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09 Mar 2022
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Idiomas

Unas mentes maravillosas

Borja Bauzá

Los políglotas suponen el 1% de la población mundial y su habilidad sigue generando debate. ¿Se debe a un entramado cultural particularmente rico o a la herencia genética?

Hace cuatro décadas, en una aldea gallega no muy alejada del castro de Santa Tecla, en la orilla española del Miño, nació un chaval llamado Jairo Dorado Cadilla. Jairo creció arropado por tres lenguas: el gallego, el castellano y el portugués. Cuando tenía ocho años, una de sus primas, estudiante de Filología Inglesa, emigró a Estados Unidos. No tardaron en llegar noticias del otro lado del charco; la prima había conseguido echar raíces y todo parecía ir viento en popa. Entonces Jairo decidió aprender inglés. Pero no aprenderlo de cualquier manera, meciéndose al vaivén del curso escolar, sino aprenderlo de verdad. Sus padres, profesores ambos, apoyaron al crío: le regalaron un buen diccionario, reforzaron la enseñanza básica del colegio con clases extraescolares y buscaron programas de intercambio en Irlanda.

Tiempo después, con el inglés bajo control, Jairo se sintió atraído por el alemán. Sin embargo, aquel tanteo inicial se vio interrumpido por un telediario que hablaba de una guerra en un lugar llamado Yugoslavia. Corría el año 1995 y el crío, ya convertido en un adolescente lleno de curiosidad, decidió poner un mensaje en el teletexto croata indicando que quería mantener correspondencia con gente de los Balcanes para aprender sobre las culturas locales y, en consecuencia, sus respectivos idiomas.

«Me escribió la hostia de gente», recuerda entre risas. «Y dos o tres años después me compré la primera gramática en inglés; un libro titulado Teach Yourself Serbo-Croatian». Terminó de apuntalar el idioma, que entonces se llamaba serbocroata, a comienzos de siglo gracias a un Erasmus en Austria (la universidad ofrecía clases de croata y esloveno) y a la serie de viajes que realizó a los Balcanes durante aquella época. ¿Y después de aquello? Después de aquello, y mientras se establecía como traductor e intérprete freelance, llegaron —esta vez sí— el alemán y el húngaro, idiomas que hoy maneja con solvencia, y coqueteos con otros que todavía no ha terminado de amarrar como, por ejemplo, el chino.

Cinco años después de que Jairo llegara al mundo, a miles de kilómetros de distancia, nació en algún punto de Oriente Medio un chaval llamado Jason Rolf Liestam. Sus padres —él, sueco; ella, griega— hablaban en inglés pero, al tratar con sus respectivos parientes, se conducían en sus lenguas maternas. Jason, por lo tanto, también creció arropado por tres idiomas: el inglés, el sueco y el griego. A ellos hay que añadir el castellano, idioma con el que tomó contacto cuando, siendo todavía niño, la familia se afincó en Madrid. Alcanzada la mayoría de edad, llegó la universidad; Jason fue a cursarla a Inglaterra y después completó sus estudios en la ciudad brasileña de Florianópolis, donde se empapó de portugués, la guinda que le faltaba a un currículo que le ha permitido ganarse un buen jornal en el departamento de ventas de una multinacional.

No mucho más tarde de que Jason naciera en algún lugar de Oriente Medio, una niña llamada Mina Bajrami hizo su aparición en la sala de Maternidad de un hospital de Belgrado. Como nació en el seno de una familia gorani —un pueblo eslavo natural del sur de Serbia—, la niña creció hablando dos idiomas: serbio y lo que ella llama «serbio antiguo», la lengua de su gente, que es muy parecida al macedonio. Pronto esa paleta doble se duplicó, valga la redundancia, hasta cubrir cuatro lenguas: serbio, serbio antiguo, inglés y castellano. Estas dos últimas llegaron por vía televisiva; y es que en los Balcanes las películas y series extranjeras no se doblan sino que se retransmiten subtituladas. Eso, junto a su curiosidad por las palabras nuevas y el prestar especial atención en clase, hizo que Mina llegara a la universidad con cuatro idiomas y ganas de estudiar un quinto durante la carrera. Dicho y hecho: árabe. Hoy su habilidad con lo foráneo ayuda a que esta profesora de lenguas y culturas pague las facturas.

Uno por ciento

Aunque Jairo, Jason y Mina no se conocen, forman parte del mismo grupo de personas: el de la gente que controla, como mínimo, cinco idiomas. Es un grupo francamente reducido, una suerte de élite intelectual, porque quienes pueden hacerlo no superan el 1% de la población mundial. En otras palabras: Jairo, Jason y Mina son políglotas.

