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09 Abr 2021
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Literatura

¿Será una ‘story’ la próxima novela que leas?

José Ángel González

El bramido de las redes sociales, con 1,9 millones de mensajes por minuto, es el gran cebo. Lo transmedia, con agentes de ventas por doquier, ha entrado en las aulas. Para ser ‘influencer’ bastará estudiar y para escribir una novela sólo hará falta una ‘story’

En un cuaderno de notas de campo del médico Moses Blaine, responsable sanitario de las cataratas del Niágara a finales del siglo XIX, se habla del «efecto hidracopsíquico que invalida la voluntad» cuando la atención queda atrapada por la turbulencia de rápidos o grandes saltos de agua. En una situación desamparada pero ambivalente, «bajo el influjo de las cataratas, el desventurado individuo deja de existir y, sin embargo, desea hacerse inmortal».

La pared sónica parece bramar —el nombre Niágara procede de un término altamente descriptivo acuñado por los iroqueses: Trueno del Agua—. Es ruido blanco con efectos que calman los nervios, tranquilizan a los bebés y sosiegan el sueño. A diferencia de los ruidos marrón y rosa, como los de la lluvia, el oleaje o el viento suave, las grandes cataratas gritan con una intensidad de 95 decibelios, la misma de un concierto de música noise, y anulan cualquier otro sonido. No escucharías un grito de auxilio adherido a tu oreja.

Aunque nunca he visitado los cuatro saltos fronterizos entre Nueva York y Ontario, tengo la impresión de que mi vida ha sido un acercamiento forzoso a un Niágara en todas partes. El ruido carente de sentido, el exceso invasivo de micrófonos y altavoces —la palabra yuxtapuesta es agresiva como una navaja: alta y voz—, lo performativo ganando espacio al arte, el decibelio como mérito… Ursula K. Le Guin decía que estamos empeñados en llenar el silencio con un «ruido continuo». El peaje por soportar la gresca es eliminar lo que Canetti apreciaba cuando escribía que «toda lengua tiene su propio mutismo».

Cuando a diario me asomo —por necesaria obligación laboral más que por cualquier otra cosa— al gulag mediático que habito como homo communicans, siento, como el filósofo francés David Le Breton, «una voz incontinente y sin contenido» y debo entregarme, como el afectado por la sugestión hidracopsíquica, a la hipnosis del alboroto, al «efecto disolvente del ruido incesante» que impide la escucha atenta del mundo. He dicho gulag y lo mantengo: las redes sociales, que ocupamos 3,7 miles de millones de personas durante una media de tres horas al día por cabeza, son, además de uno de los grandes negocios del siglo XXI —la facturación publicitaria rondó los 90 000 millones de dólares en 2019—, agencias privadas de control que recopilan datos, distribuyen desinformación, pisotean a los competidores, escamotean el pago de impuestos o, como hizo Facebook, que también es dueño de Instagram y WhatsApp, recolectan los datos de 87 millones de usuarios y los entregan a la consultora que organizó la campaña electoral de Donald Trump.

El ruido de las redes sociales, como la hiperactividad, el running, los opioides y los misales, ahuyenta el miedo. Frente al niágara cotidiano, nos sentimos en peligro, pero en remanso, tranquilos e inquietos. Nos perdonan, como dioses blandos, por olvidar y perder lo mejor que teníamos, y cito de nuevo a Le Breton: «interioridad, meditación, distanciamiento respecto a la turbulencia de las cosas». No solo equiparan banalidad y dramatismo, lo cual, después de todo, lo llevan haciendo los mass media casi un siglo, sino que «blindan las sensibilidades, anestesian las opiniones» y nos ofrecen altares para rezar y dogmatizar. En suma, la gran catarata digital y todos sus tripulantes han borrado de la memoria colectiva la idea de que el espíritu habla mediante el silencio.

Un centro educativo de grado superior con patronímico oficial escrito solamente en inglés: Barcelona School of Management, el apéndice de másteres y postgrados de la muy alabada (sexto puesto entre las españolas según el escalafón Shangai) Universidad Pompeu Fabra, organiza para febrero de 2021 —si el fenómeno más viral del último siglo, la pandemia de la COVID-19, lo consiente— un postgrado con estridente lema: Creación de Contenidos y Nuevas Narrativas Digitales (sic, las capitulares en cada palabra, a la inglesa, como en una canción de Led Zeppelin, demuestran por segunda vez en qué espejo se miran los promotores).

