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02 Dic 2021
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Retuitéame o hazme fav

Borja Bauzá

Cómo @Twitter está cambiando nuestra forma de comunicarnos

Hasta que la pandemia recortó libertades que creíamos garantizadas, era habitual pasear por la madrileña plaza del Dos de Mayo y escuchar cómo la gente joven, de veintitantos y treintaipocos, se saludaba exclamando: «¡Holi!». No solo sucedía en la plaza del Dos de Mayo, claro, ni tampoco era algo exclusivo del barrio de Malasaña, famoso por su vanguardismo. El palabro está bastante extendido entre la gente joven. Lo que ocurría en la plaza del Dos de Mayo es que junto a esos chavales que exclamaban ¡holi! mientras se fundían en un abrazo, o se besuqueaban las mejillas, deambulaban personas nacidas durante el franquismo que observaban aquel ritual con cara de pasmo y preguntándose por la salud mental de la muchachada. Era una convivencia curiosa, aquella. ¿Holi? ¿Pero por qué dicen holi? ¿Terminaré diciendo yo también holi? A todo esto: ¿de dónde sale? ¿De algún videojuego? ¿Del internete ese? Del internete ese, efectivamente. Concretamente de una red social llamada Twitter. Holi es uno de los términos más característicos de eso que algunas personas han bautizado como tuiterés o español de Twitter.

«Al principio mucha gente decía “yo normalmente no utilizaría una palabra así, pero esto es Twitter”», explica Carlota de Benito Moreno, una investigadora del Departamento de Románicas de la Universidad de Zúrich que ha dedicado parte de su tiempo a explorar cómo Internet, y en concreto la red social de marras, está modificando la forma de comunicarnos. Sin embargo —añade la experta— aquellas palabras terminaron por salir de la pantalla y antes de que nadie pudiese remediarlo andaban sueltas en el jolgorio de Malasaña, saltando de terraza en terraza. Lograron trascender la barrera digital.

Una herramienta de rastreo

Cuando Carlota de Benito, que lleva siendo usuaria de Twitter desde el año 2011, decidió acudir a la red social en el marco de una investigación académica no tenía el tuiterés en mente. De hecho, no sabía ni que existía algo así. Ella y su colega Ana Estrada Arráez, por aquel entonces doctoranda en la Universidad Albert-Ludwigs de Friburgo y actualmente profesora en la Universidad de Lieja, se asomaron a la pantalla buscando pistas sobre un coloquialismo muy concreto.

«Todo empezó cuando, fuera de Twitter, escuché a una persona mucho más joven que yo quejarse porque estaba “puto lloviendo”», explica De Benito entre risas. Tanto ella como Estrada son dialectólogas especializadas en el español rural —«lo más alejado de Twitter que te puedas imaginar»— e interesadas, por tanto, en el cambio lingüístico. Así que recurrieron a Twitter para ver si podían detectar patrones; para ver, en fin, hasta qué punto el uso de puto como adverbio estaba realmente extendido entre la juventud.

Tras darse una vuelta por el lugar comprobaron que, como herramienta de rastreo lingüístico, Twitter tiene sus limitaciones debido a una particularidad: allí la gente manosea mucho las palabras. Juega con ellas. De repente te encuentras a un fulano de Soria hablando como un gaditano, a un catalán soltando galleguismos o a una persona hablando mal —pidiendo allura en vez de pedir «ayuda»—… porque sí. Por echarse unas risas. O, como se diría en la red social, por los loles. (Por los loles hace referencia a LOL, un acrónimo inglés que significa laughing out loud; ‘partiéndome de risa’ en castellano de Valladolid).

Aquello llamó la atención de las investigadoras y por eso decidieron indagar sobre semejante uso lúdico del lenguaje. «Más que ser un lugar donde se crean nuevas formas de expresión, yo diría que Twitter es un difusor tremendo de innovaciones lingüísticas que han surgido en lugares muy concretos», explica De Benito. En otras palabras: quizás holi no se le ocurrió a nadie en Twitter sino que fue llevado hasta Twitter por un grupo de amigas de, qué sé yo, Mojácar y una vez en la red social el palabro se viralizó hasta terminar convertido en el saludo estándar de Malasaña. «Es muy difícil demostrar que algo es exclusivo de Twitter», cuenta, «porque muchas de estas expresiones podrían proceder en realidad de algún lugar al que no podemos acceder». Ahora bien: «Como son expresiones que se han extendido en esa comunidad virtual y la gente solo las ha visto allí pues se asocian automáticamente a ella».

