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06 May 2022
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Literatura

Shakspere vs Cerbantes

Xosé Castro

Firma y rúbrica son una seña de identidad exclusiva y difícil de replicar. Son trazos que, junto con el nombre, dotan de valor a un objeto. Las de los dos gigantes de la literatura, Shakespeare y Cervantes, sin embargo, pueden parecer falsificadas.

Nombre y apellidos tienen una especial relevancia. Mucha gente puede recitar todos los apellidos maternos y paternos hasta sus tatarabuelos. Algunos juntan apellidos con un guion para que no «se pierdan». «Fulanito no tiene hijos y con él se pierde el apellido», hemos oído decir; por eso la creación de nuestra firma cobra una especial relevancia.

Recuerdo la mía como si fuera ayer: yo era adolescente y tenía que hacerme mi primer DNI para yo qué sé qué trámite. Pero no era un mero trámite: era el primer carné propio, el primer documento identificativo que sería solo mío, con mi cara sonriente y, sobre todo, mi firma. «Tiene que durarte para siempre», me decían. No era una cuestión baladí, no.

Entre las muchas cosas que pintarrajeaba y ensayaba en el cuaderno cuando me aburría en clase estaba la firma que usaría de adulto. Y es que, para mí, estamparla al pie de un formulario era un rito de paso, era dejar de ser niño.¡Por fin podría sacar del estuche el bolígrafo Parker y la pluma Cross que me habían regalado en mi primera comunión!

Me gustaba imaginar situaciones futuras en las que un empleado público me decía: «Caballero, firme aquí, si es tan amable». Entonces, yo sacaba ceremoniosamente el capuchón, tapaba la contera de la pluma con él y estampaba mi firma con un aparente desdén cuidadosamente ensayado.

Llevaba años preparándome para eso, viendo a mis padres firmar documentos ceremoniosamente, una y otra vez. Pareciera que todo lo importante en la vida debía ir firmado. La firma de mi padre era angular y de trazos medidos, con pausas breves seguidas de trazos largos, como un electrocardiograma. La de mi madre era enérgica, circular, pero ligera, como la batuta de un director de orquesta en los tres últimos compases. Yo ensayaba mi firma mezclando lo mejor de ambos: mi nombre con mis apellidos, más una rúbrica zigzagueante.

Las firmas a lo largo de la historia

Firma discretita del escribano Miguel Garijo en un contrato de arrendamiento de un cebadal en Albacete (1528).

Desde que el hombre es hombre, estamos obsesionados con dejar claro que «esto es mío». Desde Mesopotamia, los sellos (de arcilla o cera) fueron el sistema de identificación por antonomasia, pero es Alfonso X, en el siglo xiii, quien regula la actividad de los escribanos públicos y prescribe que firmen de su puño y letra para dar validez a los documentos.

Las firmas solían estar compuestas de dos partes: la firma en sí (el nombre con los apellidos) y una rúbrica. Este término procede del latín ruber (‘rojo’), que era el color del lacre que se estampaba en el documento y también de la tinta con la que se escribían antaño las palabras scripsit, firmavit, recognovit (‘escrito, firmado y reconocido’). Pronto estas palabras empezaron a convertirse en un garabato, que fue evolucionando hacia una serie de trazos que, junto con el nombre, convertían el conjunto de firma y rúbrica en una seña de identidad exclusiva y difícil de replicar.

Lo anterior es aplicable al mundo hispanohablante, porque los anglos siempre han sido más de firmar sin rúbrica, y eso habla también de su austeridad… y de nuestro gusto por el ornato. De hecho, en el caso de algunos personajes eminentes y creativos, las rúbricas se convertían casi en dibujos representativos de su carácter o su arte.

No me resisto a incluir aquí la muy peculiar firma de Donald Trump, en la que la D, la T y la p parecen tener todas la misma forma.

Firmas con arte

Nos gusta tanto la autoría de las cosas que una firma dota de valor a un objeto, y por eso apreciamos tanto los autógrafos y los ejemplares firmados de libros y cuadros.