El curso, anuncia el centro, pretende que los alumnos, tras pagar un preceptivo canon de 4000 euros y asistir a tres meses de clases semipresenciales, puedan «ejercer al máximo nivel algunas de las nuevas profesiones más demandadas en la actualidad: show runner, comunicador digital, arquitecto transmedia, influencer, guionista de proyectos de ficción y de no ficción, storyteller, community manager, diseñador de experiencias interactivas o creador digital». La miscelánea de maestrías que impartirán en este «programa pionero» parecen apropiadas para adolescentes desocupados: «aprenderás a diseñar canales, perfiles, vídeos e historias para destacar en YouTube, Facebook, Instagram, Twitter, TikTok y otras plataformas de difusión de contenidos».

¿Terminará por imponerse lo viral? Formulado de otro modo: ¿es realista imaginar que alguno de los próximos bestsellers será una story de Instagram o un hilo de Twitter? Uno de los santos patrones de lo transmedia en España, el argentino Carlos Alberto Scolari, catedrático de Teoría y Análisis de la Comunicación Digital Interactiva de la Pompeu Fabra, opta por el sí al contestar a esta revista: «Lo veo muy probable. Los contenidos generados por los usuarios son una fuente permanente de nuevas historias. Muchas de ellas se vuelven trending topic y alcanzan niveles de popularidad muy importantes. A la industria le interesan estos relatos: es mejor apostar por este tipo de historias o autores que arriesgarse a producir un relato de un desconocido». Cuando se le piden ejemplos, ni la calidad literaria ni el equilibrio entre los valores asociados a toda obra creativa —didáctico, estético, ético, psicológico, recreativo y social— parecen entrar en la ecuación y el docente enarbola dos medianías de alcance exiguo: Cincuenta sombras de Grey y Marte (The Martian).

Opina lo contrario y es bastante menos complaciente con la supuesta bondad intrínseca de las redes el profesor de Literatura Moderna y Cine en la Universidad de Irvine (California) Gonzalo Navajas: «El arte más creativo y duradero ha sido el que no ha rechazado la complejidad y las contradicciones de la experiencia y la actividad humanas, sino que las ha asumido directamente y ha tratado de entenderlas y comunicar ese proceso a los demás para que, a partir de esa comunicación, pudieran incrementar y profundizar su propia conciencia e identidad. Resumir esa experiencia en una minifrase de los ciento cuarenta caracteres de un tuit no parece un procedimiento muy apropiado para ello. Aunque debo decir que vivimos en una fase de la historia caracterizada por el triunfo del simulacro y la caricatura sobre lo genuino y profundo. Como en el libro ya clásico de Ray Bradbury, Farenheit 451, podría haber sorpresas y producirse una defenestración última de los grandes libros».

De la siliconización de los gustos y la travesía bulímica a la que hacen frente los consumidores en el páramo de inagotables productos-basura —cada año se lanzan en los EE. UU. 30 000 nuevos productos de consumo, de los cuales el 80 % fracasa— tiene bastante culpa la adicción de la droga que se distribuye mediante el zumbido de los avisperos sociales (en las siete redes con más adeptos, 1,9 millones de mensajes son subidos por minuto en el mundo), la necesidad de estar en la pomada y la idea de que participas, aunque sea mediante la tontería, en la excitación de la shitstorm (literalmente, tormenta de mierda y, en el mundo digital, tormenta de indignación). ¿Puede sacar partido la literatura de esta dominación de la voluntad? «El escribir es una acción exclusiva, mientras que el escribir colectivo, transparente, es meramente aditivo. No es capaz de engendrar lo completamente otro, lo singular. El escribir transparente une informaciones tan solo de modo aditivo. El modo de proceder de lo digital es la adición», mantiene el profesor de filosofía surcoreano Byung-Chul Han, un thoreau de ahora que vive sin smartphone ni redes sociales, pero es autor de casi dos decenas de libros contra la «hipertransparencia y el hiperconsumismo» y alerta del exceso de información, del buenismo que rige en la «sociedad del cansancio», la obsesión por la falsa innovación y del peligro que acatamos al estar en manos de los grandes plutócratas de la comunicación.

