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27 Ene 2022
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Lenguaje

Silbar, ladrar y otras cosas del hablar

Sergio del Olmo

La comunicación en el reino animal es imprescindible para salir adelante. Muchos comportamientos que consideramos triviales son, en realidad, complejos sistemas de interacción

Un semáforo en rojo, una bocina y una revista. Los tres tienen lo mismo en común que la meada de un perro en una esquina, el canto de dos vencejos y el grillo muerto que deja tu gato sobre el felpudo. Los animales, al igual que nosotros, tienen diferentes maneras de transmitir información. Si bien es indiscutible que, como en la cadena trófica, estamos en la cúspide en cuanto a habilidades comunicativas se refiere, las singularidades de algunos especímenes quizá sorprendan a los entusiastas de la fauna y sus entresijos.

Ya sea para buscar pareja, cuidar de la descendencia, asegurarse el alimento o defenderse de los extraños, el intercambio de información es indispensable para la convivencia en un mundo sin apps, GPS o grandes superficies. Pese a ser estos cuatro objetivos los más habituales en toda comunicación animal (en nuestro caso todo parece reducirse al primero), las formas de alcanzarlos varían enormemente entre especies. Los expertos en zoosemiótica suelen clasificar los distintos tipos de mensajes, tanto intra como interespecie, en función del medio por el que se realizan.

Las abejas emplean su danza para detectar mensajes no basados en vibraciones y para reforzar el vínculo entre emisor y receptor. alamy stock photo

Todo aquello que denominamos lenguaje no verbal está muy presente en el reino animal, desde el cambiar de color de los calamares hasta el hinchado de nariz de la foca capuchina en época reproductiva (no apto para remilgados). Pueden ser, como en los dos ejemplos anteriores, mensajes temporales con una función asociada a la duración de su actividad, o estar siempre presentes porque corresponden a una característica del individuo. Si un animal tiene colores muy vistosos en comparación con su entorno, no será casualidad, sino su modo de decir «no te acerques o te mato» o «si me comes, te mueres».

El croar de las ranas o el balar de las ovejas pertenecen a las señales acústicas, otro de los medios más frecuentes. Esas vibraciones que llamamos sonido (y que viajan por el aire, son captadas por el oído y «traducidas» por el cerebro) pueden ser percibidas a la vez con nuestro cuerpo. Al tocar un tambor no solo lo escuchamos, también sentimos cómo vibra. De este fenómeno hacen uso los elefantes. Con sus pisadas pueden enviar información a través del suelo en forma de pequeños temblores capaces de viajar varios kilómetros, más lejos incluso que el barritar de sus trompas. O la rata topo demonio africana (Tachyoryctes daemon para los amigos), que al pasar gran parte de su vida bajo tierra —y por las limitaciones sonoras del entorno— tiene que comunicarse dando cabezazos en las galerías que habita.

El tacto también se emplea para detectar mensajes no basados en vibraciones, como en el caso de las abejas y su danza, y para reforzar el vínculo entre emisor y receptor. Ese apretón de manos, ahora obsoleto, que acompaña a un «encantado». Ese «lo siento» con palmadita en la espalda. Artimañas que bien conocemos los primates.

Más allá de los medios sonoro y visual, tan familiares para nosotros, existen otros que no pertenecen a nuestro repertorio habitual. No es ningún secreto que nuestro olfato es de los más obtusos dentro del abanico de especies. Por esta carencia no contamos con el medio químico, tan corriente en el reino animal. Las famosas feromonas —que parecen ser un poco inútiles en el ser humano— sirven para hacerse notar entre la multitud o, como ocurre con las hormigas, para marcar el camino de vuelta a casa. Al estar formado por distintos aromas, un solo olor puede tener muchos significados. Los rinocerontes utilizan sus excrementos para comunicarse con sus compañeros. De un solo «mensaje» pueden extraer datos tan útiles como el sexo, el estado de salud o el lugar de procedencia del remitente. Un recado muy completo.