Dali Museum, Gerona,

Dalí, por ejemplo, hizo centenares de variaciones de su firma, y la leyenda dice que evitaba pagar en algunos restaurantes extendiendo un cheque y dibujando algo en el reverso, ya que sus cobradores sabían que aquel papel tendría más valor que el propio importe escrito. Por su parte, Murillo, Caravaggio o Velázquez no eran muy de firmar sus obras. Si hubieran sabido las dudas que esto suscitó luego sobre la autoría de ciertas piezas… quizá se lo habrían pensado dos veces.

El Siglo de Oro

En el siglo xvi, la literatura europea estaba on fire: en esos cien años, ven la luz obras de autores como Lope, Góngora, Cervantes…, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Michel de Montaigne, en Francia; Maquiavelo, Ariosto…, en Italia.

No nos consta que don Miguel leyera a Shakespeare, pero sabemos a ciencia cierta que míster William leyó la primera parte del Quijote, traducida en 1612 por Thomas Shelton. Tanto le gustó que compuso una pieza teatral —en coautoría con John Fletcher— en la que convertía en protagonista al personaje quijotesco de Cardenio, conocido como «el loco de Sierra Morena».

Pues bien, además de haber vivido en la misma época, hay otra particularidad que ambos literatos tienen en común: al leer su firma hoy, pensaríamos que está falsificada.

William

Firmas de William Shkespeare, dispares y con pulso tembloroso.

Cuando un hispanohablante aprende a hablar inglés, una de las primeras cosas que suele decir es «Me sobran letras», y es que, en inglés, write y right se pronuncian igual, como through y thru. Lo mismo les pasaba a los propios ingleses hace cuatrocientos años, y nuestro William no era una excepción.

Aunque sus editores coetáneos lo llamaban «Shakespeare» en sus obras, él jamás firmó así. De él se conservan únicamente seis firmas. Al verlas, además de sospechar que son una receta de amoxicilina extendida por cualquier médico de la Seguridad Social, podemos confirmar que a) William tenía un pulso como para robar panderetas, y b) que con un quítame aquí una a y aquí una e, su nombre sonaba más o menos igual: Willm Shakp, William Shaksper, Wm Shakspe, William Shakspere, Willm Shakspere, William Shakspeare (en esta última casi tenemos un pleno).

Lo curioso es que, a partir de su muerte, todo el mundo escribe su nombre de distinta manera. En el siglo xviii, la forma más común era Shakespear; en el xix, Shakspeare; y la que conocemos ahora no queda definitivamente fijada hasta el siglo xx.

Miguelito

A diferencia de Shakespeare, que era un fantasma documental, como quien dice, de Cervantes conservamos casi un centenar de documentos firmados de su puño y letra, muchos vinculados con su actividad como recaudador de impuestos para la Hacienda real.

Miguel de Cervantes escribía su apellido como ‘Cerbantes’.

Miguel no le va a la zaga a William en cuestión de firma. En efecto, en su firma pone «Miguel de cerbantes Saavedra», y así firmó siempre. Como pasaba con William, los editores de Miguel lo presentaban como «Cervantes». Algunos conjeturan que el motivo de esta grafía era para que no lo relacionaran con siervo, o con ciervo… pero nadie sabe la razón real.

De todos modos, a algunos les sorprenderá saber que, en aquella época, no había normas y la elección de una u otra letra, así como la puntuación, era algo más bien caprichoso. Así lo explicaba el periodista Juan Cruz: «Cervantes no tenía ortografía alguna, como no la tenían las personas privadas. La ortografía la tenían las imprentas, hasta que la Academia la organizó un poco [mucho después, en el siglo xviii]. Los escritores escribían haber sin hache, con uve o con be, daba igual. Cervantes no ponía ni puntos ni comas, ni por casualidad».

La delicuescencia de firmarlo todo

Hace pocos años, volví a acordarme de la emoción que sentí cuando creé la firma para mi primer DNI. Intentaba yo configurar, sin éxito, mi DNI electrónico. Las firmas van desapareciendo y dejan paso al PIN y a códigos y certificados. Si William y Miguel vivieran ahora, ya no podrían permitirse el lujo de escribir su nombre caprichosamente.

Todo cambia, se moderniza y digitaliza. Antaño era «Le falta una póliza y dos firmas aquí y aquí»; hogaño es «El certificado digital no es válido. Introduzca su DNI-e, un certificado electrónico válido u obtenga una Cl@ve PIN». En fin.

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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