«La palabra ‘digital’ refiere al dedo (digitas), que ante todo cuenta. La cultura digital descansa en los dedos que cuentan. Historia, en cambio, es narración. Ella no cuenta. Contar es una categoría poshistórica. Ni los tweets ni las informaciones se cuentan para dar lugar a una narración. Tampoco la timeline (línea del tiempo) narra ninguna historia de la vida, ninguna biografía (…). Lo digital absolutiza el número y el contar. También los amigos de Facebook son, ante todo, contados. La amistad, por el contrario, es una narración. La época digital totaliza lo aditivo, el contar y lo numerable. Incluso las inclinaciones se cuentan en forma de ‘me gusta’. Lo narrativo pierde importancia considerablemente. Hoy todo se hace numerable, para poder transformarlo en el lenguaje del rendimiento y de la eficiencia», concluye Byung-Chul Han.

Mientras algunos escritores siguen proponiendo el camino de la penitencia y el desierto como única escuela —Peter Handke dice, por ejemplo, que el acto de escribir es «una expedición solitaria, que irrumpe en lo desconocido, en lo no transitado» y Adam Thirlwell opina que una buena novela, tenga la forma que tenga, debe ser «una huida», ya que evita las ideas habituales de significado—, en España abundan las voces de jóvenes autores que opinan lo contrario. Jorge Carrión, profesor de universidad y «especialista en series», es uno de los más tajantes defensores de la realidad cultural espasmódica e hipercapitalista. «Se están imponiendo», dice en una entrevista, «la lectura y la cultura digitales, que son las de lo viral, y que se caracterizan por la cantidad, la superficialidad, la novedad, el instante. Lo viral está en sintonía con una mirada que ya no es humana ni humanista, sino algorítmica. Para YouTube, Netflix o Amazon, no hay palabras cargadas de significado, sino códigos y números, cifras, correlaciones, big data». Ni por asomo aparece entre las muchas prescripciones la recolección de «momentos de verdad» que preconizaba Barthes para otorgar a la literatura la condición de iluminadora.

La Biblioteca Pública de Nueva York —la primera del mundo en personas asociadas (18 millones)— acaba de lanzar Insta Novels, una colección de descarga gratuita de novelas, escritas en origen pero ahora reimaginadas con la misma técnica narrativa que las stories de Instagram. La iniciativa fue un éxito instantáneo con cientos de miles de descargas a móviles pese a que las historias son bien conocidas: La metamorfosis (Kafka), Alicia en el país de las maravillas (Caroll), El cuervo (Poe). La realización de las stories, con las animaciones, filtros y otras golosinas visuales típicas de la red social, pervierte las obras y las rebaja a la condición de productos para toxicómanos necesitados de binge watching, atracón de impulsos, similar al de la televisión.

El poeta y ensayista Michel Butor advirtió sobre la crisis del espíritu que ataca a la literatura desde finales del siglo XX: «Hay un diluvio de publicaciones y, sin embargo, nos hallamos en una pausa espiritual. La causa es una crisis de la comunicación. Los nuevos medios de comunicación son admirables, pero producen un ruido enorme». ¿Se puede escapar de una casa que se quema con los bolsillos llenos de cerillas? ¿Es un remedio lo transmedia para ayudar al retorno de la literatura como «estelar explosión de la mente», para usar una expresión de Nabokov, o tanta e-chuchería es una práctica del frenesí suicida basado en los «ritmos cada vez más acelerados de producción y obsolescencia» de las «redes de conexión instantánea» que solo conducen al «desalentador presentismo» de la vida de hoy, como sostiene la crítica de arte Graciela Speranza en Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo, convencida de que tanto hallazgo, plug-in o app, es una táctica defensiva motivada por miedo a «concebir un futuro viable en un planeta devastado por la acción del capital sin freno y la aceleración de los flujos de información», que nos obligan a habitar «un presente embriagado de presente»?