Estos ejemplos, que pueden parecer tan alejados de nuestras capacidades, se quedan en mera anécdota al lado de los ultrasonidos de los tarseros. O de las señales eléctricas del pez cuchillo, que viene con sónar incorporado de serie. Tal vez, para según qué pericias técnicas, sí tengamos dignos competidores.

Hablando se entiende la gente

La mayoría de mensajes transmitidos en el mundo animal son tan sencillos como funcionales. Los maullidos de los gatos y los cantos de los pájaros suelen ser algún tipo de «conversación sencilla». Al pavo real le basta con desplegar sus plumas para invitar a las hembras a acostarse con él y la mofeta solo necesita emitir su toxina para hacer notar su presencia. Al tratarse de una información simple, que además no tiene como objeto a un individuo concreto dentro de un grupo, los métodos de comunicación no suelen estar compuestos de unidades ni ser modulables. Cuando un ciervo mueve la cola para advertir de un peligro, no intenta avisar solo a su pareja, sino también a todos los demás. Del mismo modo que cuando una polilla libera feromonas no busca atraer a un macho en particular.

En una manada de lobos, hay un solo macho alfa y el resto agacha el lomo en dirección a él. A diferencia del movimiento de la cola del ciervo, que está dirigido al conjunto, el lobo solo inclinará el lomo hacia su líder para así mostrarle sumisión y dejarle que se coma a Bambi. Esa necesidad de concretar el objeto o el destinatario del mensaje abre un sinfín de posibilidades. Los cuervos señalan con el pico lo que quieren, mientras que los delfines o los leones marinos tienen «nombres» asignados para cada uno.

Esta especificidad en el receptor puede hacer que el emisor espere un acuse de recibo. Como dos perros que se replican o una luciérnaga que se ilumina en respuesta a otra, que no todas las conversaciones tienen que ser por el canal sonoro. De esta manera se pueden llegar a crear «diálogos» entre animales sin necesidad de doble tick azul. Es el caso de los suricatos, quienes se ha demostrado que respetan los turnos de palabra cuando están en grupo. Esta habilidad que les impide ser tertulianos televisivos a cambio les permite estar en cuadrillas de hasta 30 compañeros sin que los sonidos se solapen.

La comunicación va al peso; se complica según la cantidad de información que aporte. En la mayoría de situaciones son cosas tan simples como «peligro» o «quiero comida», donde el concepto es puramente pragmático. Pero algunos animales no se conforman con eso y son capaces de añadir matices a sus anuncios para ser más concretos. Los perros de las praderas o algunos titíes pueden proporcionar datos sobre los depredadores que les acechan, como su apariencia o localización. Lo que vienen a ser complementos de modo y de lugar de toda la vida.

Podría parecer que las especies con un desarrollo neurológico mayor se comunican de una manera más eficiente. Que un mamífero es por lo general más listo que un insecto no tiene mucha discusión. Y aun así, las hormigas o las abejas, con sus cerebros minúsculos, cuentan con lenguajes más intrincados que otros animales dueños de un supuesto intelecto superior.

Todas las peculiaridades mencionadas hasta ahora coinciden en un mismo objetivo: mejorar la interacción social. Tanto la especificidad en el destinatario del mensaje como la cantidad de información transmitida tienen como propósito que el receptor salga más beneficiado, lo que a la larga repercute positivamente sobre el emisor. En suma, las habilidades comunicativas no siempre son el fruto de una gran inteligencia, sino la causa y el requisito de una comunidad bien organizada.

Delfines (Tursiops truncatus)

(Tursiops truncatus)