twitter

Las mayúsculas cambian de significado

Las palabras como holi, besis o bromi —o expresiones como lloro para indicar que algo te ha hecho mucha gracia— no son las únicas incidencias virtuales en el castellano contemporáneo. La investigadora de la Universidad de Zúrich señala otras como, por ejemplo, el uso de las mayúsculas para dotar de sentido del humor un comentario concreto. Obviamente, este segundo tipo de incidencias solo hace acto de presencia en el lenguaje escrito. Y en ese campo han aterrizado, sobre todo, en grupos de WhatsApp intergeneracionales —el ejemplo paradigmático sería el grupo de WhatsApp de la familia— en los que hay personas que no han pisado Twitter en su vida pero que, no obstante, han hecho propio, también, ese uso de unas mayúsculas que históricamente se han utilizado para simular gritos.

Cuando se le pregunta cómo ha influido y continúa influyendo Twitter en nuestra forma de comunicarnos, Carlota de Benito responde con una hipótesis (y recalca varias veces eso: que de momento «solo es una hipótesis» y que habrá que ver). Y esa hipótesis es la siguiente: Twitter habría conseguido rejuvenecer el lenguaje creando un español coloquial que trasciende a los jóvenes y que, en paralelo, trasciende las barreras regionales. En otras palabras: estaría creando un español coloquial que llega mucho más lejos tanto en el tiempo —generacionalmente— como en el espacio —geográficamente—. Claro que, añade De Benito, esta hipótesis habría que enmarcarla dentro de los cambios estructurales que está atravesando una sociedad en la que ya nadie parece querer envejecer. Unos cambios estructurales que se perciben en un rechazo crónico al compromiso sentimental, que ahora se suele llamar «atadura», en un ropero que a los 45 tacos sigue envuelto en un aura juvenil que haría sonrojar al abuelo más pintado y que se perciben, también, en ese déficit de atención que nos impide leer, como antaño, medio centenar de páginas de una sola sentada.

El panorama literario

Si bien la repercusión de Twitter en el campo de la lingüística sigue nadando en el océano de las hipótesis, su repercusión en el campo de la literatura resulta impepinable. Daniel Escandell Montiel, un filólogo que imparte clases en la Universidad de Salamanca con varios libros sobre literatura digital en su haber, enumera las categorías que aunque ya existían antes de Twitter —«los epigramas solo tienen 4000 años de historia»— la gente ha empezado a consumir masivamente gracias a la red social: el microcuento, el poema corto, las adivinanzas, el microrrelato —un relato de extensión indeterminada que se suministra en pildoritas muy breves— y el género dialógico. Textos teatrales, para entendernos. «En realidad lo que vemos con esto es que, al margen del formato, la era digital no ha alterado la clasificación clásica», dice Escandell. «Al final seguimos teniendo la narrativa, la poesía y el teatro».

La pregunta es: ¿se mantiene la calidad? Porque una de las grandes acusaciones que pesan sobre el entramado digital es que ha embarrado el mundo del lenguaje. Es más: entre los mayores es común escuchar la afirmación de que los jóvenes «cada vez escriben peor», o incluso que «cada vez hablan peor», por culpa de Internet.

«El problema no es la falta de calidad», empieza diciendo Escandell. «Hay gente en redes sociales que escribe francamente bien, tan bien como muchas de las personas que han pasado por el filtro de una editorial, y esa gente comparte cosas absolutamente magistrales». El problema, sostiene el académico, está en la cantidad. Al haber más cantidad, la calidad promedio baja. «En realidad es un rasgo general de Internet: si todo el mundo puede hablar, no todo el mundo va a decir cosas interesantes».

Es como acudir a ese cajón en el que los escritores depositan sus borradores. Salvo en casos extraordinarios como el del portugués Fernando Pessoa, cuyo baúl personal sigue explorándose casi un siglo después de su muerte, lo lógico es que, removiendo los papeles que los literatos no han querido sacar a la luz, nos encontremos cosas muy malas. La diferencia —sostiene Escandell— es que en Internet, en Twitter, la gente suele tirar muy pocas cosas a la basura. Todo tiende a ser publicado. Es, muchas veces, una gestión estadística del éxito: hay más posibilidades de triunfar publicando cien tuits al día que publicando dos (independientemente de que publicando cien tuits al día también crece exponencialmente la probabilidad de convertirse en lo que Michi Panero definía como lo peor que se puede ser en esta vida: un coñazo). «Es más —añade el profesor de Salamanca—, ¿cuántos libros de los que se publican son, honestamente, una verdadera chusta?». La respuesta va implícita en la pregunta: unos cuantos.