Como el lector habrá podido observar, nuestros protagonistas tienen otra cosa en común: han crecido en ambientes multilingües. Jairo lo hizo rodeado de tres lenguas, Jason ídem y Mina, aunque empezó interactuando con dos, pronto —a los tres años— entró en contacto con otras dos. Pero, ¿hay algo más? ¿Un elemento biológico que pueda haber influido?

Son preguntas que, de momento, no tienen respuesta concluyente. El consenso —o, si se prefiere, la creencia popular— dice que se trata de una habilidad eminentemente cultural. Crecer en un hogar multilingüe parece facilitar mucho las cosas, pero, además, la persona en cuestión debe desarrollar interés por una lengua concreta y, en consecuencia, sumergirse en ella. Ocurre, como bien cuenta Jairo, que sumergirse en un idioma supone sumergirse, también, en una forma de ver el mundo; en una cosmovisión. La árabe, la húngara, la china, etcétera. Es decir: el interés por el idioma debe venir acompañado por el interés que genera la cultura que abandera. Es lo que le pasó a él con el serbocroata y el esloveno; se interesó por los Balcanes y ese interés le remitió a sus lenguas.

En cuanto al método de aprendizaje, todos los políglotas con los que he tratado coinciden al señalar la importancia de la inmersión. Dicho de otra manera: uno no puede aprender una lengua recibiendo seis horas de clase semanales en la academia del barrio. Eso puede sentar ciertas bases, pero para empaparse hay que hacer más cosas. Entrar en contacto con las gentes del lugar, escuchar su música, leer prensa local o libros en versión original, y en cuanto uno pueda agarrar los bártulos y darse una vuelta por el sitio. En otras palabras: hay que interiorizar el idioma de marras para poder hacerse con él.

Hiperpolíglotas

Por encima de los políglotas se encuentra otro nivel: el de quienes pueden hablar más de diez lenguas. A estas personas se las conoce como «hiperpolíglotas» y, en su caso, sí se han iniciado investigaciones científicas de calado para ver si basta con un entorno cultural apropiado y gran fuerza de voluntad o si hay algún elemento biológico jugando su parte.

Uno de los neurólogos que anda detrás del misterio es Simon Fisher. Desde su laboratorio en Nimega, la ciudad holandesa donde se aloja la Universidad Radboud, este experto en la vertiente neurogenética del lenguaje se dedica a estudiar el fenómeno. «La genética del talento es un territorio por explorar», le contó a la periodista Judith Thurman en 2018. «Es un concepto complicado de abordar y también es un tema muy sensible; sin embargo, es innegable que, en cierto modo, tu genoma te predispone».

No obstante, las investigaciones de calado todavía no han aportado pruebas irrefutables de nada. Algunos neurolingüistas han logrado entrevistar a varios hiperpolíglotas y, fruto de esas entrevistas, han trazado un perfil parcial. A saber: una persona que puede hablar con solvencia más de diez lenguas tiene más probabilidades de ser homosexual, varón, zurdo y, también, de mostrar algún grado de autismo y patologías como el asma. Pero este retrato no es un certificado científicamente contrastado. Por eso la mayoría de los expertos no hacen mucho caso del mismo. Otros, como Evelina Fedorenko, neurocientífica del MIT, van todavía más allá del encogimiento de hombros y rechazan de plano semejante croquis argumentando que es puramente anecdótico.

Sea como fuere, la fascinación que despiertan los hiperpolíglotas en la comunidad científica es comprensible. Una de las «cobayas» de Fisher es un joven lingüista peruano llamado Luis Miguel Rojas-Berscia que habla veintidós lenguas vivas y seis lenguas muertas. A la espera de que los experimentos de Fisher den resultado, lo que sabemos de Rojas-Berscia es que, él también, creció en un hogar multilingüe: su padre, un empresario peruano, y su madre, de ascendencia italiana, le transmitieron el castellano y el italiano mientras la guardería, sita en un barrio acomodado de Lima, hizo lo propio con el inglés. Y a partir de ahí, ancha es Castilla.

Otro hiperpolíglota de interés para el campo de la neurociencia es el lingüista norteamericano Alexander Argüelles. Una figura legendaria por, entre otras cosas, ayudar al periodista Michael Erard a escribir el ensayo más serio sobre la cuestión hasta la fecha: Adiós, Babel. Cuando el periodista conoció a Argüelles, este vivía en Singapur y dedicaba el 40% de su tiempo a estudiar un total de 52 lenguas (se levantaba a las tres de la mañana). «En mi opinión hay tres tipos de políglotas», le dijo a Erard. «Están los genios, que son aquellos que destacan en cualquier cosa; luego están las personas que son buenas con los idiomas; y, por último, está la gente como yo». ¿Y qué es él? Un estajanovista, básicamente.

