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02 Feb 2023
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Ingrávidos y gentiles

Trafalgar, la gran derrota

Óscar Esquivias. Fotos: Asís G. Ayerbe

Cuando el joven escritor Benito Pérez Galdós (no había cumplido aún los treinta años) se propuso recrear la historia reciente de España en una ambiciosa serie de novelas, nunca dudó de que el episodio inicial debía estar dedicado a la batalla de Trafalgar. Visitamos hoy ese mar que en 1805 se tiñó de sangre

El niño no tendría, quizá, buenas costumbres ni mucha academia, pero sí buen corazón. Era, además, guapo y excelente nadador. El mar es el objeto, a veces obsesivo, de los pensamientos de todos los personajes y el escenario principal de esta novela que al fotógrafo Asís G. Ayerbe y a mí nos ha servido de guía de viaje. Hemos recorrido la costa sin perder de vista el oleaje de esas aguas gaditanas que el 21 de octubre de 1805 se convirtieron en un inmenso cementerio. De algún modo, los ideales ilustrados de progreso, renovación y grandeza de España heredados del siglo xviii se disiparon en aquella fecha, cuando algunos de los hombres más sabios del reino (como Gravina, Churruca o Alcalá Galiano), que habían dirigido importantes expediciones científicas y tenían un gran prestigio, murieron destrozados por los cañonazos ingleses. Sus impresionantes navíos, muchos construidos en los idealizados tiempos de Carlos III (como el Santísima Trinidad, el buque de guerra más grande y soberbio de la época), fueron apresados o se hundieron durante el combate o el temporal posterior. Para Galdós y sus lectores, «Trafalgar» era un nombre que no podía pronunciarse sin profundo dolor y amargura. Evocaba una carnicería espantosa, anunciaba que el país entero se iba a convertir pronto en un enorme campo de batalla y constataba la decadencia española y el fracaso del gobierno de Carlos IV.

Pero esto no lo saben todavía los personajes de la novela. Faltaban cuatro años para que se entablara la batalla cuando Gabrielillo, que entonces tenía diez añitos, perdió a su madre y, harto de las crueldades de su tío, escapó de Cádiz y empezó a recorrer las poblaciones de la bahía, sin rumbo y con la compañía azarosa de «la gente más perdida de aquellas playas». Huía también de los soldados que querían reclutarlo a la fuerza para servir en la Armada como «marinerillo de leva», pues las necesidades bélicas hacían que las embarcaciones se llenaran de tripulantes improvisados, muchos de ellos así de jóvenes, en edad de jugar y no de guerrear.

Trafalgar

Tras estas páginas propias de una novela picaresca, Trafalgar cambia de tono y se convierte en una jovial comedia de enredo de aire dieciochesco, como si el Lazarillo de Tormes se transformara en el criado de una obra teatral de
Goldoni. Unos nobles de Vejer de la Frontera se apiadaron del huérfano y este se convirtió en el fiel ayuda de cámara de un viejo lisiado, antiguo capitán de navío, don Alonso Gutiérrez de Cisniega, quien vivía en tierra firme pero añoraba volver a embarcarse y luchar contra los ingleses, a los que odiaba (había adiestrado al loro de su casa para que gritara «¡Perro inglés, perro inglés!»). Cisniega, en realidad, era inútil para el combate y para cualquier servicio, pero tenía
un sentido del honor quijotesco (esto es, galdosiano) y era proclive a las aventuras disparatadas. Su mujer, la vehemente y castiza doña Francisca, odiaba la vida marinera, entre otras cosas porque (viene a decir Galdós) las ausencias de su marido la habían privado de las alegrías de la vida conyugal: «Aquel matrimonio, que durante cincuenta años habría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios, tuvo que contentarse con uno solo: la encantadora y sin par Rosita». La (a ojos del lector) no tan encantadora Rosita se convertirá con el tiempo en el amor secreto e imposible de Gabriel, que en este punto de la novela tiene ya catorce años y empieza a ser un hombrecito. Al muchacho le va naciendo una vaga vocación militar, que se aviva cuando otra dama de Vejer, doña Flora Cisniega, quiere llevarlo a su casa para convertirlo en su peluquero (es inevitable pensar que su interés por el muchacho va más allá de sus habilidades con el peine). A doña Flora, por cierto, se la describe como una vieja «de más de cincuenta años» (Galdós era bastante joven cuando escribió estas líneas y, por lo visto, una mujer de tal edad le debía de parecer una provecta anciana). Esta comedia casi galante de amos y criados se enriquece con otros personajes que entran en danza, como el marinero con pata de palo Marcial, tan deseoso de combatir al inglés como su amigo Cisniega; también aparece el joven oficial artillero Rafael Malespina, prometido (para disgusto de Gabrielillo) de Rosita; y otro Malespina, padre del anterior y coronel del mismo arma, un hombre tronado, fanfarrón y mentiroso, gran propagador de disparates, como que el rey Jorge III de Inglaterra siempre le saludaba en castellano diciendo «¡Vengan esos cinco!» o que, por el supuesto interés de la corte británica en las corridas de toros, el propio Malespina capeó, picó y «mató» una silla (a falta de astados) ante el monarca.