El premio de Espasa

El debate en torno a la calidad de la literatura que surge o se mueve en Twitter se avivó hace unos meses cuando la editorial Espasa decidió entregar el tercer premio EspasaEsPoesía —con los 20.000 euros que lo acompañan— a un publicista venezolano de 34 años llamado Rafael Cabaliere del que nadie en los círculos editoriales había escuchado hablar hasta entonces. Su poemario, Alzando vuelo, es un libro «para que la persona que lo tenga en sus manos se sienta feliz». La definición está sacada de la página web de Espasa y continúa así: «Es una cucharada que alivia por si arde la garganta, o una caricia del sol para brillar aún más. Lo complejo lo vuelve sencillo. Es un libro de mucha buena vibra y amor, el dolor se traduce a palabras luminosas». Etcétera.

Lo primero que hicieron los periodistas culturales al comprobar el perfil del premiado fue especular. Las especulaciones más razonables sugerían que detrás de aquel nombre había un escritor fantasma inventado por alguna editorial con ganas de llevarse un dinerete. Las más surrealistas hablaban de un bot programado para escupir versos cortos en la red social unas cuantas veces al día. Las dimensiones que comenzaba a alcanzar el pitote obligaron a los portavoces de Espasa a salir a la palestra para explicar que el tal Rafael Cabaliere era una persona real que no iba a poder recoger el premio en mano debido a las restricciones pandémicas. Para certificar la afirmación, subieron un vídeo de cuarenta segundos grabado por el ganador en el que este se presentaba como alguien muy agradecido por el premio y gratamente sorprendido ya que, según dijo, había soñado con ganar el galardón unos meses antes. «Hoy puedo decir que los sueños se hacen realidad».

Una vez comprobada la existencia del tipo, los periodistas culturales se fijaron en su obra y no salieron precisamente extasiados de la experiencia. ¿Aquellos versos de instituto habían ganado un premio de poesía de 20.000 euros? ¿Cómo era posible?

Así que acudieron a los miembros del jurado para tratar de entender el voto. Pero cuando Paula Corroto, que estaba trabajando en una pieza para El Confidencial, le preguntó al poeta Luis Alberto de Cuenca por el asunto este echó balones fuera. «No hablamos con él y a mí no me sonaba de nada, pero ganó por mayoría y no tengo más información al respecto». Lo mismo que el escritor Alejandro Palomas: «Solo puedo decirte que el premio no fue por unanimidad. Yo leí, voté y eso fue todo».

Constatada la existencia de Cabaliere y constatada la incomodidad de los miembros del jurado al ser preguntados por el proceso de votación, llegó la conclusión: el publicista venezolano contaba entonces con más de 800.000 seguidores en Twitter (más del doble que un productor de bestsellers como Juan Gómez-Jurado) y Espasa quería aprovechar semejante tirón para vender libros como churros. Ese —concluyeron los periodistas culturales— había sido el criterio: la popularidad virtual del sujeto. Una estrategia acorde, por otra parte, con la naturaleza de un premio que siempre ha apostado por gente con afición a la tecla intro y mucho seguidor en redes sociales.

De todo hay en la viña del Señor

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«Los autores que se dedican a hacer poesía en Twitter suelen ser jóvenes y a veces, aunque a uno no le guste la obra en cuestión, sí puede intuirse una ambición estética o un mensaje de fondo», comenta Escandell. «Sin embargo, en este caso y por lo poco que hemos podido ver, no parece que exista nada de eso». Es decir: que, efectivamente, todo pinta a marketing puro y duro. Lo cual no quiere decir que Rafael Cabaliere no vaya a tener su público. «Lo tendrá, posiblemente, y eso significará que aunque a ti y a mí sus versos no nos digan nada, a mucha gente sí y eso hay que entenderlo y hay que respetarlo», dice el académico. «Yo, por ejemplo, no he leído el Marca en la vida porque los diarios deportivos no entran en mi esfera de interés, pero hay cientos de miles de personas que se lo compran todos los días, lo leen, lo disfrutan y son felices». Además, una editorial no deja de ser una empresa que tiene que cuadrar números antes de finiquitar el mes. Pues ya está.

