propició la publicación de Pedro Páramo bajo el sello del Fondo de Cultural Económica (FCE).

Junto con Arreola, Antonio Alatorre, nacido en Autlán de la Grana, Jalisco, fue el primer difusor de la literatura rulfiana. Alatorre era el director de la revista Pan donde se publicaron los primeros cuentos de Rulfo, con viñetas de Alejandro Rangel Hidalgo, artista plástico radicado en Comala, Colima. Alí Chumacero, oriundo de Acaponeta, Nayarit, y para 1955 editor del FCE, decidió publicar Pedro Páramo en su colección más importante, Tezontle. Hernández, Arreola, Alatorre, Chumacero y Rangel, todos nacidos en Jaliscolimán, la hipotética Comala real, participaron en una de las más maravillosas aventuras literarias que han vivido las letras latinoamericanas: la configuración y propagación de la mítica Comala.

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Pedro Páramo y su Comala también es una historia personal, íntima y lírica. En su versión mexicana de la carta al padre, Juan Rulfo nunca negó cierta admiración por Franz Kafka como nunca reconoció reminiscencias biográficas en su literatura, pero el criterio universal de las lecturas de Pedro Páramo acepta que se trata de una elegía al padre ausente. «El cacique inmortal y su paraíso perdido», insiste Domínguez Michael.

Para evocar los inicios escriturales de Juan Rulfo, Carballo escribió: «La gran cultura de Rulfo era literaria. Y su gran pasión era su región, allá y acá, en Jalisco y en Colima (…). En el tiempo que escribió sus cuentos, Juan Rulfo recorre, piensa, rememora todo lo que vivió cuando niño, como la muerte de su padre». Por eso, la estupenda lectura de Roberto García Bonilla sobre Juan Rulfo, acuciosa en archivos y detalles biográficos, no duda en atribuir a una venganza el nacimiento del mito literario más poderoso de las letras modernas de México.

A los 6 años de edad, Juan Rulfo presenció el asesinato de su padre en San Pedro Toxín, municipio de Tolimán, Jalisco, cuando «envalentonado por unos mezcales» Guadalupe Nava Palacios descargó su pistola sobre la espalda de su patrón, el hacendado Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, Don Cheno. Según la versión del periódico El Universal, días atrás Don Cheno reprendió a Nava Palacios por pastar sus animales en los terrenos de la Hacienda. Cuatro años después, moriría la madre de Juan Rulfo, a causa de «neuralgia del corazón». Así, a los 10 años de edad, Juan Rulfo vivió en un orfanato.

El pasaje contiene las obsesiones rulfianas: el universo fantástico de origen rural donde suceden los acontecimientos; la pasión y la condición humana como motivación principal de los personajes; la lucha por el poder, sus reacciones y sus ofusques; el valor ambivalente del padre, añorado por el hijo huérfano, repudiado por los peones y decisivo en la vida de la comunidad, y, además, una coda oscura, profunda y abisal, la muerte de la madre, la absoluta soledad y la disciplina agobiante del hospicio.

La larga cita a las citas de García Bonilla no tiene desperdicio: «El duelo por la pérdida de diversos familiares, sobre todo del padre, además, se extendió en un temperamento proclive a la depresión que se gestó, según el propio escritor, en los años del orfanato y que permaneció hasta sus días finales: “Lo único que aprendí allí fue a deprimirme. Era una tremenda disciplina, el sistema era carcelario. Esas fueron las épocas de mi vida en que me encontré más solo, y contraje un estado depresivo que todavía no se me puede curar”, comentó cuando tenía sesenta años de edad».

«Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos
el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo»

 

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Más allá de las distancias entre los sitios históricos y los sitios imaginados, los mitos de Pedro Páramo y de Comala ya forman parte de la cultura universal. Referencial para la mayoría de los escritores modernos (desde el boom latinoamericano hasta Susan Sostang, pasando por los premios Nobel, Octavio Paz, Günter Grass y Jean Le Clézio), Juan Rulfo vivió un modo propio del arte de narrar y escribir literatura, una interpretación de la historia al narrar en los hechos de los hombres, sus pasiones y sus contradicciones, las circunstancias de una sociedad y su cultura.

Dotada de las mejores herramientas narrativas de su tiempo (una prodigiosa síntesis de Franz Kafka, James Joyce, Knut Hamsun, William Faulkner, John Dos Passos, Steinbeck, Willa Cather, María Luisa Bombal…), Pedro Páramo es un clásico literario. Cada lector que se adentra en sus páginas sigue la ruta de Juan Preciado en busca de su padre, en el corazón de una región imaginada con un centro de gravedad provisto de una enorme verosimilitud, porque las Comalas de Juan Rulfo existen en el occidente de México. Y cada lector, entonces, se pregunta, ¿dónde está ese pueblo? Y un murmullo podría responder: después de un tupido corredor de parotales se asoma Comala…

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 2 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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