Para algunos propulsores de lo transmedia, los peligros del reduccionismo cultural y el uso pérfido que las macroempresas high-tech hacen de sus plataformas al convertirlas en mirones alegales de los usuarios son un precio a pagar por vivir como vivimos. El editor y periodista Pere Ortín impulsa fórmulas de narrativa que se cuelan por las «costuras deshilachadas» de los géneros y las plataformas. Aunque afirma que «no se puede confiar en el nuevo capitalismo digital», lo utiliza sin rubor para lanzar una revista gratuita por WhatsApp (llama a la etiqueta #PeriodismoGuasá); practicar el #PeriodismoDaDá para retornar, mediante la gracieta «de la espontaneidad, de lo inmediato, del remix, de lo aleatorio, de la contradicción y del caos» reutilizando una escuela literaria de comienzos del siglo XX como «forma de decir basta a los consensos fosilizados del siglo XX; basta a los periolistos que opinan de todo y no saben nada, a los y las periolistas neocoloniales que desde una supuesta superioridad moral se dicen traductores de mundos»; y, como tercera vía, desarrollar con pegamento y tijeras la #CrónicaCollage, que no propone nada nuevo —la técnica tiene cuando menos cien años largos de vida—, pero le permite «construir dispositivos periodísticos no estereotipados». Sin embargo, al ser preguntado por esta revista, Ortín reboza sus iniciativas con referencias de estrellas pop: desde C-Tangana y los X-Men hasta Angela Davis y Marina Garcés.

El multifacético Manuel Bartual, editor y director de cine, historietista y diseñador, conmocionó Twitter en 2017 con Todo está bien, un hilo de casi un centenar de tuits en forma de falso documental que hizo hablar a algunos de la primera novela-hilo. Lo que interesa de las redes sociales al joven creador es la «capacidad de amplificación» y cómo es posible «subvertir sus códigos y herramientas. No existe un manual de instrucciones que te diga que Twitter no puede utilizarse para escribir ficción, pero su uso mayoritario es justo el contrario, por eso choca y sorprende encontrarse con narraciones de este tipo en esa plataforma». Bartual, que ahora está embarcado en la ficción sonora en formato de podcast #Biotopía, se siente cómodo con la idea de lo transmediático: «Para historias como la que yo publiqué en Twitter supongo que es un buen término, sí. No creo que aquello fuese literatura, pero tampoco una historia estrictamente audiovisual, sino algo que utilizaba elementos de otros medios y muchos propios. Por ejemplo, la posibilidad de construir el relato en directo, mientras supuestamente va sucediendo, y el diálogo que ese directo puede acabar generando con los lectores. Es algo propio de este tipo de medios digitales y si lo utilizas bien puede jugar a tu favor, generando una inmersión y una cercanía diferentes a las que se pueden llegar a conseguir en otros».

¿Es posible concebir un futuro cercano en que la Divina comedia, el Quijote y Borges sean desposeídos de su carácter de clásicos’? ¿En qué se convertirán para las generaciones de WhatsApp? ¿Dejarán de ser funcionales para devenir en objetos inútiles frente al poder de las aguas hambrientas y condenarnos al trance de la pasividad? Tras varias décadas como docente, Gonzalo Navajas responde con una evidencia desoladora: «Leer Macbeth, La vida es sueño, Los hermanos Karamazov o Tiempo de silencio es considerado como una actividad aburrida y lenta, especialmente, cuando en Instagram y en Twitter se nos ofrece algo más fácilmente digerible y de consumición inmediata. La división tradicional entre las dos culturas, la científica y la humanística, ha ido evolucionando hacia la separación entre la cultura integrativa y profunda y la superficial».

Periodismo DaDá, ‘reto creativo’ y fronterizo

El periodista Pere Ortín, director-editor de la revista de viajes Altäir, quiere impugnar el «periodismo moralista, acrítico y dogmático que dice ofrecer verdad, soluciones o datos que interpretan de manera fácil y sencilla la compleja vida de los seres humanos» mediante el ejercicio de lo que llama Periodismo DaDá, una propuesta transmedia que acude al collage. «El Periodismo DaDá dice que si quieres la Verdad leas la Biblia, el Corán o el Talmud, ya que el periodismo debería ser un catálogo de todas las dudas y preguntas posibles», dice Ortín, autor de estas tres ilustraciones, un «reto creativo» situado en la zona fronteriza de lo transmedia. Desde arriba: «Qué es la Verdad. Ese misterio del mundo», «Imagino a un escritor que imagina» y «Vámonos pal Norte».

 

Gonzalo Navajas: «Se exalta la cultura ‘to go’, la cultura basura»

Gonzalo Navajas

Profesor de Literatura Moderna y Cine en la Universidad de Irvine (California, EE. UU.), Gonzalo Navajas cree que estamos cerca de las ‘predicciones más ominosas’ de Farenheit 451, donde Ray Bradbury narra cómo los medios masivos de comunicación destruyen la literatura.