El caso es que don Alonso, que no le tiene miedo a Nelson y sus cañones pero sí a doña Francisca, se escapa a escondidas de casa, marcha a Cádiz en una calesa y allí se embarca en el navío Santísima Trinidad para luchar contra el «perro inglés». Le acompañan, cómo no (porque sin ellos no puede valerse) su amigo Marcial y su paje Gabrielillo. Y allí empieza la parte más importante, larga y terrible de la novela.

Hasta este punto, pese a las continuas alusiones a la guerra, el libro ha tenido un llamativo aire humorístico, una ligereza casi de ópera mozartiana. A partir de ahora, sin que Galdós abandone del todo la comicidad, el ambiente se entenebrece. Comparecen las figuras históricas (Gravina, Churruca, Alcalá Galiano), evocadas con toda su dignidad, casi como héroes clásicos que se dirigen a un destino fatal: saben que las condiciones del combate les son adversas, pero se someten a las órdenes del mando francés, el torpe vicealmirante Villeneuve. Tienen la voluntad de luchar hasta la última gota de su sangre, pese a intuir que están derrotados de antemano. «Señores: estén ustedes todos en la inteligencia de que esa bandera está clavada», arengó Alcalá Galiano a la tripulación del buque Bahama. Arriar el pabellón significaba que un navío se rendía y eso no sucedió hasta que Galiano o Churruca murieron destrozados por balas de cañón (al primero una le voló la cabeza y al segundo una pierna). Un jirón de esa bandera que Alcalá Galiano señaló en su buque sirvió, seguramente, para envolver su cadáver antes de arrojarlo al mar, que se tragó impasible a estos héroes y no se quedó saciado. Como aseguraba el marinero Marcial con palabras terribles, «la mar es grande y en ella cabe mucha gente». Su propio cuerpo acabó teniendo sitio en ella.

El lector de 1873, fecha de publicación de Trafalgar, sabía perfectamente que iba a leer la crónica de una derrota, y quizá Galdós eligió un narrador en primera persona para que ese lector tuviera, al menos, el alivio de saber que Gabrielillo se salvaba de la matanza. Es posible que hoy, en el siglo xxi, haya lectores jóvenes e ingenuos que empiecen la novela sin conocer el resultado de la batalla y alienten la misma esperanza de victoria que latía en los corazones de don Alonso, Marcial o Gabrielillo. En cualquier caso, esta decisión de usar la primera persona determinará el curso de casi todos los episodios nacionales de esta serie, que son la crónica subjetiva y testimonial de Gabriel de Araceli (en las siguientes novelas, Gabrielillo irá perdiendo el diminutivo y ganará este apellido). Es un relato que el personaje asegura escribir ya de viejo (y viejo de verdad: «en el ocaso de la existencia, cercano a mi fin, después de una larga vida»), lo que justifica el estilo adulto y culto del texto, y que lo adorne con pensamientos y sentimientos añadidos retrospectivamente, que quizá no tuvo el joven Gabrielillo, pues al fin y al cabo todos, cuando rememoramos nuestra infancia, casi siempre fantaseamos y damos por verdaderas cosas que nunca ocurrieron. Para mí esto explicaría, por ejemplo, esa especie de epifanía patriótica que siente Gabriel a bordo del Santísima Trinidad antes de que se dispare el primer cañonazo. A veces Araceli arregla su relato un poco al estilo de Malespina, como si posara en un cuadro de historia.

Cuando Asís y yo recorríamos las playas gaditanas, no podíamos dejar de pensar en que quizá de allí mismo salió la arena que se esparció por los buques y empapó la sangre de los heridos en la batalla. En la costa abundan las instalaciones militares y distintos restos castrenses, como esos búnkeres del siglo xx que parecen juguetes abandonados. Ahora el mar de Cádiz está lleno de Gabrielillos que juegan al fútbol, pescan, toman el sol, se bañan, surfean con trajes de neopreno, tontean con sus amigos, pasean a sus perritos, ríen e, incluso, leen (y quién sabe si no será Trafalgar el libro que tienen en sus manos). Hay algo hermoso en esta despreocupación y alegría juveniles frente a unas aguas que evocan, aún hoy, tanto dolor.

«Subieron de la bodega multitud de sacos, y mi sorpresa fue grande cuando vi que los vaciaban sobre la cubierta, sobre el alcázar y castillos, extendiendo la arena hasta cubrir toda la superficie de los tablones. Lo mismo hicieron en los entrepuentes. Por satisfacer mi curiosidad, pregunté al grumete que tenía al lado. ‘Es para la sangre’ —me contestó con indiferencia»

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Barca semienterrada en la arena de la playa de Bolonia, Tarifa. Cuando el fotógrafo Asís G. Ayerbe y yo recorríamos las playas gaditanas, no podíamos dejar de pensar en que quizá de allí mismo salió la arena que se esparció por los buques y empapó la sangre de los heridos en la batalla.

Este artículo, con textos de Óscar Esquivias y fotos de Asís G. Ayerbe, es uno de los contenidos del número 16 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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