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22 Sep 2020
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Lenguaje visual

El lenguaje de la piel

Ana Cermeño

Han conocido el olvido o sido estigma de los relegados —y relegadas— a las alcantarillas, pero hoy se habla de los diseños en la piel como de arte popular que trasciende clases sociales y sexos. Encontramos tatuajes en todas las sociedades y épocas

Los coleccionistas de arte corporal exhiben su piel como una galería sus cuadros. Son comisarios y guías de exposiciones permanentes de obras diseñadas poro a poro, de trazo y color de tinta, huella de los sentimientos de quien se deja dibujar libre de horarios, paredes o marcos: en el bar, el trabajo o en una celebración familiar, muchos desnudan partes de su cuerpo para ‘vender’ con orgullo arte en la dermis, preservando la joya más preciada en zonas íntimas, cajas fuertes apartadas de miradas curiosas.

El tatuaje se practica desde los comienzos de la humanidad y en sociedades sin aparente contacto, pero la historia tiene pendiente averiguar sus orígenes. En Egipto, Japón, la Polinesia y Europa encontramos códigos estéticos diversos que simbolizan desde hace siglos la pertenencia a una comunidad o grupo social. Cada lugar y época han grabado en la piel con intenciones muy distintas: terapéuticas, espirituales, ornamentales, sentimentales, punitivas o simplemente de rebeldía.

Esas diferencias, en sus orígenes, ya eran patentes entre las regiones norteñas y sureñas de Japón, uno de los paritorios atestiguados del tatuaje. Mientras que las mujeres del norte marcaban con tinta sus labios, las del sur se pintaban los dedos de las manos, cuando estaban solteras, e iban cubriendo el antebrazo hasta completar el dibujo en el codo, para su casamiento.

En el siglo VIII cambiaron los cánones de belleza y el tatuaje dejó de tener interés. Lo recuperó nueve siglos después, cuando las prostitutas comenzaron a grabarse el nombre de sus amantes como un juramento de amor eterno. La práctica se extendió entre profesionales a los que el kimono impedía trabajar con comodidad, como los apagadores de fuegos, quienes lucían diseños de dragones con la intención de atraer la lluvia protectora.

El miedo a que en Occidente la costumbre de ilustrar los cuerpos se considerase salvaje llevó a su proscripción; pero, lejos de calificarlos de bárbaros, reyes y zares como Jorge V y Nicolás II quedaron fascinados y regresaron a Inglaterra y a Rusia con un tatuaje japonés.

Ya el ejército de la Roma imperial marcaba a sus soldados con una señal de por vida, como corrobora Vegecio, autor clásico del siglo IV. Las técnicas habituales entonces incluían el zumo de puerro como antiséptico, el óxido de bronce, el vinagre y otros ingredientes, según recoge el galeno Aetio en el siglo VI. En la Edad Media, el catolicismo acabó con los tatuajes a golpe de prohibición.

El Capitán Cook y sus exploradores resucitaron en Europa la piel tintada. De sus viajes por el océano Pacífico, el botánico Joseph Banks importó el vocablo samoano tatau, origen de tattoo y sus derivados. Mientras, los navegantes regresaban de Oriente con sus carnes ilustradas, lo que popularizó ese arte entre el gremio. Enrolarse era una de las vías de escape más socorridas para los perseguidos por la ley, y así los tatuajes llegaron a las cárceles y se convirtieron para la sociedad en un estigma de clase, marca de presos y lumpen.

La onda expansiva del tatuaje se propagó en los años 90. Hoy esa cultura, tan diversa como personas pintan su piel, es generalmente aceptada, aunque en algunos ámbitos siga conservando connotaciones negativas. Pero ahora goza del estatus de arte vivo, en movimiento: cuerpos que hablan con su piel, con una estética y un simbolismo de carácter muy individual.

Ötzi. El hombre de hielo

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Tatuarse en Europa era tendencia hace 5.300 años, como cuenta la piel de Ötzi, un hombre de la Edad de Cobre cuyo cuerpo fue encontrado en 1991 en los Alpes italianos, momificado por el hielo. Sobre la piel grabada más antigua que conocemos hay diseños geométricos —rayas y cruces en la muñeca, la región lumbar y las piernas— que para el científico Marco Samadeli significan una clara intención terapéutica, pues coinciden en zonas donde Ötzi padecía artritis. Que los tatuajes paliasen o curasen esa u otras dolencias sería el sueño cumplido de los alquimistas que buscaban la panacea.

Las momias de Gebelein. Dibujos figurativos a flor de piel

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Una pareja de momias del antiguo Egipto duerme en el Museo Británico. La imagen infrarroja reveló que las manchas borrosas de su piel eran tatuajes, tumbando así la teoría de que en la sociedad egipcia de hace 5.000 años solo se tintaban las mujeres. Se trata de dibujos figurativos: un toro y una oveja, cuyo significado, más allá del ornamental, aún intentan descifrar los científicos y los arqueólogos. Para Daniel Antoine, conservador del Museo, el toro es símbolo de virilidad y posición social, pero ¿qué misterios esconde esa oveja? No tardarán, seguro, en descubrirlos.