Argüelles pertenece, además, al comité que organiza, desde el año 2009, la Conferencia Políglota. Un evento anual que cambia de lugar en cada edición y que atrae a cientos de aficionados a los idiomas. El fundador es otro hiperpolíglota, en este caso británico, llamado Richard Simcott. Por razones obvias, la lengua «oficial» de la cumbre es el inglés. Sin embargo, todos los asistentes lucen una tarjeta que lista los idiomas en los que pueden conversar. Simcott, en la suya, siempre escribe: «Pruébame».

Kató Lomb. La cuestión es aprender divirtiéndose

Una de las figuras más conocidas del mundo de la interpretación y la traducción contemporáneas es una señora, fallecida en 2003, llamada Kató Lomb. Nació en la ciudad de Pécs cuando aquello todavía era el Imperio austrohúngaro, o sea en 1909, y aunque inicialmente se decantó por la ciencia (comenzó a estudiar Física y Química), tras obtener su doctorado en aquello cambió el foco.

Nunca se cansó de repetir que su lengua materna era el húngaro. No obstante, ganó dinero interpretando y traduciendo dieciséis más. A saber: inglés, búlgaro, danés, francés, hebreo, japonés, chino, latín, polaco, alemán, italiano, ruso, rumano, castellano, eslovaco y ucraniano. De todos ellos, era bilingüe en ruso, inglés, francés y alemán. O sea: estos eran los idiomas que utilizaba indistintamente en su día a día. El resto, para trabajar.

Escribió varios libros, y en ellos explicó su método de aprendizaje. Un método que, resumido, consiste en buscar una motivación concreta a la hora de abordar un idioma y solo después de haber dado con ella sumergirse en el pantano. Es decir: Lomb no creía en ningún tipo de habilidad innata y, según dijo en varias ocasiones, de existir a ella no le había tocado esa gracia.

Una vez encontrada la motivación lo que hay que hacer —dijo— es ponerse a leer en ese idioma, ponerse a escribir en ese idioma y ponerse a recitar en ese idioma sin importar la mala pronunciación o los errores gramaticales. Lo primordial es familiarizarse con la lengua para, acto seguido, comenzar a ubicar las palabras y las frases en contextos concretos. Jugar con todo ello. Y es así, con paciencia y buenos alimentos, como la cosa empieza a cobrar sentido. La cuestión, en definitiva, es aprender divirtiéndose.

Gracias a sus dotes idiomáticas, Lomb pudo viajar muchísimo. A lo largo de su vida visitó medio centenar de países repartidos entre los cinco continentes y a los 94 años echó la persiana en su Hungría natal
—en Budapest, concretamente— rodeada de admiración.

Giuseppe Mezzofanti. El primer hiperpolíglota de la historia

Mezzofanti

El término «hiperpolíglota» entró en circulación hace algo más de veinte años de la mano de un lingüista británico llamado Richard Hudson. Sin embargo, el fenómeno que describe es antiguo. Muy antiguo.

Una de las primeras referencias se encuentra en la Biblia, cuando los seguidores de Jesús reciben al Espíritu Santo y, de repente, se ponen a «hablar en lenguas extranjeras». Asimismo, el cronista romano Plinio el Viejo, en su Historia natural, hace referencia a Mitrídates VI, rey del Ponto, «que fue rey de veintidós naciones, administró sus leyes en todos sus idiomas, y podía hablar cada uno de ellos sin emplear intérprete». También Plutarco dejó escrito que Cleopatra rara vez necesitó recurrir a intérpretes.

Hay más ejemplos, pero ni los que faltan ni los ya descritos pueden demostrarse. Ya se sabe, en fin, cómo le daban a la hipérbole nuestros clásicos.

El ejemplo antiguo mejor documentado, y que por tanto muchos investigadores dan por bueno, es el de Giuseppe Mezzofanti. Un italiano, como su propio nombre indica, nacido en 1774 en el seno de una familia humilde —su padre era carpintero— y fallecido en 1849 con los honores que acompañan a todo un cardenal de la Santa Sede que fue, además, custodio de la Biblioteca Apostólica Vaticana.

Se dice que hablaba con fluidez una treintena de lenguas, incluidas varias lenguas ya entonces muertas, y que podía comunicarse en un total de cuarenta y dos. Era costumbre que intelectuales extranjeros de paso por Italia se reuniesen con él y le pusiesen a prueba. De ahí que su talento esté tan bien documentado.

Uno de esos intelectuales extranjeros fue Lord Byron. El afamado poeta inglés, también políglota pues dominaba el francés, el italiano, el alemán, el armenio y el latín, retó a Mezzofanti a un concurso de maldiciones. Tras morder el polvo declaró, con admiración, que el religioso italiano era «un monstruo de las lenguas» y que, de haber existido cuando se erigió la Torre de Babel, habría sido nombrado el intérprete de todas aquellas gentes.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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