Y es que la existencia de Rafael Cabaliere y compañía no tiene por qué eclipsar la llamada alta literatura que puede encontrarse, también, en Twitter. Ahí está el perfil del escritor malagueño Joaquín Jacinto Muñoz Rengel —J. J. Muñoz Rengel en la red social—, alguien que de cuando en cuando comparte una foto y, a partir de la misma, escribe un microcuento o invita a los demás a escribir sus propios minitextos. Algunos de los cuales, por cierto, han sido aplaudidos no solo por él sino por otros escritores «profesionales» que siguen su actividad tuitera con interés.
También se pueden encontrar perfiles como el de Lady Distopía, una escritora que hace algo parecido a lo de Rengel y que también goza de reconocimiento entre los refinados.

Y la red del pajarito azul también ha abierto la puerta a iniciativas como Una y Cien. El proyecto lo puso en marcha Óscar Mora, un guionista y escritor de Valencia, hace un par de años cuando decidió juntar a varios escritores «profesionales» con varios escritores amateurs que había encontrado en Twitter para proponerles un experimento. A saber: él enviaría todos los meses una foto y los seleccionados le tenían que responder con un relato de cien palabras (de ahí el nombre). Y una vez reunidos los textos… se publicaban. No en la red social, claro, por falta de espacio. Lo curioso, empero, es que fue en Twitter donde se gestó la idea y es Twitter la herramienta que utiliza Mora para canalizar y difundir la vaina. En cierto modo podría decirse que Una y Cien ha convertido el formato en plataforma. Y así es como se cierra, de nuevo, el círculo.

Un poema que ya no es de nadie

Uno de los últimos tuits de Clark sobre el poema viral, de diciembre de 2020

Ben Clark, un escritor español de origen británico que nació en Ibiza y ahora vive en Málaga, no recuerda muy bien cuándo escribió El fin último de la (mala) literatura. «Debió de ser en 2009, aunque no estoy seguro». La respuesta se la dio Clark al filólogo Daniel Escandell Montiel y está incluida en un libro que este dedicó a la desaparición de aquellos versos en la marisma cibernética titulado Y eso es algo terrible. Crónica de un poema viral.

Al principio no sucedió nada del otro jueves. «El fin último de la (mala) literatura» terminó incrustado en la página 26 de un poemario titulado La mezcla confusa que aterrizó en las librerías en el año 2011 y que, no contento con intercambiarse por un puñado de euros, ganó el Premio de Poesía Joven Félix Grande. Pero, como señala un reportaje de El País aparecido años después, «el día que se imprimió el volumen fue el último día en el que el poema estuvo bajo el poder del poeta».

Resulta que alguien, al leerlo, decidió que era buena idea compartirlo en alguna red social sin mencionar al autor. O quizás ese alguien sí mencionó a Clark pero la siguiente persona que decidió copiarlo y pegarlo no. Aunque quizás no fuese culpa ni de la primera persona ni tampoco de la segunda persona sino de la decimoquinta. Quién sabe. El caso es que un día un amigo —«puede que en realidad fuera un enemigo»— le avisó de que se había cruzado con su obra en no sé dónde atribuida a no sé quién. A Mario Benedetti, a mi amiga del alma, ¿a Neruda?, a mi vecino del quinto…

En su libro, Escandell explica que el texto se ha reproducido de muchas formas diferentes y en algunos casos hasta sin el título («lo que le quita su fuerte carga irónica»). En total, este profesor de la Universidad de Salamanca ha contabilizado hasta 250.000 variantes y hasta un millón de apariciones en la web. También ha sido compartido por celebrities de diverso pelaje y condición.

En la entrevista que concedió a Escandell, el poeta ibicenco se muestra resignado pero ajeno a rencores. Así es la vida, parece querer decirnos en cada una de sus respuestas. Como cuando el académico quiso saber si seguía considerando el poema como algo suyo: «El poema ha viajado miles de veces al espacio, ha rebotado en los satélites, ha aparecido en pantallas, en escuelas, en dormitorios, en cocinas con y sin frigorífico. Ha sido leído durante defecaciones, durante abrazos, durante reconciliaciones imposibles y durante horas y horas y horas de transporte público». Dicho de otro modo: «El poema conoce el nombre de miles de personas que no conocerán nunca el nombre de su padre».
Dice así:

Tú lees porque piensas que te escribo.
Eso es algo entendible.

Yo escribo porque pienso que me lees.
Y eso es algo terrible.

Ben Clark, por cierto, ya no está en Twitter.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 11 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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