Números. El estigma de los nazis

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Números de tinta negra: el sistema de identificación con el que los nazis clasificaban a los prisioneros en Auschwitz produce escalofríos. Los exterminadores marcaban el lado del corazón del pecho del preso con placas de metal, en las que insertaban unas agujas tintadas con un número, indeleble cuando cicatrizaba. Con el punzón, los tatuajes del horror se volvieron más visibles, y taxonómicos, al grabar el antebrazo con códigos de letras y guarismos para diferenciar sexo, raza o procedencia: la humillación más aberrante; una condena.

 

El ancla de Popeye. El sello marinero

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Un personaje de viñeta, el marino Popeye, popularizó los tatuajes en los tebeos y, años después, en televisión. En sus hipermusculados antebrazos destacan dos anclas, el punto de amarre y seguridad para todos los navegantes. En el siglo XVIII se expedían certificados de tatuajes personales para identificar los cuerpos que caían al mar: el ancla significaba que el ahogado había surcado los cinco océanos. Winston Churchill llevaba, al parecer, una grabada en su brazo, nada extraño en un lord del Almirantazgo del Reino Unido, responsable de la tan tatuada Marina Real Británica.

La Barbie. Pionera y polémica

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Al cumplir los cincuenta, la más internacional de las modelos se reinventó: se cortó la melena, la tiñó de rosa y tintó su piel. La chica perfecta y siempre a la última se tatuó el cuello, un hombro y un brazo para seguir marcando tendencia. Desde que salió al mercado en 1959, la polémica ha acompañado a la muñeca Barbie, criticada por sus medidas irreales, por ser cliché de belleza, por su extrema delgadez… cada transformación del cuerpo de este icono pop que nunca envejece ha generado controversia, y sus nuevos tatuajes, cómo no, levantaron ampollas.

Moby Dick. Arte y cultura polinesia

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Imposible desligar los tatuajes polinesios de la novela Moby Dick. Solo alguien impactado por la belleza de esos diseños, como Herman Melville, podría construir el personaje de Queequeg, el arponero de la cara y el cuerpo grabados que atemoriza —y al mismo tiempo atrae— a Ismael: marcas jeroglíficas que escribieron en la piel historiada del marino misterios que ni el propio Queequeg puede entender y que acabarán quedando irresolutos y descomponiéndose al mismo tiempo que el pergamino de piel en el que están inscritos.

Oriente Medio. La efímera jena

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Se puede alardear de tatuaje sin necesidad de cargar con él hasta la eternidad. Los árabes se restregaban las manos y los pies con hojas de alheña (del árabe clásico hinna, y de ahí jena) para refrescarse y combatir el calor del desierto. Al descubrir que la planta pigmentaba la dermis, de color rojo cobrizo, su uso estético se extendió y se convirtió en una tradición que combina líneas geométricas y motivos florales para aportar belleza y alegría a los pies y las manos. Esta tintura perecedera es habitual en Egipto, Marruecos, Mauritania, Sudán y en la India.

 

Los Ainu. La sonrisa permanente

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Tan hermosa como el significado del nombre de esta etnia japonesa es la sonrisa de las mujeres ainu (ser humano). Los hombres quedan al margen de los tatuajes, solo reservados para ellas. Lo que comenzaba con un punto sobre el labio superior, iba ganando piel a medida que las muchachas crecían, hasta pintar por completo unos enormes segundos belfos. Durante mil años, las ainu destilaron de la corteza del abedul la tintura de su sonrisa, mientras nosotras aquí seguimos, siglos después, buscando el pintalabios permanente.

 

Los padres de la máquina. Un invento a pachas

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Thomas Alva Edison (imagen de la izquerda) patentó en 1876 un lápiz eléctrico que taladraba papel. Quince años más tarde, el tatuador Samuel O’Reilly (derecha) le añadió tinta al aparato y creó así la máquina de grabar la piel. Según su póliza de seguro, Alva Edison tenía cinco puntos tatuados en el brazo izquierdo: nunca sabremos si porque probó en sus propias carnes el artilugio antes de llevarlo al registro, o por una fantasía personal de uno de los más grandes e ingeniosos inventores de la historia.

 

«Herrores». Faltas de ortografía

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Los horrores ortográficos también viven en las agujas de tinta. La corrección en la escritura es una buena carta de presentación, pero a veces, por un nulo interés por el lenguaje, encontramos palabras con las que los ojos sangran pintura. Los despistes se pueden subsanar. El problema aparece cuando das con un tatuador que, aunque le sobre sensibilidad para ilustrar, carece de ella para acentuar, puntuar o concordar, y no distingue las ges de las jotas o siembra malas haches en el campo de la piel. El error también habla de ti, así que procura ir siempre bien abrigado.

 

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 7 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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