El que tiene fama de ser el cetáceo más inteligente de todos se sirve de distintas clases de sonidos para comunicarse. Chasquidos, gruñidos, ultrasonidos (parecidos a los que utilizan los murciélagos para su ecolocalización) e incluso silbidos. A los tres meses de nacer, los delfines desarrollan lo que llamamos «silbido firma» (signature whistle), que los diferencia de sus otros congéneres. Además de tener una amplia gama de sonidos comunes, cada delfín poseerá su propio silbido y lo usará para identificarse. Como una suerte de nombre. Aunque no se sabe con certeza cómo emplean esta «firma», varios experimentos en cautividad han demostrado que, al aislar a un individuo de su grupo, empieza a emitirla para intentar avisar a sus compañeros de que se encuentra separado. Cuando alguno de los demás integrantes escucha esto, responde con su propio silbido, como si de una toma de contacto de walkie-talkies se tratase. Los compañeros, además, son capaces de aprender y reproducir la frecuencia de los otros silbidos firma. Esto ha llevado a pensar que, fuera de cautividad, los pueden utilizar para referirse a un miembro concreto de la manada. Pese a que muchos científicos ponen en duda que los delfines sean tan listos como aparentan, este mecanismo demuestra habilidades complejas derivadas de una necesidad social: identificar y ser identificado.

Abejas (Apis mellifera)

(Apis mellifera)

En 1973, Karl von Frisch recibió el Premio Nobel de Medicina. Y no era para menos. Sus estudios demostraron que el polinizador por excelencia es también un magnífico bailarín. No porque tenga un amplio repertorio de pasos, sino por el sentido comunicativo que le otorga a la danza.
Las colmenas funcionan de una manera increíblemente organizada y eficiente. Cuando una abeja encuentra un reservorio de polen se lo hará saber a sus compañeras pecoreadoras —un tipo de abeja obrera encargada de la recolección— mediante la danza para que todas vayan hacia allí.

La abeja emisora realizará una serie de pasos para indicar el punto al que han de dirigirse sus congéneres y las demás lo percibirán por medio de sus antenas. La ausencia de luz en el interior del panal les impide «ver» ese baile; deben «sentirlo». Si la zona de floración está cerca de la colmena, la abeja comenzará a desplazarse en círculos. En cambio, si el destino se encuentra a una distancia mayor, la cosa se complica.

La coreografía trazará una ruta similar a la letra phi (Φ). Primero irá en línea recta hacia adelante, después girará a la derecha para regresar al punto de partida, donde comenzará de nuevo la misma recta, pero esta vez volviendo al origen por la izquierda. Y así sucesivamente, alternando el retorno entre el lado derecho y el izquierdo. Para que el itinerario tenga sentido se deben considerar dos factores fundamentales: hacia dónde va la recta y cuánto tarda la abeja en recorrerla.

Las abejas utilizan el astro rey para orientarse, por lo que es también su punto de referencia. La trayectoria hacia el destino la indicará el tramo inicial de la danza, la recta, de modo que el ángulo que forme en relación a la posición solar señalará a dónde deben dirigirse. Si la abeja informante se mueve en un ángulo de 30° con respecto al sol, sus compañeras solo deben acercarse a la salida de la colmena, buscar dónde se encuentra la estrella diurna y virar 30°.

Para saber cuánto deben alejarse de casa, las pecoreadoras estarán de nuevo atentas a la primera parte del baile, pero esta vez se fijarán en su duración. Durante la ya recurrente recta, la abeja realizará rápidos movimientos laterales del abdomen. Este baile del meneo (waggle dance en su descripción inglesa original) permite modular el tiempo que se invierte en recorrer dicha recta. Cuanto más se menee la abeja, más tardará en hacer el tramo —que siempre tiene la misma longitud— y más deberán alejarse las compañeras de la colmena. Por tanto, la duración del baile es proporcional a la distancia a la que está el objetivo.

Sin embargo, se ha demostrado que aun siendo este baile del meneo algo común para todas las abejas, el tiempo que dura no indica lo mismo para todas. En un estudio donde se comparaban las danzas de tres especies asiáticas, una recta recorrida en un segundo podía significar un kilómetro para una, 500 metros para otra y dos kilómetros para la última. Esto demuestra la existencia de dialectos entre diversas especies; el idioma es el mismo, pero varía su interpretación. Las diferencias podrían estar asociadas a la capacidad física de cada grupo. Aquella que interpreta un segundo de recorrido como dos kilómetros es también la que puede realizar vuelos más largos.