Los modelos nacidos de Internet, lo interactivo, lo digital o transmedia, son agresivos con lo literario. ¿Cómo podemos defendernos?
Una función capital de la educación es proveer a los que la reciben no una acumulación inerte de datos, que pueden hallarse fácilmente en Google, sino un repertorio de métodos para conocer y pensar mejor. La literatura es una forma de conocimiento profundo en torno a la experiencia humana. Y la ficción narrativa, en particular en sus mejores manifestaciones, es un poderoso medio de potenciar ese conocimiento. Las nuevas tecnologías son un instrumento muy útil para la difusión amplia del saber, pero pueden convertirse en un cómodo camino para la superficialidad y la evasión de la dificultad. Una falacia de la situación cultural y político-social contemporánea es suponer que los grandes temas pueden ser estudiados de manera simple y rápida, sin necesidad de esfuerzo, experiencia y competencia previas.

¿Qué opina de la invasiva presencia de la narrativa transmedia y su mercadotecnia?
Las tecnologías nuevas de la comunicación me parecen un instrumento muy poderoso para relacionar mejor a la humanidad. Me sirvo diaria y extensamente de ellas, pero son un vehículo, no un fin de trayecto, un punto final. El problema es que, por su versatilidad, su accesibilidad y maleabilidad, pueden convertirse en el todo. Y esa es la coyuntura epistemológica actual. Esos modos de comunicación pueden conducir a la manipulación del saber, las noticias engañosas, las fake news, la retórica demagógica y populista absolutamente deletérea. Hemos pasado a la exaltación de lo efímero, lo banal y lo inmediatamente desechable después de ser consumido: la cultura to go, la cultura-basura. Todo parece valer lo mismo y ser intercambiable. Frente a la vulgaridad y lo sucedáneo, es necesario presentar ideas y experiencias cognitiva y existencialmente significativas y, en algunos casos, incluso arriesgadas e inspiradoras.

¿Se pregunta usted cómo será la nueva cultura escrita del nuevo siglo? ¿A qué conclusiones ha llegado?
Creo que la separación entre la cultura compleja e íntegra y la cultura banal seguirá agrandándose. Entre otras razones, porque no hay intercambio real entre ellas. Un segmento muy amplio de las sociedades modernas ha dejado de interesarse y leer los grandes textos del pensamiento y la literatura porque les parece que son ocupaciones de las llamadas élites sociales e intelectuales.

¿En qué se convertirán la Divina comedia o Borges para las generaciones de WhatsApp? ¿Dejarán de ser funcionales para ser objetos casi inútiles?
Ese futuro es ya el presente. Las últimas generaciones han perdido la apreciación por esos referentes. Ni siquiera aparecen en su horizonte de expectativas. Yo —y otros colegas míos— seguimos enseñando esos textos y otros similares, pero yo lo hago a grupos cada vez más minúsculos y más desconectados de la noción de que la humanidad la constituye no solo el entorno más reducido e inmediato, el más cómodo y familiar, sino sobre todo nuestra conexión con el archivo cultural humano en toda su magnífica diversidad y profundidad.

¿Se atrevería a trazar el ‘perfil forense’ de esa literatura sometida a los embates tecnológicos?
El fenómeno posmoderno nos ayudó a superar la inflexibilidad y la arrogancia de los ‘viejos sabios’ frente a las nuevas tecnologías. Permitió, entre otras cosas, la emergencia de los estudios visuales, los de la mujer, el género, las minorías subalternas y menospreciadas, que constituyen lo que Fernand Braudel —y, con él, sus sucesores, Foucault y Agamben— llama la poudre de l’histoire, el sustrato oculto del tiempo frente a las figuras mayestáticas. La inclusión de la marginalidad en el repertorio del saber y de la enseñanza no basta: hemos de repotenciar los referentes, no minusvalorarlos sino reubicarlos dentro de los parámetros de la cultural actual. Sé que es una tarea laboriosa, pero es un desafío capital: comprometernos todos los seres humanos en la trayectoria conjunta de la humanidad y no solo del pequeño reducto identitario, tribu o secta. No hacerlo podría equivaler a que las previsiones más ominosas del libro de Bradbury se hicieran finalmente realidad de manera definitiva.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 9 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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