Para corroborar esta hipótesis, los investigadores introdujeron abejas en colmenas de especies distintas a la suya propia. Como era de esperar, las intrusas erraron en sus vuelos por una incorrecta interpretación del mensaje y se alejaron la distancia correspondiente al meneo en su dialecto original. Al cabo de unos días, aprendieron el nuevo dialecto y se volvieron indistinguibles de sus compañeras. Lo que confirma que, aun con sus diferencias, este es un lenguaje de base universal. Un sistema de comunicación que nada tiene que ver con nuestros fútiles meneos verbeneros.

Perros de las praderas (Cynomys gunnisoni)

(Cynomys gunnisoni)

Este simpático roedor, primo americano de los suricatos —como bien salta a la vista—, ha sido estudiado durante años por Constantine «Con» Slobodchikoff, etólogo de la Universidad de Arizona.

En uno de sus experimentos, una mujer se acercaba a un grupo de perros de las praderas simulando ser una amenaza, lo que provocaba que algún individuo avisase al resto con un sonido que recordaba al llanto. Este modus operandi se repitió con otras dos mujeres de complexión y apariencia similares, salvo por el color de la camiseta de cada una (azul, verde y amarilla). Tras varias repeticiones y después de analizar los llantos grabados en cada ocasión, descubrieron que el sonido utilizado para advertir de la presencia de la mujer de azul era distinto al empleado para la mujer de verde o de amarillo, que eran identificadas con un llanto similar.

El por qué es sencillo: el espectro de visión de los perros de las praderas no les permite distinguir fácilmente el verde del amarillo. Pero sí esos dos colores del azul. Experimentos posteriores, desarrollados con otros tipos de amenazas, mostraron llantos peculiares incluso para objetos que no habían visto nunca y debían nombrar por primera vez en ese momento. Todo este galimatías les hizo llegar a la conclusión de que los perros de las praderas realizan varias llamadas para señalar diferencias sutiles. Bastante impresionante. ¿O acaso tu perro no ladra igual al vecino del cuarto que al del tercero?

Peces cuchillo (Apteronotus leptorhynchus)

(Apteronotus leptorhynchus)

Algunos peces son capaces de notar variaciones en campos eléctricos, otros tantos tienen la capacidad de crear dichos campos, pero solo unas pocas especies pueden hacer ambas cosas.

Nuestro protagonista pertenece a una familia de peces con unos órganos que les permiten generar pequeñas emisiones eléctricas o EOD (electric organ discharge). Dichas emisiones son, a su vez, reconocidas por otro grupo de órganos que el animal tiene por toda la piel y que conectan directamente con su sistema nervioso central. Con este tándem, los peces cuchillo pueden interpretar los pequeños cambios que se produzcan en el campo eléctrico que ellos mismos han creado. El objetivo es «ver» en las zonas de poca visibilidad usando los EOD a modo de sónar, ya que la presencia de algún objeto provocará cambios que serán detectados por los órganos receptores. Sin embargo, se ha descubierto que los EOD no poseen valores de frecuencia y amplitud fijos, por lo que parece que esta habilidad va más allá de nadar sin ir a ciegas.

Al encontrarse dos de estos animales, sus EOD se superponen y se genera una modulación en la amplitud. Ante esta circunstancia, cada individuo reacciona provocando incrementos temporales en la frecuencia y amplitud de su EOD. Este fenómeno se conoce como chirp y se produce de forma correlacionada entre los peces —como si uno fuese el eco del otro— y aparentemente codifica información sobre el emisor, principalmente su sexo o tamaño. Aunque no se conoce con exactitud cómo afecta esta interacción al comportamiento del animal, podría estar involucrada en el cortejo o en muestras de agresividad entre individuos del mismo género. En los enfrentamientos, los chirps preceden a los ataques, cual advertencia. Además, se cree que las hembras muestran preferencia por los peces con un chirp mayor.

Una cosa es segura: la capacidad del pez cuchillo de modificar su EOD y de que otro congénere lo pueda recibir y responder (en ocasiones incluso ignorarlo) convierte a los campos eléctricos en un sistema de comunicación en toda regla.

Este reportaje es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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